El caso Olavide. El poder absoluto de Carlos III al descubierto

09.11.2010 19:24

EL CASO OLAVIDE. EL PODER ABSOLUTO DE CARLOS III AL DESCUBIERTO

José Luis Gómez Urdáñez*

Antes o después, todo dieciochista español tiene una cita ineludible con don Pablo de Olavide y Jaúregui (1725-1803), el protagonista del escándalo político del siglo ilustrado. La legión de historiadores que ha acudido antes a esta cita en busca de la Verdad ha acabado frente al muro de la falta de pruebas, como era de esperar, pero también, con el cartapacio repleto de indicios y sospechas sobre el papel de Carlos III (a veces, también evidencias sobre la limpieza de algunos historiadores). Y es que, al final, el rey ilustrado se esfuma siempre –como ocurre con Antonio Pérez, Carranza, Macanaz, etc.– y los problemas políticos que hay tras el caso se diluyen o se oscurecen ante la apariencia religiosa. En uno de sus últimos artículos (1988), Rafael Olaechea Albístur acabó reconociendo que “el célebre auto inquisitorial contra Olavide sigue siendo todavía un enigma histórico”, y como un legado para futuros investigadores, lanzó los siguientes retos: “Nadie ha explicado aún de forma convincente cómo fue posible que, en un momento determinado, todos los organismos civiles del país, comenzando por el propio rey y sus ministros, se inhibieran por completo ante el poder del Santo Oficio, y abandonaran al peruano a su suerte. ¿Qué fuerzas políticas –y con qué objeto– se pusieron de acuerdo para dar cabida a este fugaz despliegue de poder de las Inquisición; o qué pretendía el Gobierno español al cruzarse de brazos, y permitir este brote repentino de los métodos inquisitoriales? ¿A quién se quería amedrentar, o qué plan de reforma se quería abortar, para que no fuera llevado a la práctica”. (1)

Aunque parezca raro, el padre jesuita Olaechea, que sentía una profunda aversión contra el rey cazador, no mencionó sus sospechas –que las tenía– sobre la intervención de Carlos III en la prisión y sentencia de Olavide, y es que, a él y a todos, el rey mejor “protegido” por la legión militante de sus partidarios –en vida y después–, nos sigue conduciendo a una fatal oscuridad documental que ampara la “versión oficial”, la que presenta a un rey que nada pudo hacer, igual que los poderosos amigos del reo del todopoderoso tribunal de la Inquisición, eso sí, todos ilustrados.

En esencia, esa es la tesis del Olavide de M. Defourneaux (2), un “modelo” sólidamente construido, pero atenazado por las ideas estereotipadas que hacen de la Ilustración española un campo de batalla entre dos facciones en bloque, la minoría, profrancesa por supuesto, y la mayoría, la burricie hispánica más ultramontana, la que saldrá luego con el Vivan las caenas. Como el rey ilustrado se inclinó por apoyar a la minoría –con la ayuda de gente tan “afrancesada” como Olavide–, el propio rey tendría la debilidad propia de la minoría, así nada podría hacer por su amigo por más que hubiera querido.

Ahora bien, lo que raya en el asombro es que para evitar involucrar a Carlos III en el terreno de las decisiones, M. Defourneaux, cuya obra es sin duda la que más ha influido en la historiografía española sobre el caso Olavide en los últimos cuarenta años, oculte documentos históricos o mutile frases de alguno de ellos, como comprobaremos luego.

Y es que, además de los silencios del rey –que todo historiador está obligado a interpretar– en el caso Olavide hay también documentos que lo comprometen, por más que no se hayan utilizado. Todo hace pensar que el almacenamiento de incienso en el altar de Carlos III, que empezó ya en vida del rey, continúa todavía (3).

Olavide, entre el rey y la inquisición

En contra de las ideas de abulia política que sugiere la historiografía clásica –un rey mediocre que dejó hacer a buenos ministros (4) –, Carlos III fue un hombre celoso de su imagen de rey obligatoriamente absoluto y, sobre todo, un devoto, cumplidor y muy escrupuloso, “decidido a morir antes que macular su alma con un pecado mortal”. Este extremo es bastante conocido, pues todos sus biógrafos lo han resaltado (5), la mayoría derivando la responsabilidad de presuntos excesos de celo del rey hacia el oscuro y torpe padre Eleta, su confesor. Sin embargo, se ha hablado menos de otra “cualidad” del rey, pues quedó velada tras su carácter suave y presuntamente bondadoso; ésta es su rígida concepción de las prerrogativas personales que le correspondían como monarca, especialmente las que tenían que ver con su jerarquía en la Iglesia, en lo que superó con mucho a su padre y a su hermanastro. Carlos III gobernó en lo que le interesó y frecuentemente lo hizo sin siquiera atender a las formas, dándole a la manivela de la real gana, es decir, manifestando decisiones inapelables que sus ministros tenían el sagrado deber, no sólo de cumplir, sino de encontrar los mejores medios de hacerlo (y en ello se entendía implícito el logro de la fama o la gloria regias, es decir lo que hoy llamamos la imagen).

En la medida en que, por ejemplo, Floridablanca tenía mucha más solidez jurídica que Ensenada, Carlos III podía ser mucho más arbitrario que Fernando VI.

En definitiva, el rey no se iba a molestar rebajándose al papel de ejecutor responsable cuando Dios le había dado el de Sumo Hacedor. Considerando al rey en esa cumbre político-religiosa, evidentemente ab legibus solutus, se entiende que Olavide –un Olavide muy fácil–, pudiera ser una víctima elegida por quienes sabían que estaban satisfaciendo un deseo regio, seguramente una idea, o incluso la conveniencia de exhibirla: esto es, que la Inquisición no sólo no estaba abolida, como podían soñar algunos cándidos, sino que conservaba intacta su popularidad, y que, como el pobre Macanaz había dicho y escrito durante su largo exilio europeo, “le roi est le maitre de l’Inquisición” (6). Todo contribuiría a la mayor gloria de Carlos III: el buen rey simplemente debía dejar hacer a su “sirviente”, el inquisidor general (7), que conocería sus regios deseos a través del padre Eleta, que –no conviene olvidar– era el número dos del Santo Tribunal. Y es que la delación de 1775 no era una más –el peruano coleccionaba ya varias desde 1766–, pues los terribles cargos que le llevarían a ser declarado “hereje formal y miembro podrido de la religión” habían sido expuestos por el delator, el padre Romualdo de Friburgo, capellán de los colonos alemanes de las Nuevas Poblaciones, nada menos que ante el propio confesor del rey.

Viendo que ni el obispo de Sevilla ni el de Jaén –a quien fray Romualdo creía activamente a favor de Olavide (8) – iban a hacer prosperar sus denuncias, el incansable fraile capuchino empezó a escribir al padre Eleta durante el verano de 1775, poniéndole al corriente de los muchos cargos que se había hartado de redactar en anteriores denuncias y que al fin formularía en la delación de 31 de octubre de 1775. Muchas cartas no se han conservado, pero sí algunas del verano de 1775 que acompañan a la delación principal (9), larga, farragosa, llena de detalles sobre la vida irreligiosa y las costumbres libertinas del que no cree en el “Dios remunerador y vengador”, “enseña con los materialistas” y tiene “ciertos jefes y compañeros numerosos y poderosos”. El fraile alemán, capaz de exageraciones espantosas –una frase, por ejemplo: “los perversores y los pervertidos son tan poderosos como lo será el Anticristo con su compañía”–, había elegido el camino más seguro, los oídos del asustadizo Eleta –que es lo mismo que decir los del rey–, pero además había dado con el momento adecuado.

Porque los rumores sobre la abolición de la Inquisición habían llegado a tal grado que se llegó a creer que el conde de Aranda tenía ya elaborado un proyecto de reforma que terminaba con su poder. Tanto es así que Voltaire dedicó grandes elogios en su Diccionario filosófico a “quien ha comenzado a cortar las cabezas de la hidra de la Inquisición”, provocando incluso el temor del propio Aranda (luego se utilizó este argumento para explicar que el conde no se atrevió a ir más allá). El propio Federico II creyó que la Inquisición había sido efectivamente abolida –“Aranda merece el reconocimiento de Europa entera al cortar las garras y limar los dientes del monstruo”, había escrito su amigo Voltaire–, mientras, según Bourgoing, era general la creencia de que al menos sería “inofensiva” (10). En definitiva, la idea recorrió Europa y, obviamente, fue conocida en España.

Pero el optimismo que posiblemente generó esa ilusión en algunos duró poco. La falta de unidad del “equipo ilustrado” era ya pública cuando Olavide empezó a sentir tras él los pasos de la Inquisición (en una de las denuncias, la de 1773, le acusaban de ateo). El enfrentamiento de Aranda y Campomanes ya se conocía –y se utilizaba–, y Aranda había abandonado Madrid en 1773 con destino a la embajada de París (11), dejando a la hidra no tan inofensiva como se pudo creer, sobre todo ante ciertos resentidos, cuya carrera política no había seguido un curso paralelo a sus expectativas. Por ejemplo, el marqués de La Corona, un agrio personaje que había llegado a fiscal del Consejo de Hacienda, y que no dudó en escribir al rey en 1776 –seguramente conociendo ya los rumores sobre el riesgo en que estaba Olavide, a quien odiaba– una durísima representación que empezaba censurando el papel del superintendente y los funestos resultados de las Nuevas Poblaciones. En el larguísimo escrito (12), La Corona, favorable a la Inquisición, revisaba el papel de la institución, una vez más, pues ya había escrito algunos folios sobre las reformas que necesitaba para seguir funcionando (13). Hombre de hacienda, las ideas de La Corona se referían a la estabilidad económica del tribunal y las confiscaciones de bienes, causa de la mala fama de la institución –lo que ya pensaba también Ensenada–, pero es obvio que en las cercanías del rey las ideas sobre la Inquisición no eran sólo “económicas” y los rumores sobre Olavide no sólo versaban sobre resultados de las Poblaciones.

El mismo La Corona cuenta que al rey hubo que tranquilizarle cuando se conocieron los rumores de la posible extinción del tribunal, idea del impío Aranda –“se figuraba que con esta hazaña iba a completar sus glorias”–, que necesitaba la colaboración de Roda, el más cercano al rey, para ser puesta en práctica. Roda y Aranda tendrían pensado ir convenciendo a Carlos III de que ya no había necesidad de la Inquisición al haber desaparecido moros, judíos y moriscos, pero Roda pronto comprendió que la idea “había de espantar al rey”, y hábil como era, dejó en suspenso el asunto, que a La Corona le hacía pensar en algo tan peligroso como para que Carlos III “arrojase de su servicio y encerrase en un castillo al Presidente (Aranda), y a los fiscales (Moñino y Campomanes) y a cuantos hubieran intervenido” (14).

Las ideas contrarias a cualquier ilusión abolicionista, que Eleta ya había puesto en práctica a raíz del destierro y perdón posterior de Quintano (15), eran dos: que el inquisidor actuaba como un servidor más de la monarquía, y que la Inquisición seguiría siendo un útil instrumento regio tal y como iba el mundo: libertinos, ateistas, materialistas, francmasones –una obsesión de un confesor predecesor, el padre Rávago–, gente peligrosa, más si cabe por llegar a las cercanías del rey, como pensaba el marqués de La Corona: “No hombres, monstruos son los de esta especie que tiene por sus instrumentos el infierno al lado de los reyes” (16). Sin duda, estas terribles ideas, que se aireaban constantemente por los hombres de iglesia más timoratos, eran un tormento para un hombre tan religioso como Carlos III, a quien no hacía falta recordar que tenía en sus manos nada menos que un Santo Tribunal de probada eficacia. Y además, por si le faltara algo, hombres de confianza absoluta a su servicio, como el ministro de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, un intermediario de gran importancia para el desarrollo del caso –el rey “le oye años ha todas las mañanas en conversación familiar”– y, desde luego, para ocultar la mano regia si hiciera falta (17).

A pesar de la conocida maestría de Roda en borrar huellas, el ministro dejó algunas, sobre todo al principio, en el momento en que se tomó la decisión de poner en marcha la maquinaria inquisitorial contra Olavide, en noviembre de 1775. La primera es sólo un indicio: se trata de un papel con su letra que contiene un resumen de los cargos contra Olavide, tal y como los expuso fray Romualdo al padre Eleta y al inquisidor Beltrán, algunos sólo indicados con una palabra clave; seguramente, un “esquema” para sostener una declaración oral, cuyo destinatario no pudo ser otro que el rey.

Es obvio que en esto será difícil pasar de la sospecha; tampoco interesa mucho si aceptamos que el rey debía ser informado por el inquisidor y desde luego por su ministro. Sin embargo, hay al lado de la minuta otro papel y éste sí compromete al rey: es un borrador de carta, fechado en 12 de noviembre de 1775, que Roda envía al Inquisidor General. Es el que reproducimos a continuación (18):

“Me ha mandado prevenir de su Real Orden a V. I y al Consejo como lo ejecuto, que no solamente permite y consiente Su Majestad que el Santo Oficio obre y proceda libremente como corresponde por derecho y conforme a su instituto, sino que S. M. está pronto a prestar para este fin su Real protección y auxilio necesario, y para que el Santo Tribunal pueda desde luego hacer las averiguaciones convenientes sin los obstáculos, que recela, ha tomado su Majestad la providencia de llamar a don Pablo de Olavide (...)” (19)

El rey tomaba decisiones en “esta grave causa” y actuaba, además con precaución, incluso con astucia, pues con su real orden pretendía “evitar cualquier sospecha que pueda concebir y que se presuma, ni revele el secreto que debe guardarse”. La mejor manera de que Olavide “no recele” es llamarle “para tratar negocios de su Real Servicio muy diferentes del que motiva su venida”, que es lo que hará Carlos III. No sólo Olavide no debía huir –lo que pudo hacer con facilidad–, sino que no debía ser juzgado donde su castigo podía ser más blando, en Sevilla o Jaén por ejemplo –el padre Friburgo decía que el obispo de Jaén era tan parcial de Olavide como Grimaldi y Campomanes (20) –, o quizás donde el escarmiento no tuviera la necesaria publicidad. La real gana estuvo detrás desde un principio, quizás ya con la intención de que todos supieran –incluidos Grimaldi, que pronto será exonerado y enviado a Roma, y Campomanes, también denunciado a la Inquisición– que el viejo tribunal del rey podía ser utilizado cuando fuera necesario.

Una prueba de que Carlos III, terco de natural, persistió en la idea y no olvidó el asunto cuando Olavide “desapareció” en las cárceles secretas, es que tres semanas después, cuando la Inquisición de Sevilla procedía a plena luz del día a “los embargos de todos los bienes que tiene don Pablo de Olavide en su alojamiento situado en los Reales Alcázares”, la mano del rey volvía a ser utilizada. Véase esta carta de Felipe Beltrán a Roda, del 5 de diciembre de 1776:

“Enterado Su Majestad de cuanto expone en la citada representación de Francisco de Bruna se ha servido resolver que no sólo no impida las diligencias que intente practicar el tribunal de la Inquisición sino es que le auxilie en todos sus procedimientos”. (21) La actitud regia permitía que el caso Olavide siguiera provocando escándalo en Sevilla y que los frailes sevillanos festejaran a sus anchas la caída del que vieron siempre como al mismísimo demonio. Como relata Bourgoing, los frailes “se entregaban a todos los excesos del celo, declamando su furor contra los teatros profanos que Olavide había tratado de mejorar en esta ciudad. Al mismo tiempo, los inquisidores de provincias compartían el triunfo de esta capital y hacían ostentación de sus fuerzas renacidas”. (22) Quizás el rey demostró así lo que quería demostrar.

Olavide, un ilustrado sospechosamente alegre Director del hospicio de San Fernando y procurador en el ayuntamiento de Madrid, el limeño Pablo de Olavide había llegado a estos importantes puestos tras el motín de 1766, protegido por amigos tan poderosos como Aranda y Campomanes, quienes todavía mediarán después para hacerle Asistente de Sevilla y, sobre todo, Superintendente de las Nuevas Poblaciones, es decir jefe supremo de uno de los proyectos más emblemáticos del siglo ilustrado, nada menos que la puesta en práctica de las ideas de Campomanes. (23)

El ilustrado Olavide fue certeramente retratado por otro ilustrado aventurero, Giacomo Casanova, en el momento espléndido en que la “trinca” – así llamaban en Madrid a Campomanes, Aranda y Olavide– dirigía el gobierno salido del motín de 1766. “Me causó gran placer –dice el italiano– conocer a Campomanes y a Olavide, hombres ilustrados, de una especie rara en España.

Sin ser exactamente sabios, estaban por encima de los prejuicios religiosos, porque no sólo no temían burlarse de ellos en público, sino que trabajaban abiertamente por destruirlos” (24).

Hábilmente situado en el partido ganador, Olavide había logrado oscurecer asuntos de su pasado que no le favorecían y que incluso había llegado a falsear. El limeño, que probó la cárcel nada más llegar a Madrid en 1754, había sido en efecto un buen estudiante, profesor joven en la universidad de Lima, pero a partir de ahí empezaba la leyenda sudamericana. Durante el terremoto que asoló Lima en 1746, el joven Olavide sería ya amante de las luces, al dar un destino tan poco piadoso a las limosnas, que emplearía en un teatro. No era fácil de creer, lo mismo que algunos detalles sobre la muerte de su madre y el matrimonio de su padre, tras lo que estaba el origen de su media hermana Gracia de Olavide, con la que mantuvo una estrecha relación siempre. Las mentiras parecían orientadas, como ya conocemos (25), a desviar la atención de ciertos negocios familiares oscuros y en definitiva a justificar la escasez de dinero, de lo que Olavide se libró definitivamente al casarse con la –dos veces– viuda y muy rica Isabel de los Ríos, en 1755.

Como la riqueza era uno de los fundamentos de la libertad y de la necesaria despreocupación, antesala del cultivo de las luces –Voltaire dixit–, Olavide, ya rico, viajó a Italia y a Francia, conoció a los filósofos, visitó al señor de les Delices, compró libros franceses –consiguió autorización para leer los prohibidos–, y filosofó despreocupadamente. A su llegada a Madrid en 1765, fue recibido en triunfo por sus amigos, y elevado a un glorioso puesto entre los hombres del rey de las reformas, Carlos III, cuya brillante obra había podido conocer el cultivado viajero al pasar por Nápoles. A sus cuarenta años, la brillante carrera del “afrancesado” –que volvía deslumbrado por la Francia de les philosophes y l’Encyclopedie– no había hecho más que comenzar.

Pero por eso mismo, el Santo Oficio también empezó a conocerle. Su fama de hombre alegre, libre en las opiniones y nada beato, poco amigo de los frailes y disoluto en asuntos del sexo y la diversión, le precederá ya vaya donde vaya. Y nada menos que ha de ir a Sevilla y a las Nuevas Poblaciones, allí donde van llegando los colonos procedentes de Suiza, “el pueblo más sujeto a la nostalgia”, según Giacomo Casanova (26), quien tuvo oportunidad de decírselo al propio Olavide en persona. “Cuando dicha enfermedad (la nostalgia) empieza a manifestarse en un individuo (suizo), el único remedio es la vuelta al país, al chalé, al pueblo, al lago que le ha visto nacer”. Casanova, un latino que no entendió nunca el genio tristón de los tedeschi, reparó también en “lo tocante a sus conciencias”, en que “haría falta por lo menos en los primeros tiempos, darles sacerdotes y magistrados suizos”, lo que, en efecto, iba a hacer Olavide. No pensó, sin embargo, en que su idea –Olavide afirmaba rotundamente que había que evitar todo tipo de establecimiento de frailes, añade Casanova– se vería desbaratada al ser ásperos capuchinos los curas “alemanotes” llegados a las Nuevas Poblaciones, una legión de barbados “misioneros” capitaneados por el temible padre Romualdo de Friburgo: su delator...¡Y pensar que el superintendente se alegró al conocer a este fraile dominante porque iba a meter en cintura a sus brutos hermanos!

Apasionado por la “misión” ilustrada del siglo, Olavide comenzó “compás en mano” a materializar el gran proyecto, pero pronto llegaron las críticas. Las Nuevas Poblaciones eran una fuente constante de problemas, desde los de índole económica –era una empresa muy costosa para las arcas reales– hasta los que hundían su raíz en la vida diaria de los colonos, muy difícil, pues llegaban a una tierra virgen, debían construir su casa y empezar a convivir en unas condiciones mucho más duras que las esperadas. Sin embargo, su situación era envidiable para los habitantes de los pueblos vecinos, aquellos que no tenían ninguno de los privilegios de los extranjeros, por ejemplo, en materia de diezmos, de impuestos y, sobre todo, de propiedad. Andalucía era un mundo de jornaleros que veía crecer unas colonias de súbditos nuevos, mejor tratados por el rey y la iglesia, que les eximían de contribuir, les daban tierras y hasta una casa; y sin embargo, no estaban contentos. No lo estaban ellos, pero tampoco el superintendente, ni el gobierno, ni siquiera los curas, a pesar de que gozaban de un buen sueldo, cinco mil reales, superior al de la mayoría de los curas del entorno. Al parecer, el marqués de La Corona quería que tampoco estuviera contento el rey al culpar de todo, en su ya citada representación, a “confiar la ejecución a una mano tan desacreditada como la de Olavide” y al resaltar que “iban gastados cincuenta millones de reales”, lo que le permitía concluir: “Pobre rey y pobre España con ministros tan flacos y tan insensibles a su servicio” (27).

Pero el problema no vendría por ahí, por el déficit crónico de las Poblaciones, a pesar de que acarreó el primer desengaño de Olavide. Contra su parecer, su actuación fue sometida a examen, lo que puso en evidencia la merma del poder de sus amigos, especialmente de Aranda, que no pudieron evitar que el enviado a “visitar” las poblaciones no fuera un adicto, sino un personaje como Pérez Valiente, del que no se fiaban (28). Con todo, pasó la visita, que el superintendente y sus amigos obstaculizaron cuanto pudieron, y Olavide recuperó su poder, entregándose de nuevo al trabajo, bien apoyado en sus muchas hechuras al frente de las Poblaciones.

Sin embargo, las cosas no discurrían con normalidad. Siempre había habido roces con los “frailes alemanes”, pero cada día aumentaban. Al principio, nada más llegar el padre Romualdo (13 de mayo de 1770), había habido un problema serio, la negativa de Olavide a aceptar la jerarquía del fraile que se presentó con su patente de superior. El superintendente conminó a Fray Romualdo a ponerse a las órdenes de la jerarquía eclesiástica secular y a abandonar cualquier idea de congregación regular, tal y como estaba proyectado, pero se encontró ante la negativa de un fraile tozudo, que de ninguna manera se rebajaría de su condición jerárquica y que pronto le hizo entender que se consideraba un misionero con planes propios (29). El propio vicario y juez eclesiástico de las Poblaciones, Lanes Duval, se dolería más tarde de que el fraile le hubiera declarado una terrible enemiga: “apenas llegó que manifestó lo sentido que era se le hubiese recogido la patente que traía de su general de prefecto de este establecimiento que llamaba y llama misión, en virtud de la cual pretendía mandar en todo conforme le pareciere” (30). Sin embargo, al principio, las cosas se tomaron un poco a broma, sobre todo en casa del todopoderoso superintendente, en los banquetes y las sobremesas, cuando llegaba la conversación y se hablaba del tema preferido, las supersticiones y la ignorancia (31).

Olavide había sentado muchas veces a su mesa a este fraile pintoresco, que hablaba bien pero con fuerte acento el castellano –aunque en las Poblaciones, en el trato con los colonos, mantuvo el alemán (32)–, y que tenía ideas más o menos “supersticiosas”, pero desde luego ningún sentido del humor, algo que Olavide sí había desarrollado. “Nos divertíamos con descubrir su ignorancia, y con los disparates y absurdos que decía”, confesaría luego Olavide.

“Conociendo su genio intrépido –sigue Olavide–, que al instante toma fuego, procurábamos zaherirle con especies picantes que ya sabíamos le harían saltar”. Todos los temas de conversación “ridículos e impertinentes se promovían a propósito sin más fin que el de oírle delirar” (33).

Se reían de todo en las barbas del capuchino –¿no recomendaba el propio Voltaire reírse de todo vicio o error que no se pudiera remediar?–, se reían de que las campanas tocaran a hielo –todavía mencionó la costumbre Jovellanos en sus Diarios treinta años después–, de la bula para comer carne, de la casa de la Virgen que le enseñaron a Olavide en Roma, donde pudo ver la ventana por donde entró el arcángel “a hacer la embajada” y “la taza donde el Niño Jesús comió sopas”; se reían “de los curiales de Roma (de quien el padre era idólatra)”, de los falsos milagros, incluso de la madre Ágreda “de quien fray Romualdo es demasiado apasionado, y nosotros para enfadarle le decíamos que sus libros eran escritos por el padre Samaniego” (éste es el cura que se “espontaneará”, es decir, se inculpará, en el autillo de 1778, un riojano juerguista, pariente del fabulista de Laguardia (34).

Precisamente, reírse –¡ay, la risa!– será una de las actitudes denunciadas por el fraile: “no lograba otro efecto que el de reirse” (35), dice F. Romualdo para explicar el poco efecto que hacían sus reconvenciones en Olavide, que según confiesa fueron muy frecuentes. No hay que hacer ningún esfuerzo para imaginar la escena: Palacio de Olavide en La Carolina, mesa bien servida, libros a mano, el jefe pletórico, divertido, mordaz o cínico, rodeado de amigos, nobles, ricos e “ilustrados”, incluso algún cura “del siglo”; frente a ellos un capuchino, alemán, cerrado y dogmático ...medieval.

No sabían cuándo, pero un día Olavide y sus amigos se dieron cuenta de que había que reírse menos de aquel fraile y de sus bravuconadas. “Conozco su astucia –dirá luego Olavide– y temo que pretenda con algún otro artificio buscarme otro motivo de acusación”. Olavide sabía que “el padre Romualdo siempre pone acrimonia en cuanto dice dando a todo el vis o más odioso que puede sugerirle su mala voluntad” (36), pero seguramente no sospechaba hasta donde podía llegar el fraile con una pluma en la mano. En definitiva, cuando Olavide pensó en protegerse, fray Romualdo había llegado demasiado lejos: nada menos que a la Domus Regia, allí donde le oiría el padre Eleta.

Vistas desde esa perspectiva las pasadas conversaciones, un sorprendido Olavide, ya conocedor de la delación, recordaba haber “hablado muchas veces, y con el padre Fray Romualdo, sobre materias escolásticas y teológicas, y que disputábamos sobre ellas; pero todas católicas, todas conformes a nuestra santa religión”. Y añadía con resignación: “él podrá interpretarlas ahora como su necedad le sugiera” (37). Al margen de las chanzas, Olavide quizás no se daba cuenta de que su imagen era la de un panglosiano, seguro de que Dios no podía abandonar al hombre, su criatura perfecta, un deísta como tantos que se consideraba afortunado por tener un Dios omnisciente y omnipotente, que ya había actuado durante la Creación, y al que no había que importunarle con tonterías, ni ofrecerle misas, ni pedirle milagros.

Dios estaba demasiado por encima de esas pequeñeces humanas. El padre Romualdo, que seguramente reconocía esas ideas por su proximidad al mundo protestante y al lema luterano sola fide, empezó por ahí la “fabricación” de la víctima: “que en las conversaciones que frecuentemente tiene (Friburgo) en su casa (la de Olavide) le ha oído decir que Dios creó todas las cosas en tal orden, número y medida, y las dispuso de tal modo que en lo futuro no necesita de otra providencia ni para castigar el mal en tiempo, ni remunerar lo bueno, ni para desmonstrar (sic) los divinos atributos, y en consecuencia de este sistema niega los milagros y dice que éstos que nos parecen milagros son efectos naturales de la primera providencia creativa” (38).

Este era el primer cargo, un preámbulo bien elegido para iniciar la sospecha sobre herejía. A continuación, el fraile desgranó las más terribles acusaciones contra Olavide, mezclando en un aparente desorden cosas de dogma y de fe con costumbres libertinas y asuntos de la vida civil. Veamos un breve resumen, tan desordenado como podía hacerlo fray Romualdo: “no teme mal alguno de la inobservancia de los mandamientos”, “enseña con los materialistas”, decía que “por cualquiera transgresión contra el sexto precepto ninguno debe perder la cosa más leve de su honra”, de lo que Friburgo extraía que “don Pablo y sus subalternos han quitado el freno de la honestidad, para que esta peste se extienda en estas Nuevas Poblaciones y otras partes con mayor libertad”. Olavide acepta a cualquiera “sea de la secta o religión que quisiese con tal que no sea un ladrón; celebra a los dioclecianos y nerones sobre los santos padres, porque aquellos fueron más útiles que éstos a la república; habla mal de David, peor del Gran Constantino y de otros semejantes reyes y príncipes; reprueba con desprecio todo orden monacal y el estado de celibato”; “pretende con el hereje materialista Ruso (sic) que a los jóvenes menores de quince años no se les debe dar idea alguna de la deidad”, añade “que las observancias de la religión son mejores en Inglaterra que en Roma”. Como era de esperar, va contra el Papa: “la potestad de las llaves es dada por Dios a la congregación de los fieles y que dicha congregación debe poner los papas y los obispos como ministros suyos para que velen por la observancia de las leyes por ella ordenadas”. “No permite se ponga imágenes algunas de santos en los templos, ni que haya en ellos más que un altar, prohibe también tocar las campanas a misa, a los entierros y contra las tempestades”. En asunto de costumbres, prohibe pedir limosna en la iglesia y para las ánimas, y obliga a ir al baile, incluso pone penas si los mozos no van.

“Se burla de la prohibición de libros”, habla “contra las órdenes religiosas, contra los obispos y aún contra los papas, los pinta ignorantes, arrogantes, avaros, que abusan de su potestad (...) los eclesiásticos no son ministros de Dios”. Critica el sacramento de la penitencia “pretendiendo que en la iglesia primitiva no había tal artículo de fe”, va contra el culto a los santos; no ha expuesto ninguna imagen, a excepción de la Inmaculada, y esto “en obsequio solo por la Devoción del rey nuestro señor”. “No se ve en la iglesia (de La Carolina) otra imagen que la de Jesucristo crucificado y la Inmaculada Concepción”. Las indulgencias “son fanáticas”, “no ha permitido se publique la bula de la Cruzada en estas nuevas poblaciones”, impide el entierro en iglesia: el propio Friburgo medió para dar sepultura a un capuchino de Arquillos, al que Olavide quería enterrar en “un lugar común a las bestias”. No quiere funerales ni misas de difuntos: “hacer celebrar crecido número de misas sabe a interés y codicia de los sacerdotes”, lo curas hacen los funerales “por una torpe ganancia”. “Al dicho don Pablo de Olavide jamás le ha visto ni en la iglesia ni fuera de ella con un rosario en la mano” (39).

Friburgo tenía tal proximidad con Olavide que sabía que “lo hacía en parte en las concurrencias a la hora de comer, ya antes ya después, y mayormente cuando tenía convidados pasajeros, y más frecuentemente en las concurrencias de noche en las que solía leer libros prohibidos de Bolther, Ruso, Romano o Echiclopedia y otros que no manifestó dicho don Pablo quienes eran sus autores, debiendo decir el declarante que apenas se hallará en la librería de dicho don Pablo libro que no sea prohibido”. Con esta declaración, Friburgo completa hasta 21 cargos, pero, a la hora de ratificarse, aún añade algunos más, como que no creía en la gloria y en el infierno, pues Dios era infinitamente bueno, y que el pecado original lo pagaban los hombres sólo con sus trabajos, que esa era la pena. Además, aprovechó para contar anécdotas, como ésta: un día pasó por La Carolina el conde de Fernán Nuñez con su hermana la duquesa de Béjar y, convidados por Olavide, hablaron en la mesa de la disolución del matrimonio. Según Friburgo, el acusado la aprobaba para que pudiera haber procreación luego –como Cabarrús, por ejemplo –, sin embargo, el conde “no pensaba así porque el criador que desde el principio había instituido el matrimonio indisoluble habrá sabido mejor que nosotros lo que más convenía”.

El 19 de agosto de 1776, la junta de calificadores encuentra en casi todas las proposiciones “doctrina capciosa y mal sonante”, “hechos sospechosos en la fe”, “hechos hereticales”, “doctrina escandalosa e impía”, “doctrina falsa, escandalosa y temeraria”, etc., lo que conduce a la primera declaración de “hereje formal, sin espíritu de verdadera religión, tinturado de los principales errores de los filósofos naturalistas y materialistas destos tiempos, pues aunque se hallan en él algunos actos que parecen de católico, atendidas todas sus doctrinas y demás hechos, son pura política”. Olavide está perdido.

Llegadas las cosas a ese extremo, el padre Eleta, Roda y Carlos III sabían que nada ni nadie podía librar a Olavide de la cárcel y de un terrible proceso, del que podía salir condenado a la horca. En efecto, ya no se podía parar la máquina inquisitorial, pero hay que recordar que sólo se había puesto en marcha cuando el rey, por mano de Roda y a petición de Eleta y Beltrán, ordenó a Olavide que se trasladara a Madrid, en noviembre de 1775, “para tratar negocios de su Real Servicio muy diferentes del que motiva su venida” (40).

Entonces sí había remedio. Bastaba con haber dejado en un cajón la delación de fray Romualdo, un fraile arisco y poco fiable, tan poco estimado que, en cuanto cumplió su gran papel histórico, se le conminó por orden del rey a salir de España y no volver más.

Olavide, en manos de la Inquisición

Muy asustado, advertido desde meses atrás de la gravedad de la situación por Grimaldi, Olavide abandonó para siempre sus queridas Poblaciones en diciembre de 1775 nada más leer la orden del rey, en la que seguramente notó la dimensión del peligro. En Madrid, se instaló en casa de su cuñado Luis Urbina y empezó a preparar su defensa. Pensó en todos los frentes, incluso en el teatral, en la exhibición de una vida religiosa, apartada de licencias y diversiones. Se deshizo de libros prohibidos, adquirió otros de oraciones y santos, no olvidó el rosario en su atuendo –estaba acusado de reírse de la devoción–, ni el escapulario de la virgen del Carmen. Cuando entregó sus pertenencias al carcelero al entrar en la cárcel, además de rosario y escapulario llevaba “un librito del jubileo del año y otro libro de oraciones y meditaciones para la misa”, y la venera de oro del hábito de Santiago “con la que se quedó”.

En su casa, que registró la Inquisición tras la detención, no pudieron encontrar más que libros de devoción, entre ellos, las Meditaciones y Confesiones de San Agustín –del que decía Olavide que “era un pobre hombre”–, un Oficio de difuntos, un Año cristiano, el Kempis, obras de f. Luis de Granada, etc.

En el frente dialéctico, Olavide corrió a ofrecer su versión a todos sus amigos, ahora algunos menos que en los buenos tiempos. Quizás se lamentó de no poder contar con Aranda –hacía unos años se presentó clandestinamente en su casa para que le protegiera contra Pérez Valiente (41)–, ni con el quemado Campomanes, que bastante tenía con salvarse él mismo, ni quizás con Grimaldi que iba a ser exonerado en breve. El ambiente no era muy alegre. Se preparaba el matrimonio morganático de Luis –un asunto escandaloso en el que se salía a relucir la peor bilis de Carlos III–, caía el gran Tanucci en Nápoles y se rumoreaba que la Inquisición volvía por sus fueros (42).

Asustado, Olavide llegó hasta el mismísimo inquisidor, ante el que se sinceró como católico y pecador arrepentido.

Seguramente le habían hablado bien de Felipe Beltrán, que llegó al cargo precedido de muy buena fama como obispo de Salamanca, pero éste, sorprendido, le decía a Roda: “me he visto en la mayor confusión porque se me presentó anteanoche (Olavide) y me detuvo dos horas en conversación sin saber yo qué responderle”. El inquisidor notó que “está muy inquieto y se le remuerde mucho la conciencia” lo que le llevaba a pensar que teme mucho” y añadía, con una sospechosa seguridad: “y con razón”.

En fecha tan temprana, 14 de febrero de 1776, las siguientes palabras del Inquisidor en esa misma carta debieron inquietar a Roda: “Vuestra Excelencia sabrá sacudirse mejor en el Consejo, que se pide, y en la pretensión de que se corte la causa”. Dos semanas antes el ministro le había solicitado abreviar el proceso, quizás para que Olavide declarara y se terminara de una vez lo que parecía que ya duraba demasiado, sin embargo cada vez se veía más difícil ante la ingente cantidad de testigos como se preparaba. El Inquisidor, que sin duda estaba dispuesto a ser un perfecto cumplidor de su alta misión, añadía, en dirección a Roda o a sus poderosos amigos: “Siento que (Olavide) tenga noticia tan cierta de la delación como supone” (43).

Sin duda la tenía por los ministros, pero también por medios propios, pues las hechuras de Olavide interceptaban la correspondencia del delator con el fin de conocer las argumentaciones que llegaban a la Inquisición. Incluso pudieron falsificar una presunta carta de Friburgo a su embajador, para acusarle de obrar a favor de Alemania contra el rey de España, lo que sospechó agudamente Beltrán y quizás utilizó. Roda lo sabía, pues había recibido una larga carta de Olavide una semana antes, en la que, realmente humillado, se sinceraba, demostrando que lo sabía prácticamente todo y que estaba trabajando activamente en todos los frentes. Es la célebre carta en la que Olavide justifica su posición de verdadero católico y culpa abiertamente a la “malicia de mi delator” de la situación desesperada en que se halla: una carta “de imposible lectura sin que a la vez se apoderen del ánimo el enternecimiento y la congoja”, en palabras de Ferrer del Río, pero en realidad, un estudiado documento cuyo destinatario no era evidentemente su amigo Roda –recordemos su fama de “librepensador” (44)– sino Carlos III, el rey que debía oír las tiernas palabras de un Olavide arrepentido y humillado ante la Regia piedad (45).

Pero Carlos III no iba a mover un dedo. Si Olavide era buen católico, nada mejor que ser absuelto por su Santo tribunal, que es lo que el propio Olavide pedía en la carta: “yo no me sustraeré al castigo, si lo merezco; pero quiero ser oído, y si puedo, como creo, convencer en una sesión tanto mi inocencia como la malicia de mi delator, quiero que se corte y aniquile una causa que ella sola me deshonra para siempre”. El propio Roda habría ido por esa vía, pero a esas alturas, sospechaba, como Olavide, lo difícil que iba a ser que el rey torciera el curso del asunto. Por eso Olavide terminaba suplicando a Roda:

“Dirija V. E. a quien busca sus luces...”, es decir, al rey. Olavide confiaba todavía... ¡en las luces y en el rey!

Iba a ser difícil, pero algunos actos de Olavide todavía lo pondrían peor. Por ejemplo, lo que se presentó ante el inquisidor y el propio rey como un acto más del poder omnímodo de Olavide y de su falta de respeto a los religiosos: el allanamiento de morada, registro de papeles y embargo de pertenencias perpetrado contra fray Romualdo en La Carolina durante la Semana Santa de 1776. Aprovechando que el fraile se había ausentado –seguramente no sabían que estaba en Madrid llamado por Felipe Beltrán– y con la disculpa de albergar a un comandante y parte de la tropa llegada al pueblo, Miguel de Ondeano, subdelegado y hechura de Olavide, “depositó judicialmente” las pertenencias del fraile en otra casa. Como podían esperar, la reacción del fraile fue furibunda: escribió al rey, al inquisidor, al propio Olavide. Cargaba una vez más contra la tiranía del superintendente, pero también contra el vicario Lanes, el gran valedor de Olavide, testigo en el proceso y religioso, que “ha ordenado sacar fuera, como cosa confiscada, todos mis pobres trastos y escritos, haciendo un cuartel de soldados de mi casa parroquial, y dando a entender a la gente que yo por malhechor haya merecido tal y mayores castigos” (46). Si los amigos de Olavide se habían atrevido a esto, ¡qué no habrían hecho! El cerco se estrechaba contra Olavide, que enviaba a Roda su versión al día siguiente de recibir la carta del fraile, 11 de agosto, sin saber que las denuncias de su enemigo obraban directamente en manos del rey desde el 30 de junio.

Ocho folios había escrito Friburgo a Carlos III para desacreditar una vez más al superintendente, ahora también por su actuación en la vertiente económica, en la que el incansable fraile se proponía para desarrollar su propio plan, económico y también cristiano. Olavide no acudiría ya a Roda con humildad sino claramente iracundo, tanto que tras dar su versión de los hechos, aprovechaba para acusar al fraile de algo terrible, por más que lo intentara velar: la casa de fray Romualdo estaba al lado de la de un fabricante de medias, alemán, con la que había hecho una comunicación con objeto de que “su mujer (la del alemán) lo cuidara y asistiera”. “Yo, que en todo procuraba darle gusto –dice Olavide– se lo concedí y hice disponer la casa como me lo pidió, esto es que ambas viviendas se gobernasen por una sola puerta a la calle y se comunicasen por dentro con aquella mujer” (47). Una vez más, Olavide era excesivo, incluso para un ilustrado como Roda.

El veneno de fray Romualdo había inundado las más altas esferas del poder: nadie pudo imaginar que podría llegar tan arriba, pero, a las alturas de la primavera de 1776, era un hecho. Llamado secretamente por Beltrán, con el conocimiento de Roda, el fraile había llegado el 24 de marzo de 1776 a Madrid con claros deseos de ayudar. “Expresa Romualdo –le dice Beltrán a Roda ese mismo día– que tiene mucho que decir por lo que toca a la religión como por lo perteneciente al estado”. En efecto, instalado en el convento de La Paciencia, el fraile, que no salía a la calle “porque teme que le ha de matar un alemán que don Pablo de Olavide tiene a su mando, que es muy conocido suyo y un hereje mal convertido”, se dedicó a escribir contra Olavide y a hacer llegar sus escritos cuanto más alto mejor. Eso sí, con el apoyo de Beltrán, quien en vez de ir a verle al convento, pues la casa de Olavide quedaba cerca, le envió un coche para traerlo a su propia casa, metiéndolo por una puerta excusada “sin que nadie pudiese notarlo sino el capellán que venía en su compañía que es de confianza”. Todo hace pensar que se despacharon a gusto con el objeto de sus desvelos.

Fray Romualdo cumplió con creces y, terminado su trabajo, fue expulsado.

El rey alegó que ya no hacía falta un cura alemán pues los colonos hablaban castellano, pero la idea era de Roda que había podido comprobar el peligro que suponía un fraile triunfante de vuelta a las Poblaciones, con su fraternum foedus en la cabeza. Por intervención del nuncio, el cardenal Valenti, y del Inquisidor aún se le dieron de las arcas del rey 150 reales, y tras motivar un jugoso intercambio epistolar entre Beltrán, Ventura Figueroa y Valenti –tres de los grandes en la jerarquía eclesiástica–, fray Romualdo encontró destino en un convento de su Suiza originaria, lugar de quietud y morigeradas costumbres, menos humor y menos calor. Un buen sitio para olvidar a un hombre condenado como Olavide.

Sin embargo el fraile no olvidó nunca a su enemigo: en 1783, años después de la delación, de la prisión y el proceso, ya huido a Francia Olavide, fray Romualdo volvió a coger la pluma contra él, evidentemente pensando en el inquisidor general. Nuestro incansable fraile decía haber visto en la “Gazeta de los herejes de Schaffhasen” un artículo sobre Reforma de España que “traían en la semana pasada todas las gazetas de Alemania y Francia”, cuyo autor sospecha que sea Olavide. “Me acuerdo – prosigue fray Romualdo– de que Olavide hablaba muchas veces de las mismas cosas (...) en particular de la tolerancia”. Todavía el fraile recordaba su fraternum foedus, por si acaso... (48)

La expulsión de España del delator marcaba el final de la fase de las declaraciones de testigos, nada menos que 78, en la que Olavide había trabajado con constancia, sobre todo para evitar que los muchos apoyos que tenía entraran en contradicciones o fueran presionados por fray Romualdo y sus frailes. Ante los métodos inquisitoriales hubo de todo, desde luego muchos testigos que se arrepentían y acababan declarando contra Olavide, pero también pruebas de sinceridad y valentía, aunque menos, y desde luego “estrategias” de los amigos del reo, muchas descubiertas por los inquisidores y vueltas en su contra. Olavide llegó a pensar que había ganado mucho terreno, sobre todo al conocer la expulsión de su enemigo, sin embargo, como refleja magistralmente Defourneaux, “el cerco alrededor del superintendente no ha hecho más que estrecharse” (49).

Los calificadores tenían declaraciones más que suficientes para llegar a la terrible conclusión de “que este sujeto sea preso en las cárceles secretas deste Santo Oficio, con secuestro de todos sus bienes, libros y papeles, y se siga su causa hasta definitiva”, lo que Felipe Beltrán conoció el 14 de setiembre (50), justo dos meses antes de que se ejecutara la prisión del reo. Durante ese tiempo, todos los movimientos se encaminaron a cuidar al máximo, y con todo secreto, los detalles formales –en el seno del Santo oficio– y a preparar el escenario en la corte: al fin, ratificada la sentencia por el Consejo de la Inquisición, Beltrán comunicaba por escrito al rey el 29 de octubre que el tribunal de la inquisición de Corte había “condenado al reo a cárceles secretas”. Todo terminaba con el placet del rey, por lo que el Inquisidor concluía cumpliendo con su obligación: “en esta atención acude el Consejo a los pies de V. Magd. que... se dignará dar su permiso para ejecutar la sentencia.” (51)

Carlos III se dignó, en efecto, y el día 14 de noviembre, a las seis y media de la tarde, Olavide era detenido por un grande de España, el duque de Mora, que actuaba como alguacil de la Inquisición, y conducido a las cárceles secretas en las que se mantendría “desaparecido” durante dos años. La noticia del terrible castigo cayó como un mazazo en los círculos ilustrados, pero nadie hizo tonterías: todos supieron que el rey estaba detrás. El propio Aranda, a pesar de estar en París, calló (52), como Grimaldi y Campomanes. Roda se oscureció, aunque no tanto como para hacer pensar a Defourneaux que “es posible que no estuviese puesto al corriente del desarrollo del proceso entre diciembre de 1776 y noviembre de 1778” (53), como si el ministro no hubiera leído las cartas dirigidas a él y al rey por la familia de Olavide, cartas que pasaba, como si quemaran, al Inquisidor Beltrán.

El espeso silencio que acompañó a los dos años de prisión secreta sólo fue roto por las cartas de Isabel de los Ríos y de Luis Urbina, pero jamás tuvieron respuesta. Cansados de esperar invocando las cualidades de Su Majestad –“el corazón de V. M. es tan pío, tan dulce, tan benigno como tiene acreditada la experiencia”, “llegaría día en que V. M. derramase sobre él (Olavide) sus piedades”, “para todo tiene V. M. clemencia”, etc.–, Urbina, que ya no veía otra solución que la de adelantar la vista, le decía a Roda: “el sr. Inquisidor general (...) sólo me responde que encarga la brevedad sin querer contestarme a nada” (54).

Así fue...nada. En dos años, Olavide fue “borrado del mundo de los vivos” (Defourneaux), sufriendo un castigo durísimo –mucho peor que el que se le impondrá tras el autillo en 1778–, viviendo en secreto en una cárcel húmeda y fría, sin estufa –se le quitó por miedo a que provocara un incendio–, sin luz, sin criado –el suyo fue expulsado de España y se le puso un espía–, a sabiendas de que estaba enfermo, tan grueso que las piernas no le sostenían...

Así permaneció, completamente incomunicado, hasta que llegó el día del “autillo”, el 24 de noviembre de 1778.

Enfermo y abatido, sin conocer lo que desde días antes se preparaba –nada menos que declararle “hereje formal”, el delito por el que miles de españoles habían ardido en la hoguera–, Olavide abandonó el calabozo entre dos alcaides, que le condujeron ante el tribunal de la Inquisición de Corte. Iba vestido de paño pardo, sin la insignia de la orden de Santiago, también sin Sambenito, pero con una vela verde en la mano. Permaneció sentado, escuchando “el extracto de la causa”, lo que ocupó a los inquisidores desde las ocho a las dos y media, tras lo que se dictó sentencia. Al ser leída la declaración que le hacía “hereje formal y miembro podrido de la religión”, Olavide se desmayó, y parece que dijo “no, eso no”. En efecto, era lo más grave, exigía reconciliación y excomunión, pero sólo la primera se ejecutó, al parecer –“por cuatro sacerdotes con sobrepellices y manojos de varas en las manos, practicando de darle con ellas en las espaldas durante el Miserere”–; de la excomunión se le absolvió porque abjuró de todos sus errores. El resto de la condena es conocido: ocho años de reclusión claustral, confiscación total de bienes, inhabilitación perpetua de honores, destierro de los Sitios Reales, Madrid, Nuevas Poblaciones y ciudad de Lima. No era lo peor –se pensó en que podría haber pena de muerte–, pero en ningún caso la sentencia se puede considerar blanda: eran nada menos que ocho años de reclusión en un frío monasterio, en Sahagún (luego lo cambiaría por uno en Murcia).

En los escaños el reo pudo ver desde el primer momento que la situación era excepcional, pues aunque el auto se celebraba a puerta cerrada, había más de cuarenta invitados, algunos grandes de España, directamente empleados al servicio del rey, y altas dignidades eclesiásticas, incluso algunos amigos de otro tiempo, poderosos y tan “ilustrados” como él (y seguramente, tan sospechosos o más, pero desde luego, más grandes y por eso más intocables (55)). Algunos habían solicitado estar presentes, otros fueron invitados por altas instancias. Seguramente no lo sabremos nunca, pero el inquisidor Beltrán quiso dejar claro que él no había dado los nombres. Roda, una vez más calló. El silencio del rey era lo acostumbrado (56).

El escenario no debió ser favorable a chanzas y bromas –Bourgoing pretende que “se permitió varias burlas intempestivas”–, ni la sentencia mirada como un bálsamo. El caso se conoció rápidamente en Europa y todo el mundo se dolió de la desgracia, pero los comentarios de los amigos, desde Aranda a Azara, discurrieron con parquedad y secreto. Y es que, a la vez que se oían los clamores de los filósofos contra la barbarie de España, empezaban ya a circular versiones edulcoradas, con el rey ilustrado en el vértice de las reformas, que se hicieron todavía más exculpatorias cuando, dos años después, se conoció la fuga a Francia de la triste víctima de la Inquisición. Era obvio, para los partidarios del rey ilustrado, entonces y ahora, que a Olavide le habían facilitado la fuga (57)

Olavide, un problema para la hagiografía carolina

Lo que más perturba a la versión dulcificadora son los dos años de prisión secreta que pasó Olavide en Madrid. El resto, a partir de la sentencia de 1778, es más fácil de comprender y de justificar. El propio Domínguez Ortiz, que no habla de la prisión, dice, refiriéndose a la sentencia, que fue “no demasiado dura” (58). Como creyeron Juan Antonio Llorente o Godoy (59), muchos historiadores siguen pensando que lo peor fue la infamación, la “pena de banquillo”, sorprendentemente, pues la condena de Olavide suma diez años, dos en prisión incomunicada y ocho –ya sabemos que sólo cumpliría dos– en “reclusión claustral”. Teniendo en cuenta las “facilidades” con que los poderosos cumplían las penas en el Antiguo Régimen, el castigo no fue un simple “escarmiento”. Ni mucho menos.

Sin embargo, hubo historiadores que no se conformaron sólo con opinar.

El filocarolino Ferrer del Río conduce al reo directamente al autillo en 1776, evitándole los dos años de cárcel, a base de ocultar documentos: Olavide habría venido directamente de La Carolina para sentarse ante el tribunal, ¡el 24 de noviembre de 1776! (60). La burda versión no pasó, evidentemente, a la obra de M. Defourneaux, que conoció y citó extensamente las cartas familiares durante los dos crueles años y los documentos que prueban el rigor de la prisión, sin embargo, el historiador evitó tratar en profundidad el periodo inmediatamente anterior al autillo, con lo que, no sólo el rey quedó de nuevo al margen, sino incluso el ministro Roda e, incomprensiblemente, el propio Inquisidor Felipe Beltrán, al que Defourneaux rodeó de una aureola de bondad e hizo incluso “ilustrado”. En definitiva, parece que la culpa fue sólo de la Inquisición, que se describe, al gusto de hispanista, con los caracteres más literarios (61).

El inquisidor, sin embargo, es presentado por Defourneaux como un hombre bondadoso, al que la sentencia de 1778 le había producido un enorme disgusto. Seguramente fue cierto: “este lance me enfermó a causa de la condición de mi genio, me hizo pasar dos noches sin cuasi poder pegar los ojos y me dejó sin cabeza para nada” (62), le dice Beltrán a Roda dos días después del autillo. El problema es que no sabemos a qué se refiere el inquisidor al hablar de “este lance”. ¿Es el autillo sólo o es algo más?

Probablemente, Beltrán no sufrió tanto en el autillo como en los días anteriores, en los que tuvo que hacer su función de enlace entre los inquisidores, que habían conseguido mantener la dureza de la sentencia – ¿pidió alguno una pena más dura en correspondencia con el delito de herejía?– , y el rey y sus ministros, donde desde luego era difícil que hubiera acuerdo.

Por el embajador francés sabemos que “el inquisidor había ido tres días antes (a visitar al rey) para recibir órdenes sobre el particular” (63) pero la carta en que Felipe Beltrán comunica a Carlos III que “da curso a este negocio” es del día 11, trece días antes del autillo (64). El rey tuvo mucho tiempo, como es obvio.

La carta del inquisidor es escueta, como corresponde, y muy confusa.

Felipe Beltrán deja claro que sigue instrucciones, pues escribe al rey “en obedecimiento de lo que V.M. tiene dispuesto y mandado en este punto”.

Luego, parece sólo preocupado por cumplir la embajada satisfactoriamente: “ponerlo en la superior inteligencia de su Real persona y consultar la resolución y sentencia que se hubiese acordado, lo ejecuta así y da curso a este negocio por donde corresponde”. Pero no menciona nada de la sentencia ni de la forma del autillo. Seguramente había orden expresa de no escribir lo que se iba a acordar de palabra, que es lo que Beltrán dirá luego a Roda, dos días después del autillo, en la misma carta en que manifiesta su angustia: “Muy sr. mío: es cierto que el martes 24 del corriente hubo auto de fe y es el que se acordó con Su Majestad y Vuestra Excelencia lo sabe” (65).

Como no podía ser de otra manera, el auto se “acordó” con Su Majestad y el ministro “lo sabe”. Beltrán añade luego: “No lo avisé inmediatamente a V.E. a fin de que lo pusiese en noticia de S.M. porque este lance me enfermó...”

Pero, si el ministro lo sabe, ¿por qué o de qué debe “avisar inmediatamente” el inquisidor? El “lance” que le angustia no es, desde luego, sólo la suerte del reo en el autillo, sino posiblemente todo lo que hubo antes, en los debates sobre la pena, algo que seguramente nunca conoceremos, como tampoco conocemos las declaraciones del reo, que no se han encontrado. La limpieza documental se hizo a conciencia.

Pero hay más, y desde luego no es favor del “bondadoso” inquisidor: es evidente el contraste entre la pretendida angustia de Beltrán el día 24 de noviembre y su silencio durante la dura cárcel del reo, cuando no sólo callaba ante las emotivas cartas de sus familiares, sino ante lo que le contaba el espía que había puesto al lado de Olavide. Nada hizo por adelantar la causa –¡dos años, cuando en setiembre de 1776 ya habían declarado 78 testigos!– y por dar ocasión al reo de defenderse, lo que, por otra parte, ya había hecho en persona Olavide dos años y medio antes, delante de él y en su propia casa, con pruebas irrefutables de su inocencia y de su sinceridad de católico.

El sufriente Inquisidor no sólo no se conmiseró en 1776 de la suerte de un católico arrepentido, sino que tras la sentencia de 1778, reconciliado, hundido y deshonrados para siempre Olavide y su familia, Felipe Beltrán aún se permitía dudar de su sinceridad en el autillo porque –según sigue diciéndole a Roda en la misma carta del 26 de noviembre –“ya cenó muy bien sin embargo de haber llorado mucho por la mañana”. Según el “bondadoso” Beltrán el reo “no está verdaderamente arrepentido”, y aún añade: “Mucho me temo que puesto en libertad se ha de pasar a provincias extranjeras en que se permite sentir libremente y como a cada uno se le antoja de las cosas de religión y fe” (66).

¿Por qué sufrió, entonces, nuestro obispo “ilustrado” e inquisidor general en el... “lance”?

Defourneaux se detiene en los aspectos sentimentales del caso, con lo que desaparece la trama política, la que rodea al rey, que ya no vuelve a aparecer en la obra del influyente historiador. Como decía un pasquín, bien poco “popular”, después de la caída de Ensenada, en julio de 1754, “los arcanos del rey no se indagan, se veneran”. Los bien guardados arcanos han dejado algunas pistas, pero siguen siendo obligadas prácticamente las mismas preguntas que hiciera Olaechea. Con todo, hay en el horizonte avances previsibles en el caso Olavide a nada que se revise la documentación con más calma y menos apriorismos. Sólo con nuestra aportación hemos visto mucho más involucrado al rey, ofreciéndose en varias ocasiones como agente sine qua nom a su Santo Tribunal; sabemos que el autillo y la sentencia “se acordó” con Su Majestad, y que siempre estuvo perfectamente informado de todo; más aún: que no dejó de poner en práctica todas y cada una de las prerrogativas regias (salvo la de la clemencia); sospechamos, según los indicios aportados por A. Cascales, que Olavide no fue ayudado a fugarse –es obligado revisar la documentación de su estancia en el convento de Murcia y su ajetreado paso por el Pirineo, que no haremos aquí (67)–; tenemos las cartas enviadas a Aranda por orden de Carlos III para que el conde solicitara la extradición del fugado y no parecen sólo un asunto de oficio; tampoco la contestación del ministro francés Vergennes (68); y, en fin, contamos con las brillante aportaciones de G. Dufour (69), tanto en su edición de Cornelia Bororquia, como, sobre todo, en sus descubrimientos sobre el Evangelio en Triunfo, “la obra más impersonal que se pueda imaginar”, toda ella –salvo “el programa ilustrado”– copia de textos perfectamente identificados.

Descrito por el gran historiador de Aix en Provence el proceso de vuelta a

España de Olavide –tras sufrir de nuevo la cárcel, ésta vez bajo el terror revolucionario– mediante su estrategia para conseguir la publicación en Valencia de la obra –el filósofo desengañado… ¡genio y figura...!– que le evitaría nuevos encontronazos, el hombre que acabó muriendo en Baeza en 1803 y su trágica historia son hoy mucho menos “enigma histórico” que cuando escribió el querido maestro R. Olaechea. Y es que el caso político más resonante del reinado de Carlos III no fue sólo un proceso inquisitorial contra un libertino, manirroto y descreído, en un extremo, ni desde luego, un intento de parar las reformas ilustradas en España escarmentando a la minoría ilustrada, en el otro. En medio hay un rey que a menudo se olvida que, ilustrado o no, tiene el poder absoluto. Y a veces está obligado a demostrarlo.

 * Universidad de La Rioja

(1) OLAECHEA, R., “Información y acción política: el conde de Aranda”, Investigaciones históricas, VII (1987), p. 123.

(2) DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou l’afrancesado (1725-1803), Paris, P.U.F., 1959. Hay trad. Al español, corregida por el autor, a cargo de M. Martínez Camaró, en México, 1965, reed. en Sevilla, 1990. No se ha de confundir el sentido que le dio Defourneaux al término “afrancesado” con el que tendrá tras 1808. Sobre el problema del título, en lo que ya reparó Domínguez Ortiz por ejemplo, no habría que ir tan lejos como Perdices, que construye toda una teoría. Quizás Defourneaux lo que quiso decir es que Olavide era un afrancesado, es decir, uno más de los enamorados de la Francia de los filósofos. No serlo entonces era no ser nadie. Sobre la tesis del ilustrado en contraposición del afrancesado –una exageración más – véase PERDICES DE BLAS, L., Pablo de Olavide (1725-1803), El Ilustrado, Madrid, 1993.

(3) Los propios ministros eran muy conscientes de que les tocaba también “cuidar” la imagen del rey. Ya al comienzo de su reinado, Tanucci, apesadumbrado porque Roma se alegraba de la deposición de Wall, no se dolía de que no se conociera la verdad –él creyó la versión de la enfermedad en los ojos del ministro–, sino “del terreno que pierde el Rey en el sendero de la gloria”. Cit en FERRER DEL RÍO, Historia del reinado de Carlos III en España, Madrid, 1856, t. I, p. 401. Roda y Campomanes fueron los grandes expertos en allanar documentalmente ese sendero. Todavía en 1777, Campomanes “instruía” a Roda sobre lo conveniente que era ordenar los papeles que se recogieron de los jesuitas expulsos y le daba algunas indicaciones “archivísticas”. AGS, Gracia y Justicia, leg. 672. Campomanes a Roda, Madrid, 13 de julio de 1777. Sobre la imagen del rey bondadoso y los ministros activos y reformadores, véase mi artículo «El artificio temporal y su responsabilidad en la reconstrucción histórica: la tópica periodización del XVIII español». Mouvement et discontinuité, Universidad de Saint Etienne (1995), pp. 235-255. También los capítulos de historiografía de mi El proyecto reformista de Ensenada, Lleida, 1996.

(4) Algo va cambiando desde hace unos años. En la última biografía sobre el rey, R. Fernández presenta a Carlos III como el “vértice” de un cuasi “partido carolino”, al que el rey llevó al poder tras los sucesos de 1766: “un equipo cuyo vértice era el monarca que los elegía, apoyaba y en buena medida coordinaba, al menos en cuanto al trazado general a seguir”. El rey absoluto “prefirió siempre –añade R. Fernández– confiar en pocas cabezas, intentó siempre protegerlas y promocionarlas, pero no tuvo tampoco demasiado empacho en sacrificar alguna que otra pieza (...) Olavide bien pudo comprobarlo en sus propias carnes”. FERNÁNDEZ, R., Carlos III, col. Los Borbones, 4, Madrid, 2001, pp. 193-194. En definitiva, el rey gobierna absolutamente y toma decisiones inapelables.

(5) Véase FERNÁNDEZ, R., Carlos III... La cita entrecomillada es de G. CASANOVA, Memorias, Madrid, trad. De G. Camarero, 1982, t. V, p. 160.

(6) Así rezaba el título de uno de los papeles que le “recogieron” cuando le mandó apresar su amigo –eso creía el “viejo chocho”– el marqués de la Ensenada, en 1747. Cfr. GÓMEZ MOLLEDA, M.D., “El caso Macanaz en el congreso de Breda”, 18 (1958), pp. 62-128, y GÓMEZ URDÁÑEZ, J.L., El proyecto reformista de Ensenada, Lleida, 1996.

(7) A. Domínguez Ortiz ha explicado magistralmente las consecuencias del nombramiento regio del inquisidor y el poder del Tribunal: “los reyes tenían en la Inquisición un poder ilimitado”. DOMÍNGUEZ ORTIZ, A., Sociedad y Estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1976, pp. 364-365. Véase la opinión más reciente en FERNÁNDEZ, R., Carlos III..., pp. 192-193. El autor tiene muy en cuenta la popularidad de la Inquisición, lo que el rey conocía.

(8) La enemiga de Friburgo contra el obispo de Jaén es patente en la declaración del fraile de 4 de enero de 1776: “sabe (el obispo) que don Pablo de Olavide se porta como Ballam, Nicolas y Jezabel”. No cree que el obispo piense como Olavide, pero sí que “él participa de todos los males que se encuentran aquí (...) y tengo por cierto que él es la causa permisiva de todo y no dudo que gritarán venganza todas cuantas almas que por descuido del dicho su pastor estarán en el infierno o a lo menos en el purgatorio”. AHN, Inq., leg. 1866-1.

(9) AGS, G. y J., leg. 628, y AHN, Inq., leg. 1866-1. Citamos de la declaración de Friburgo y de 78 testigos de este legajo de AHN.

(10) DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 275 y ss.

(11) FAYARD, J. y OLAECHEA, R., “Notas sobre el enfrentamiento entre Aranda y Campomanes”. La ruptura de la trinca, también en OLAECHEA, R. Y FERRER, J. A., El conde de Aranda, Zaragoza, 1998, 2ª, p. 324-325.

(12) AHN, Estado, leg. 3211-2. La representación de La Corona está transcrita en J. L. BERMEJO CABREDO, Estudios de Historia del Derecho y de las Instituciones, Serv. de Public. de la Univers. de Alcalá, 1989, pp. 121-169. No estoy tan seguro como Palacio Atard de que el fiscal Carrasco, marqués de La Corona, fuera tan ilustrado como Campomanes u Olavide. La Corona iba a la tertulia que tenía en Madrid la trinca antes del motín, pero en adelante se fue distanciando. Él mismo lo dice al hablar, por ejemplo, de Aranda. Las opiniones sobre su antiguo amigo Olavide son terribles en la representación de 1776. Entre 1773 y 1776 todo ha cambiado. Véase PALACIO ATARD, V., Los españoles de la Ilustración, Madrid, 1964, p. 174, y PERDICES DE BLAS, L., Pablo de Olavide..., p. 381. Sobre La Corona, véase MOXÓ, S., “Un medievalista en el Consejo de Hacienda: don francisco Carrasco, marqués de La Corona (1715-1791)”, Anuario de Historia del derecho, (1959), pp. 609-668.

(13) AGS, G. y J., leg. 624, La Corona a Múzquiz, 26 de marzo de 1776.

(14) AHN, Estado, leg. 3211-2, cuad. 18º, en el que La Corona trata del ministerio de Gracia y Justicia.

(15) Ferrer del Río da cuenta de la decisión de Carlos de suspender el exequatur y levantar el destierro del inquisidor Quintano por la presión de Eleta, que se habría valido de una argucia insensata cual era atribuir la coincidencia del día de la caída de La Habana y el destierro, justo un año después. FERRER DEL RÍO, A., Historia..., t. I., p. 398. Luego veremos hasta dónde llegó el historiador liberal en su deseo de exculpar a Carlos III.

(16) AHN, Estado, leg. 3211-2. Para el marqués eran precisamente los que “principalmente tienen por qué temerle (al Tribunal) los únicos que no le quieren”.

(17) El marqués de La Corona decía sobre Roda: “Acuérdome de haber oído al P. Confesor (...) cuando se dudaba mucho de que se lograse la extinción de los jesuitas, y aún llegaba a temerse que volvieran, estas precisas palabras: “tal arte tiene este hombre de esconderse en lo que tiene más parte y aún en lo que sea enteramente obra suya como perciba desde lejos el más remoto peligro, que si se volviera a examinar el asunto de Jesuitas y los que habían tenido parte en su expulsión, no se encontraría una esquela ni un dedo de papel suyo. El Consejo Extraordinario, el confesor, ciertos sujetos y prelados y el rey mismo serían los que tendrían que responder y él se quedaría muy tapado y encubierto como que nada había hecho, habiendo sido el alma de todo cuanto se hizo”. AHN, Estado, leg. 3211-2.

(18) M. Defourneaux no cita ni reproduce, ni ésta ni otra copia con algunas ligeras diferencias que se guarda al lado, en Simancas, ésta de fecha 8 de noviembre, es decir, cuatro días antes de la anterior, que dice: “S. M. me ha mandado hacer presente a VSI como de su real orden lo ejecuto que no solamente permite S.M. que el Santo Tribunal proceda y obre en esta causa conforme a lo que estimare justo y arreglado a derecho, sino que S.M. está pronto a proteger y auxiliar sus providencias siempre que lo pida y necesite.” AGS, G. y J., leg. 628. De la carta se conserva también copia en el legajo más importante sobre el caso, en el AHN, inq., leg. 1866-4. Al lado hay otra carta, de Muzquiz a Felipe Beltrán, de 20 de dic. de 1776, en la que se da cuenta de que el rey está tranquilo, una vez encarcelado Olavide. Tampoco se hace uso de ella. Volveremos a ver luego nuevos “olvidos” de M. Defourneaux.

(19) El subrayado es mío. AGS, G. y J., leg. 628. Este documento, así como la minuta de Roda con los cargos, han sido publicados recientemente en GOMEZ-RIVERO, R., El ministerio de Justicia en España, Madrid, 1999, p. 681 y nota 1348. El autor, sin embargo, sigue exculpando a Carlos III que sólo “estuvo en todo momento informado sobre la marcha del proceso”, y carga contra Roda, quien lo habría “alentado”. Es interesante que Gómez-Rivero repare con fina ironía en que el ministro Roda es elevado por J. Lynch a la categoría de “librepensador”.

(20) DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 246.

(21) AGS. G. y J., leg. 268. Bruna a Grimaldi, 20 de noviembre de 1776, dando cuenta del “escándalo”, y Beltrán a

Roda, 5 de diciembre de 1776. Defourneaux tampoco repara en que Su Majestad “se ha servido resolver...”

(22) Cit. en DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 502, nota 21.

(23) Sobre el proyecto colonizador, cfr. el excelente libro PERDICES DE BLAS, L., Pablo de Olavide (1725- 1803), El Ilustrado, Madrid, 1993. En la obra se recoge la mejor selección bibliográfica. Sobre el origen y desarrollo de la idea de colonización interior, prepara un sólido trabajo el profesor José Miguel DELGADO BARRADO (Universidad de Jaén).

(24) CASANOVA, G., Memorias..., t. V, p. 161.

(25) Véase DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 47; CAPEL MARGARITO, M., La Carolina, capital de las Nuevas Poblaciones (Un ensayo de reforma económica de España en el siglo XVIII), Jaén, 1970; y DE LA MATA CARRIAZO, J., “Noticias genealógicas de Olavide”, Anuario de Estudios Americanos, XXXI (1974), pp. 123-154.

(26) CASANOVA, G., p. 164.

(27) AHN, Estado, leg. 3211-2. Friburgo tocó poco esta tecla, aunque también acusó a Olavide de despilfarrar, siempre olvidando a la Iglesia: “recibe del rey muchos millares de reales más de los que gasta y ha gastado para las cosas pertenecientes al culto preciso de Dios y estos millares sobrantes gasta liberalísimamente en hacer sus obras de vanidad y de profanación”. AHN, Inq., 1866-1.

(28) Véase PERDICES DE BLAS, L. de, Pablo de Olavide..., espec. pp 37-38 y 456 y ss.

(29) Y no sólo en materia de religión. El fraile tenía un plan de vida ejemplar, “una mezcla de sociedad comercial, caja de ahorros y compañía de seguros”, según la expresión un tanto irónica de Defourneaux. Era el Fraternum Foedus, luego Marianum Foedus. Nada más opuesto, obviamente, al proyecto de Olavide y Campomanes. DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 238, y PERDICES DE BLAS, L. de, Pablo de Olavide..., p. 384 y ss.

(30) AGS, G. y J., Leg. 628. Copias de cartas interceptadas entre Lanes y Olavide en 1776.

(31) Es de notar que, según declara Friburgo, Olavide “absolutamente no bebe vino ni otro licor alguno”. AHN, Inq., leg. 1866-1.

(32) Olavide se quejará de que en seis años no ha conseguido que hable alemán: “jamás ha querido ceder a mis instancias (...) sin embargo de que habla muy bien nuestro idioma”. Tras ello se ocultaba, según Olavide, la pérfida intención de mantener dos bandos, “uno de nación alemana del que se decía jefe y protector, y otra española que llamaba reprobados”. AHN, Inq., leg. 3609, Olavide al Consejo de Castilla, 30 de enero de 1776.

(33) AHN, Inq., leg. 1866-2. Olavide al vicario Lanes, copia sin fecha, pero de 1776.

(34) Véase su correspondencia con Olavide, AHN, Inq., leg. 3.609.

(35) AHN, Inq., leg. 1866-1.

(36) AGS, G. y J., leg. 628, Olavide a Roda, 11 de agosto de 1776.

(37) AGS, G. y J., leg. 628, Olavide a Roda, 7 de febrero de 1776. Hay copia en FERRER DEL RÍO, Historia del..., III, p. 47 y ss. Es la célebre carta “de imposible lectura sin que a la vez se apoderen del ánimo el enternecimiento y la congoja”, según el autor. Vista desde hoy, parece un testimonio profundamente sincero y, desde luego, católico.

(38) AHN, Inq., leg. 1866-1, delación, f. 258.

(39) AHN, Inq., leg. 1866-1, delación.

(40) Véase supra.

(41) AHN, inq. leg. 2467. Varias cartas entre Aranda y Olavide, de 1769, en las que el presidente recrimina ya el comportamiento de Olavide.

(42) Véase OLAECHEA, R., “Información...”, p. 123-124.

(43) AGS, G. y J., leg. 628. Felipe Beltrán a Roda, 27 y 29 de enero, y 14 de febrero de 1776.

(44) Es, obviamente, una exageración que se debe a los clichés de J. Lynch: “secularista Campomanes, “enemigo de la Inquisición José de Gálvez”, etc. LYNCH, J., El siglo XVIII, Barcelona, 1989, p. 228.

(45) AGS, G. y J., leg. 628. Olavide a Roda, 7 de febrero 1776. FERRER DEL RÍO, A., Historia del..., p. 47 y ss.

(46) AGS, G. y J., leg. 628. Friburgo a Olavide, 10 de agosto de 1776.

(47) AGS, G. y J., leg. 628. Olavide a Roda, 11 de agosto de 1776.

(48) AHN, Inq., Leg. 1866-4. Friburgo a Beltrán, 24 de enero de 1783.

(49) Las vicisitudes de los testigos, presiones, arrepentimientos, etc., magistralmente expuestas en DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., caps. IX y X.

(50) AHN, Inq., Leg. 1866-1.

(51) AGS, G. y J., leg. 628, Felipe Beltrán al rey, 29 de octubre de 1776.

(52) “Llama un poco la atención el que Aranda (...) no hizo la menor protesta ni alusión concerniente al caso Olavide, que hubo de contristarle, sin duda alguna”. OLAECHEA, R., “Información..., p. 124. Olaechea se detuvo ahí, pues no se puede afirmar nada sin pruebas. Con todo, conociendo al conde, hay que plantear la hipótesis de que callara por saber que tras el asunto estaba el rey.

(53) DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 503, nota 25. Es sorprendente la afirmación, pues el historiador da cuenta de las muchas cartas que recibió el ministro en ese periodo.

(54) AGS, G. y J., leg. 628. Urbina a Roda, 21 de septiembre de 1777. Aquí están las cartas de Isabel a Roda, al Inquisidor y al rey, y las respuestas de Roda, de este tenor: “Y habiendo dado cuenta al rey de este memorial me ha mandado S.M. pasarle a manos de V.I. como de su real orden lo ejecuto para que haga de él el uso que estime conveniente”. Con el consiguiente silencio de Beltrán.

(55) Esa es la tesis de Perdices de Blas, que ha reducido todo a un complot fracasado contra las luces; sin embargo, como era de esperar, no toca a la figura central: Carlos III ni aparece. “La finalidad del ‘autillo’ –dice Perdices– fue intimidar mediante un proceso espectacular al equipo ilustrado y hacerle retroceder en las reformas”. Como el reo fue “elegido” con esa finalidad, el autor pretende que los enemigos de las reformas se fijaron en él por cuatro causas, entre ellas “la carencia del apoyo de sus amigos” y su posición de “subalterno”, no noble, ni grande. La obra de Perdices, muy interesante para la historia económica, nos deja a los estudiosos reflexivos del XVIII un poco fríos, pues hurta el verdadero debate (que no es si Olavide fue afrancesado o ilustrado, obviamente). PERDICES DE BLAS, L., Pablo de Olavide..., p. 360 y ss.

(56) AGS, G. y J., leg. 628. Expresamente, lo dice Beltrán en la importante carta de 26 de noviembre de 1778. En ella hay anotados sólo 42 nombres, pero se sabe que fueron algunos más, quizás hasta los ochenta que dieron las versiones populares. Véase, por ejemplo, BN, mss. 11.089. Breve y compendiosa noticia...; PERDICES DE BLAS, L., Pablo de Olavide..., p. 349-350; CASTAÑEDA, V., “Relación del auto de fe en el que se condenó a D. Pablo de Olavide”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, XX (1916).

(57) La idea, procedente de Defourneaux, ha sido puesta en duda por CASCALES, A., “La evasión de Pablo de Olavide a Francia. Algunas matizaciones a la hipótesis de la negligencia programada”, Archivo Hispalense, 71 (1988), pp. 61-69. La revisión de la documentación mueve a pensar que, en efecto, nadie ayudó al condenado. Ni él, enfermo, ni su mujer, octogenaria, parecían capaces de fugarse, así que simplemente la vigilancia cedió de manera natural.

(58) DOMÍNGUEZ ORTIZ, A., Sociedad y Estado..., p. 366. Seguramente, pensando en lo que podría haber sentenciado el tribunal al declarar a Olavide “hereje formal y miembro podrido de la Religión”, nada menos que la pena de muerte.

(59) LLORENTE, J. A ., Historia crítica de la Inquisición en España, Madrid, edic. de 1980, t. V, p. 310 y ss.; GODOY, M. de, Memorias, Madrid, BAE, 1965, t. I, p. 191.

(60) FERRER DEL RÍO, A. Historia..., t. III, p. 53 y ss. Puede parecer un simple desliz tipográfico–en vez de 1778, el año del proceso, Ferrer escribe 1776, que es en realidad el año de la detención y prisión– pero no, pues evita los documentos de los dos años siguientes, las cartas de la esposa y del cuñado, por ejemplo, que tuvo que ver en Simancas al lado de las que cita. La bestial mentira (que, por cierto, aún ha confundido a un historiador en la actualidad) es la primera contribución a la versión dulcificadora de la condena de Olavide, y todavía tiene fuerza hoy.

(61) Defourneaux usa reiteradamente el Nouveau Voyage de Bourgoing –frailes fanáticos, terribles castigos silenciados por juramento, “amenazas espantosas”–, es decir, la interpretación que luego interesará no sólo a la versión romántica, sino a la que, tanto él como Sarrailh, por ejemplo, utilizan para exculpar al rey reformista e ilustrado. Interesaba insistir en que el monstruo infernal funcionaba solo, sin cabeza y sin miembros. Es lo que hacían también los déspotas europeos, incluso algunos filósofos que tenían que halagarles. Véase a este respecto DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., el excelente capítulo sobre “La Europa de las luces y el proceso de Olavide”, p. 275 y ss; también el excelente BENAVENT MONTOLIU, J.F., “La imagen de España en Alemania de la Ilustración al Romanticismo ”, Estudis, 25 (1999), espec. p. 218 y ss.

(62) La interesante carta completa en AGS, G. y J., leg. 628.

(63) DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 506, nota 50. “Hay que observar –dice Montmorin a Vergennes– que el fallo de este caso no se ha pronunciado sin antes haberlo sometido a examen de Su Majestad”.

(64) AGS, G. y J., leg. 628. Tampoco la cita Defourneaux.

(65) Defourneaux copia parte del texto pero suprime esta frase. DEFOURNEAUX, M., Pablo de Olavide ou..., p. 506, nota 52.

(66) La esposa de Olavide había hablado de esta posibilidad en las cartas que le enviaba a Beltrán y a Roda, pero con un tono bien distinto, lamentando que por el deshonor que sufrían no pudieran vivir en España. AGS, G. y J., leg. 628, las cartas de 25 de mayo y 10 de junio de 1777, y especialmente la que Isabel María dirige a Carlos III el día de Nochebuena de 1777.

(67) Los principales documentos, en AHN, inq., leg. 3733, 1866-3 y 4. Véase CASCALES, A., “La evasión...”

(68) AHN, Inq., leg. 1866-3. Aranda a Vergennes y respuesta. Aranda invoca la convención de 1765, pero Vergennes no acepta que se ajuste al caso. Con diplomacia –y quizás una pinta de ironía–, le dice al conde que si Olavide da ocasión a escándalo en Francia su rey le detendrá. En AGS, G. y J., leg. 628, está la carta de Floridablanca a Roda, de 15 de febrero de 1781, dando cuenta de la información de Aranda. Roda debería acudir al rey y contárselo...

(69) DUFOUR, G., Cartas de Mariano a Antonio. El programa ilustrado de El Evangelio en Triunfo, Publications de l’université de Provence, 1997. También su edición de Cornelia Bororquia, en Alicante, 1987.

Sitio de búsqueda

Contacto

Revista de La Carolina @La_Carolina
www.facebook.com/noni.montes
https://pinterest.com/teatiendo/
https://storify.com/La_Carolina
revistalacarolina@gmail.com
+34 668 802 745

Follow me on App.net

LOS ARTICULOS DE ALTERIO

 

 

DIABÉTICOS DE LA CAROLINA

+INFO

Follow Me on Pinterest Seguir a La_Carolina en Twitter LINKEDIN LOGO
      LOGO STORIFY      

 

HOSPITAL VETERINARIO SAN FRANCISCO

ORELLANA PERDIZ

 

 

ASESORÍA BERNABÉU TORRECILLAS

 

LIBRERÍA AULA

LOS ALPES 1924

FEDERÓPTICOS OPTIDOS

MESÓN CASA PALOMARES

MIMO

VOLUNTARIADO CRUZ ROJA