Las Tablas de Daimiel, por Fernando R. Quesada Rettschlag

23.05.2013 04:03

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: LAS TABLAS DE DAIMIEL

Fernando R. Quesada Rettschlag. Mayo 2013.

El pasado domingo 14 de abril, decidí cambiar la garrota y las botas por el vehículo que me transportó, junto con algunos amigos, hasta las Tablas de Daimiel. Pequé, lo sé, contra el mandamiento básico del andante pedestrismo, tan sabiamente enunciado por el escritor William Faulkner: “Un paisaje se conquista con las suelas de los zapatos, no con los neumáticos del automóvil”. Y como se verá, en el pecado llevé la penitencia.

Aquello, realmente tiene poco que andar. Como La Aliseda y otros espacios naturales adaptados al hombre de ciudad, está a caballo entre el medio natural y el área de recreo, en una categoría que yo llamo “campo con aceras”. A cambio, en sus 1.928 hectáreas de humedales, ofrece al visitante unos paisajes únicos y la posibilidad de observar una variopinta avifauna que ya sólo puede verse en setenta y cuatro lugares de toda España. Son los setenta y cuatro “Humedales de Importancia Internacional” (303.090 hectáreas en total) con los que cuenta España según la “Lista Ramsar” que se elaboró en la Convención celebrada en esa ciudad iraní el dos de febrero de 1971 y que se actualiza periódicamente desde entonces.

Las Tablas, por su extensión, ocupan el decimonoveno lugar entre los humedales españoles, pero uno de los primeros por su importancia faunística. Sin embargo, junto con Doñana, son los dos únicos que aparecen en la mencionada lista con el superíndice MR (Registro de Montreux), lo que significa que sus circunstancias ecológicas están cambiando como consecuencia de la actividad del hombre. Dicho de otro modo, si no las conoces y cuando termines de leer este artículo aún te quedan ganas, apresúrate a visitarlas antes de que te las encuentres convertidas en campos de golf o en urbanizaciones de adosados y las únicas aves que se vean por allí sean los gallos de las veletas.

No hace muchos años estuvieron al borde de la desaparición como consecuencia de la escasez de lluvias y de la sobreexplotación de las aguas subterráneas. Más por lo segundo que por lo primero, puesto que periodos de pertinaz sequía ha habido en la Península al menos desde que tenemos registros históricos y las Tablas seguían ahí tan ricamente. En el 2005, tras algunos años de pluviosidad por debajo de la media pero en los que no cesó de aumentar la extracción de agua de los miles de pozos legales e ilegales que se han practicado en la zona durante los últimos cincuenta años, las Tablas se secaron. Los responsables del área, una de las catorce joyas naturales españolas que ostenta la categoría de Parque Nacional, montaron un sistema de tuberías y bombeos con los que mantenían encharcadas cinco de las mil seiscientas hectáreas inundables que tiene el paraje. Así los visitantes podían ver un resto mínimo de lo que había sido la laguna. En el año 2007, expertos del Instituto Geológico y Minero de España, alertaron de que esta prolongada sequía podía provocar la combustión de la turba. En agosto del 2009 ocurrió. Se declaró un insólito incendio subterráneo en la turba del subsuelo de la laguna que ya no era tal, sino una extensión seca, polvorienta y humeante, surcada por grietas cada vez mayores. Durante los últimos trescientos mil años, los restos vegetales acumulados en el fondo, en ausencia de oxígeno se fueron transformando en un tipo de carbón llamado turba. Ahora, a causa de la prolongada sequía, la turba se contrajo y se agrietó como consecuencia de la pérdida de agua. El aire penetró por las grietas y el proceso de oxidación del carbón generó calor suficiente para provocar su autocombustión, que no es otra cosa que una oxidación más intensa. Con el paso de las semanas y la ausencia de lluvias, la situación se fue haciendo más y más dramática. Los técnicos del Parque pusieron en práctica cuantas actuaciones estaban en su mano, obteniendo buenos resultados parciales, pero sin conseguir apagar el incendio al cien por cien. La turba arde como el picón de los antiguos braseros de nuestra infancia, requemándose muy poco a poco, sin prisa pero sin pausa. La única solución definitiva era un trasvase masivo desde el Tajo que volviera a inundar la laguna, pero debido a la prolongada sequía, el agua era más necesaria en el sureste peninsular. Los expertos temieron que las profundas alteraciones causadas en la estructura hidrogeológica del subsuelo fueran irreversibles. Y probablemente así habría sido si las lluvias del año 2010, inusualmente abundantes,  no hubieran venido a solucionar el problema restableciendo el acuífero en sus tres cuartas partes y devolviendo su estado original a la mayor parte del terreno inundable.

La agonía de las Tablas se fraguó en 1956 cuando una Ley convirtió en regadíos los terrenos pantanosos situados en las márgenes del Záncara y del Cigüela. En los años setenta comenzaron a apreciarse los efectos de la red de canales y pozos realizados al efecto. En 1986 se secaron los ojos del Guadiana. Desde los ochenta las Tablas han venido sufriendo periodos de sequía de los que siempre se habían recuperado, hasta este último que las colocó al borde de la desaparición. Entre tanto, en los terrenos aledaños al Parque, podían verse extensiones que otrora fueran de secano, cubiertas de viñedos y hortalizas de regadío, y cientos de aspersores esparciendo el líquido elemento que era una alegría. Las Tablas se mantienen gracias a los trasvases del Tajo, pero este agua también es reclamada desde el Levante, especialmente en periodos secos como el que medió entre 2005 y 2010. Las crónicas periodísticas del año 2009 eran poco optimistas, dando por seguro que los votos de los agricultores pesarían más en la conciencia de los políticos que la protección de las aves acuáticas. Sin embargo, la evidente inminencia de destrucción de un espacio natural tan relevante en Europa y las presiones de los organismos internacionales que amenazaban con quitarle la categoría de Reserva de la Biosfera, decidieron a nuestros administradores a adoptar medidas tales como extremar el control de las extracciones de agua subterránea y la compra de fincas colindantes con el parque y, lo que es más importante, de sus correspondientes derechos de extracción. A fecha de hoy, la recuperación de la laguna ha sido espectacular. Claro que estamos disfrutando de una secuencia de años de lluvias anormalmente abundantes. Cuando llegue el próximo episodio de pertinaz sequía y cada cual arrime el ascua a su sardina, ya veremos.

El caso es que, sin necesidad de tener en cuenta tanto considerando como antecede, mis amigos y yo pensamos que con lo que ha llovido desde que comenzó el otoño, las Tablas debían de estar dignas de verse, y acertamos.

También pensamos, haciendo gala en este caso de una inocencia franciscana, que no podría haber demasiada gente a la que le interesaran los ánsares. Si hasta el nombre de la afición de los tales individuos: ornitólogos observadores de anátidas, eriza los pelos del lomo a los agresivos y hace recular a los prudentes. Pues nos equivocamos de medio a medio. Ya cuando nos acercábamos a la explanada que sirve de aparcamiento, la enorme cantidad de coches que se divisaba desde lejos, me indujo a considerar que tal vez no éramos los humanos los que íbamos a contemplar a los patos, sino éstos los que venían a observar tanto vehículo junto; panorama que a su mentalidad palmípeda, le debía de resultar de lo más exótico.

Posteriormente, la dificultad para encontrar un hueco donde dejar el auto, vino a confirmar nuestros peores barruntos. ¡Y estamos hablando de un llano en una zona especialmente llana de la manchega llanura! Precisamente una “tabla fluvial” se forma al desbordarse el río en su tramo medio debido a la ausencia de pendientes.

La rúbrica se produjo cuando, abriéndome paso a duras penas entre el gentío acumulado en la puerta, conseguí asomar el bigote al interior de la oficina de información con la absurda pretensión de conseguir unos folletos informativos. A juzgar por la longitud de la cola, más parecía que en el mostrador repartieran billetes de quinientos euros; esos de cuya existencia hay noticia teórica pero no constancia documental. Al menos yo no la tengo. Reculando salí de allí a toda prisa, recriminándome el haberme dejado atraer no por cantos de sirenas que hubiera resultado más garboso, sino por graznidos de patos, y haber traicionado alevosamente la fidelidad debida a la paz y la serenidad de mi amado Parque Natural de Despeñaperros.

Así pues, sin folletos informativos ni anestesia ni nada, nos dispusimos a iniciar el recorrido entre aquella marabunta de humanos congéneres.

A la entrada de cada una de las diferentes rutas que están señalizadas por medio de colores, hay carteles que prohíben llevar animales de compañía. Así mismo, a lo largo de los recorridos hay distribuidos avisos que recuerdan machaconamente la conveniencia de no hacer ruido por razones obvias. ¡JA!

Por supuesto que numerosos ciudadanos libres de este libérrimo país, en el pleno ejercicio de sus libertades cívicas y haciendo caso omiso a esa prohibición fascistoide y antidemocrática, llevaban sus perros para que conocieran a los patitos. ¡Pues no faltaría más!

En cuanto a lo de no hacer ruido… desde que la ramplonería, la insolencia y los malos modos tomaron carta de naturaleza social entre los españoles, la gente no se calla ni en los museos, ni en las conferencias, ni en los conciertos, ni en misa durante la consagración. A día de hoy, si alguien se dirige a ti o te responde con amabilidad, cortesía y buenas maneras, hay muchísimas probabilidades de que sea hispanoamericano. Ellos aún conservan ese concepto de buena educación que a los de mi generación nos inculcaron de niños y que ya se ha perdido como se perdió Cuba.

Así pues, con nubes de visitantes yendo y viniendo por esas palafíticas pasarelas de madera de apenas un metro de ancho y hablando como hablamos los españoles, con reciedumbre; con niños persiguiéndose a grito pelado y a la carrera, porque aunque parezca cosa de brujería, conseguían correr en tan exiguo espacio por entre el bosque de piernas de sus mayores; con madres gritándoles a sus niños consignas de prudencia en un ejercicio de manifiesta inutilidad; con perros que, dicho sea de paso, eran los que exhibían un comportamiento más comedido… las pobres anátidas no osaban salir de sus escondrijos en lo más profundo de los carrizales desde los que emitían destemplados graznidos de terror que podíamos oír muy bien y que nos hacían la ilusión de estar siguiendo la jornada de observación ornitológica por retransmisión radiofónica. ¡Habiendo documentales de la Dos!

Las únicas que parecían inmunes a toda esa barahúnda eran las fochas (“Fulica atra”), que se dejaban ver y fotografiar dedicándose tranquilamente a lo suyo, completamente ajenas a la algarabía de las pasarelas.

Como el cabreo no obsta la reflexión, no podía evitar preguntarme que si las personas que se saltan las normas y hacen lo que les da la gana, ni ven patos ni dejan que los vean los que van a ver patos, entonces ¿qué hacen allí? ¿Por qué van a un sitio al que se va a ver patos y los espantan con su comportamiento? Y ya que van ¿por qué se comportan así?

Obviamente, como ya sospechábamos desde que llegamos al aparcamiento del Parque, a la mayoría de los visitantes concentrados allí ese domingo, les importaba un comino la observación y estudio de los patos, actividad esta que, por uno de esos arcanos de la ciencia etimológica, no se llama patología, no señor.

La respuesta no puede ser más sencilla ni más desalentadora: van porque es gratis. Van porque con la crisis, el paro, las bajadas de sueldos, las subidas de impuestos… los españolitos que no somos ni políticos ni sindicalistas y que aún conservamos un puesto de trabajo, ya no nos podemos permitir entretener nuestro ocio en tiendas, hipermercados, bares, restaurantes, ni demás pasatiempos onerosos. Van porque es contrario a nuestra cultura mediterránea quedarnos en casa. Hay que salir y socializar, y si no hay dinero, se buscan actividades gratuitas como ir a las Tablas a no ver patos. Y de paso, ya que están allí, se comportan como si estuvieran en su bar de la esquina, molestando e incomodando todo lo que pueden a todos cuantos pueden, cosa que en esta España chambona y chocarrera, se confunde con el modo correcto en que los ciudadanos deben ejercitar sus libertades democráticas.


POST SCRÍPTUM: Esta tarde del domingo 19 de mayo, mientras leo este artículo por última vez y hago las últimas correcciones antes de mandarlo a la revista, no puedo evitar rememorar el paseo que he dado esta mañana por el Parque Natural de Despeñaperros. Había en el carril de la solana más gente que en la calle Jardines a la salida de misa de doce.

Ya hace cosa de un par de años que vengo notando un continuo incremento en el número de usuarios de los carriles del Parque. Principalmente ciclistas de montaña, pero también caminantes. Lo atribuyo a las mismas causas antedichas: el actual auge de las aficiones gratuitas. Sin embargo lo de esta mañana era inusitado, y es que según me han explicado los muchachos de Protección Civil que también estaban por allí, se celebraba una prueba de ciclismo de montaña con afluencia masiva de participantes y yo he tenido la mala fortuna de usar parte de su itinerario para dar mi paseo.

Adiós paz, adiós tranquilidad, adiós sosiego… ganas me dan de pedir traslado a la Patagonia en busca de espacio, luz y silencio, que son las tres cualidades que, según el cantante Amancio Prada, hacen a un lugar agradable de habitar. Coincido con él.

 

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