Reflexiones de un paseante: Lo que vale un español

09.03.2012 17:57

Fernando R. Quesada Rettschlag. Marzo de 2012.
Hoy, durante el campestre paseo dominical, no he podido sustraer la imaginación a la noticia con la que los medios de comunicación de toda índole, nos están bombardeando desde hace días: la denigrante explicación que la prensa francesa da a los triunfos de nuestros deportistas y las ridículas parodias de sus guiñoles.
Los franceses sostienen la creencia de que son superiores a nosotros y en consecuencia, o nos desprecian o, en el mejor de los casos, nos tratan con condescendencia. ¿En qué se basa esta creencia? Pues ni más ni menos que en la fe; en uno de los artículos de fe que sustentan la religión que en Francia cuenta con más adeptos, el Chovinismo. Y ya se sabe que la fe, cuando es verdadera, no requiere de argumentos ni demostraciones, faltaría más.
Pero hete aquí que van nuestros deportistas y, con una osadía rayana en la insolencia, demuestran por la vía de los hechos, una y otra vez, y otra, y otra más, y… que son, no mejores, sino infinitamente mejores que los suyos en todos los terrenos. ¡Oh la lá! Comment est-ce possible? Puesto que ya ha quedado establecido de modo irrefutable que un francés es superior a un español, no cabe más explicación lógica que la magia. Sin duda, los deportistas españoles toman alguna suerte de pócima diabólica que los dota de un vigor sobrehumano.
Esto, así dicho, suena demasiado chusco hasta para un fervoroso seguidor de la doctrina de “Monsieur Chauvin”,  así es que acuden a la actual lengua franca, para darle un cierto barniz de cientifismo y seriedad: a la magia la llaman “doping” y a la pócima “dopaje”. Eh Voilà!
Así “razonan” nuestros “cultos” vecinos del norte. Y esto ocurre porque los franceses no saben lo que vale un español. Por cierto, nosotros los españoles, tampoco. Solo así se entiende que le demos tanta importancia a las opiniones de unos fulanos que, al fin y al cabo, no son más que franceses. Ya va siendo hora de que alguien se lo explique a los unos y a los otros.
Que un español vale por dos o tres docenas de británicos, de franceses, de flamencos, o de todos mezclados, es cosa que no admite discusión. No se trata de una afirmación patriotera o megalómana provocada por el desmesurado y ridículo ataque francés hacia nuestros deportistas y sus hazañas; muy al contrario, es un hecho perfectamente constatable a poco que se conozca la Historia de España. Esa misma Historia que, con obstinada terquedad, los españoles nos empeñamos en desconocer, al tiempo que cultivamos con esmero un infundado e insensato complejo de inferioridad con respecto a nuestros vecinos europeos.
Resulta asombroso que una trayectoria forjada por tantos episodios épicos, heroicos y grandiosos, no despierte un interés apasionado en los descendientes de sus protagonistas. Después de todo, somos lo que somos gracias a ellos. Sin embargo, así son las cosas. Desconocemos nuestra propia Historia y lo poco que sabemos de ella, nos llega a través de la visión deformada y torticera del cine y la literatura de los sucios autores y propagandistas de la leyenda negra. Así, se da la curiosa paradoja de que los hijos de una de las naciones más importantes en la construcción y defensa de la civilización occidental, si no la que más, nos sentimos avergonzados de nuestra Historia que, por otro lado, desconocemos. Curioso ¿no? Y para terminar de sumirnos en el más absoluto caos intelectual, las comunidades autónomas autodenominadas “históricas”, en un emético alarde de demagogia, hipocresía y tergiversación, se han empeñado en inventarse sus propias historias locales, en las que, cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia. Y las otras comunidades, las que no están en la Historia (deben de estar en el limbo), las imitan. Nunca falta un roto para un descosido.
Pero no es este el camino que hoy le toca recorrer a las reflexiones del paseante, sino el de demostrar su aseveración inicial. Los ejemplos son innumerables. Veamos algunos.
Para abrir boca, un dato comparativo: el imperio romano tardó solo ocho años en someter a toda la Galia. ¡A toda! No quedó rincón galo en el que los antepasados de los actuales franceses opusieran resistencia al conquistador. El sometimiento fue absoluto. Lo de Astérix y su poblado de irreductibles galos, no es más que ficción. Pura fantasía. Un desesperado recurso de los franceses actuales para redimir su frustración cuando comparan lo que ocurrió en la Galia con lo que ocurrió en Hispania. Por cierto, que en estas historietas de ficción, también juega un papel fundamental la poción mágica que fabrica el druida de la tribu. La obsesiva fijación de estos tipos con las pócimas, pociones y brebajes cada vez que ponen a funcionar su imaginación, es como para hacérselo mirar. ¿No podrían fantasear con el sexo como todo el mundo?
Ese mismo imperio romano, tardó la friolera de cien años en dominar casi toda Hispania. ¡Casi! Aquí sí que quedó una zona, la cornisa cantábrica, poblada por hispanos irreductibles de verdad, no de ficción, a los que el imperio romano jamás pudo conquistar. Y nada de usar pociones, les bastó con sus cojones, y perdón por la expresión, pero no he podido resistirme a la rima. Sin embargo, los ingratos españoles actuales, conocemos las historietas de Astérix y Obélix pero ignoramos la Historia de cántabros, astures y vascongados.
Siglos después, en 1212, la mayoría de los franceses que vinieron a la cruzada contra los sarracenos que culminó en la batalla de las Navas de Tolosa, a mitad de camino se arrepintieron y se volvieron a su casa, dejando plantados a sus teóricos aliados y correligionarios. Pero no contentos con esta conducta traicionera y mendaz, pensaron que, ya que Toledo les cogía de camino y que, por razones obvias, estaba desguarnecida, podían aprovechar para asaltarla y saquearla. Sin embargo, la firme oposición de la población civil que, maliciando el peligro, cumplía escrupulosamente las normas dictadas para defender la ciudad cuando los municipios asistían a la guerra, frustró el ruin propósito de los gabachos, que volvieron a su tierra con su felonía en la buchaca y un palmo de narices en la faltriquera.
Otro ejemplo con franceses: en 1524, en Pavía, un ejército español formado por seis mil infantes y trescientos jinetes resistió durante meses a un ejército francés formado por treinta y dos mil hombres y cincuenta y tres cañones, mandado por su propio rey Francisco I,  hasta que llegaron los refuerzos.

El veinticuatro de febrero de 1525, unos tercios aguerridos y disciplinados, formando cuadros erizados de picas y arcabuces y aguantando la posición hasta el final, obraron el milagro de hacer morder el polvo a la caballería francesa, considerada desde antiguo la mejor de Europa. Y para consolidar esta auténtica revolución renacentista en el arte de la guerra, en la que el proletariado militar, la humilde infantería, sobrepujaba en importancia y eficacia a la mismísima aristocracia con sus impresionantes caballos y refulgentes armaduras, el propio rey francés fue hecho prisionero por un soldado español de infantería, el guipuzcoano Juan de Urbieta.


Otro tanto ha ocurrido con los ingleses, que se han pasado buena parte de su Historia intentando robarnos lo que era nuestro. Siempre se han enfrentado a nosotros a traición y en abrumadora mayoría numérica, y casi siempre los hemos vencido.
En Flandes, un territorio densamente poblado de unos 10.000 km2, los flamencos y sus aliados ingleses intentaron durante décadas derrotarnos. Jamás hubo allí más de 20.000 españoles y nunca más de 8.000 juntos. Sin embargo, con estas exiguas fuerzas, mal pagadas y peor abastecidas, rodeados de enemigos por todas partes y a miles de kilómetros de casa, fuimos los amos de Europa durante más de siglo y medio. ¡Que se dice pronto! Por eso, viendo la final del último campeonato mundial de fútbol, esa que quedará en los anales como un paradigma de antideportividad y juego sucio por parte del equipo holandés, me sentí transportado al siglo XVII: los holandeses con apoyo del inglés, intentando todo tipo de trapacerías y malas artes para derrotar a los españoles, sin conseguirlo.
En 1654, Oliver Cromwell organizó contra el imperio español una expedición militar de gran envergadura, la “Western Design”, formada por una flota de 38 barcos con seis mil marineros, comandada por el almirante William Penn, que transportaba a un ejército de tierra compuesto por nueve mil soldados bajo el mando del  general Robert Venables. Su objetivo era conquistar la isla de La Española que en aquellos momentos se encontraba casi desguarnecida. Allí pensaba establecer su base de operaciones desde la que atacar las plazas españolas en la zona y acechar a la flota de Indias. En definitiva, piratería pura y dura al más puro estilo inglés. Aquello parecía cosa hecha. En palabras de Thomas Gage, un apóstata ex-dominico que Cromwell contrató como principal asesor de la operación por su conocimiento del Caribe “los españoles no pueden oponer mucho, siendo una gente perezosa y pecadora que, como bestias, alimentan su lujuria con los dones que regala la tierra, y no están entrenados para las guerras”. En abril de 1655, sin declaración de guerra previa, es decir, a traición, los nueve mil soldados desembarcaron en las costas de La Española, sabedores de que el gobernador español, D. Bernardino de Meneses Bracamonte, conde de Peñalva, sólo contaba con dos centenares de hombres para defender la isla. Con esta tropa tan escasa, aunque veterana y aguerrida, apoyada por un puñado de civiles y utilizando la guerra de guerrillas con una eficacia sin igual, se dedicó a diezmar de manera inmisericorde a los desorientados invasores ingleses. Cuando Venables comprendió por fin que un par de cientos de españoles se bastaban y sobraban para aniquilar toda su impresionante fuerza expedicionaria, ya había perdido más de mil quinientos hombres y los demás se encontraban en un estado tan lamentable, que no le quedó otra opción que reembarcarlos y largarse de allí con el rabo entre las patas.
Pero quizás, la más espectacular victoria española sobre los británicos, por la abrumadora desproporción en hombres y armamento, sea  la ocurrida en el sitio de Cartagena de Indias en 1741, durante la Guerra del Asiento. Los ingleses la llaman la Guerra de la Oreja de Jenkins. Los españoles no la llamamos de ninguna manera, porque la mayoría ignora que aquel derroche de heroísmo y sabiduría militar, tuviera lugar. España, tras la Guerra de Sucesión, había perdido todo su poder en Europa, e Inglaterra que seguía erre que erre, queriendo robarnos lo que era nuestro, vio llegado el momento de arrebatarnos nuestro Imperio Americano.

A tal fin, armó la mayor flota que ha conocido la historia, solo superada siglos después, por la armada aliada que protagonizó el desembarco en las playas de Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. Nada menos que ciento noventa y cinco naves con tres mil cañones y treinta y dos mil hombres a bordo. Debían tomar Cartagena de Indias, y después el resto del imperio caería como un castillo de naipes. Tan seguros estaban de la victoria, que mandaron acuñar monedas conmemorativas con la leyenda “El orgullo de España humillado por el almirante Vernon”. Y no era para menos. Enfrente solo tenían a tres mil soldados, seiscientos arqueros indios y seis navíos. Pan comido, pensaron. Y así hubiera sido si los defensores no hubieran sido españoles y si la defensa no hubiera estado dirigida por el teniente general de la Armada Don Blas de Lezo y Olavarrieta, uno de nuestros héroes militares más geniales. Sus hombres lo apodaban “medio hombre” porque sabían que lo enfurecía y porque en combates sucesivos, había ido perdiendo un brazo, un ojo y una pierna. No hay que entrar en pormenores porque el resultado de la batalla habla por sí mismo con suficiente elocuencia. Los españoles tuvimos 800 muertos, 1.200 heridos y perdimos seis navíos de línea. Los británicos tuvieron 11.000 muertos, 7.500 heridos y perdieron 50 barcos y 1.500 cañones. ¡Apabullante! Aunque quizás lo más apabullante sea que cualquier español conozca Trafalgar y el apellido Nelson, mientras que muy, muy poquitos conocen la Guerra del Asiento y el nombre de Blas de Lezo, como también ignoran que, gracias a esta victoria inverosímil España conservó su imperio, y en 1776, el teniente coronel Bernardo de Gálvez, pudo utilizar magistralmente las instalaciones militares españolas en el Golfo de Méjico y en el Caribe, para apoyar a las colonias norteamericanas sublevadas contra el Imperio Británico. Este apoyo resultó decisivo en el resultado de la Guerra de Independencia Estadounidense. Otro palo a los británicos.
La de Cartagena de Indias, fue la mayor derrota sufrida por la Armada británica en toda su Historia, y causó tal vergüenza que el rey Jorge II, el de las moneditas, prohibió a los historiadores británicos escribir sobre ella. En el año 2005 los ingleses celebraron el 200 aniversario de la batalla de Trafalgar, e invitaron a navíos de todo el mundo. España les mandó la fragata “Blas de Lezo”.
Podría seguir añadiendo ejemplos, pero creo que no es necesario. Ya ha quedado sobradamente demostrada la tesis inicial: cada español vale por varias docenas de extranjeros; al menos en la guerra.
Inevitablemente surge la pregunta ¿cómo es que con ciudadanos de tal valía, la nación española no sigue en la élite mundial?
En mi humilde opinión las causas son varias. En primer lugar, nos hemos convertido en una nación de papanatas incultos con complejo de inferioridad. ¡Desconocemos nuestra propia Historia! ¿Qué puede haber peor?
En segundo lugar desperdiciamos lo mejor de nuestro ingenio y de nuestras energías peleando entre nosotros. Izquierdas contra derechas, laicos contra católicos, “progres” contra “fachas”… y las autonomías, cada una a lo suyo y todas contra todas. Ofrecemos al mundo un espectáculo de penosa debilidad, y para triunfar en el exterior, es “conditio sine qua non”, presentarnos como un bloque unido y sólido. Las disputas internas deben quedar de puertas para adentro. Ya me lo decía mi madre cuando era chico: “Las cosas de la casa no se cuentan”.
En tercer lugar, en esta España de nuestras entretelas, muy rara vez los dirigentes han estado a la altura de los dirigidos. Con raras aunque honrosas excepciones, ni la aristocracia de antaño ni la clase política de hogaño, han sabido tejer los cestos que se merecían los mimbres de que han dispuesto. Las escasas ocasiones a lo largo de nuestra ya luenga historia, en que han coincidido ambas circunstancias, la nación española ha hecho cosas tan asombrosas que han dejado al mundo boquiabierto. Luego han venido las envidias, las difamaciones, las maledicencias… Todo eso va de oficio en el juego de la política internacional y nosotros no hemos sabido defendernos de este ataque cuyo campo de batalla es la propaganda; o no hemos podido por falta de tiempo, pues siempre estamos demasiado ocupados en dirimir nuestras interminables rencillas internas.
Pero, volviendo al deporte que es el asunto con el que iniciaba este artículo,  es claro que nuestra representación en los organismos internacionales que ordenan y mandan en materia deportiva, no es la que corresponde a la importancia y el peso específico de nuestros deportistas. Así, nosotros ganamos en los terrenos de juego pero ellos nos ganan en los despachos y se permiten atropellos tan infames como el cometido recientemente con Alberto Contador. ¿Dónde están nuestros dirigentes? ¿Por qué no ocupan los puestos que les permitirían impedir estos desmanes? ¿Por qué nuestros señores del puro enorme y la panza oronda, no sientan plaza en esos clubes internacionales de comedores, bebedores y vividores a costa del dinero ajeno?
Nueve siglos después sigue teniendo plena vigencia la frase del Cantar del Mio Cid: ¡Dios, qué buenos vasallos si tuviesen buenos señores!

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