Reflexiones de un paseante: Jamaica, un ejemplo de las virtudes y defectos de los españoles. Segunda parte

12.04.2013 20:26

Reflexiones de un paseante: Jamaica, un ejemplo de las virtudes y defectos de los españoles. Segunda parte

            

Fernando R. Quesada Rettschlag

Abril 2013.

En la primera parte de este artículo, hicimos un rápido recorrido por la curiosa y paradigmática historia de Jamaica. En esta segunda parte vamos a analizar por qué ejemplifica lo mejor y lo peor de los españoles, como propone el título, y de los ingleses, como anunciamos en la anterior entrega.

Las fotografías que acompaño, son de ejemplares de la fauna caribeña; concretamente de Puerto Rico.

Epílogo y conclusión

Desde que Inglaterra puso pie en Jamaica convirtió la isla en un emporio de riqueza, mientras que el resto del Caribe subsistía más mal que bien, estancado en una economía mediocre y sin perspectivas de mejora.

La causa hay que buscarla en el hecho de que los españoles, continuamente veían malogradas todas sus actividades e iniciativas comerciales por las trabas, impedimentos y retrasos que imponía la retorcida y corrupta burocracia de la Casa de Contratación de Sevilla. Por el contrario, los ingleses llegaron al Nuevo Mundo con el empuje comercial y el espíritu ambicioso de una empresa privada sobre la que no pesaba nada equiparable a la inmensa losa de la sevillana Casa de Contratación. El dinero pasaba de mano en mano con enorme rapidez, creando riqueza y alimentando un próspero comercio internacional. Gentes de todos los rincones del mundo acudían a Jamaica con la intención de enriquecerse rápidamente por medio de la piratería, el juego o la prostitución, pretensión que, progresivamente, fue dando paso a la de conseguir la prosperidad a más largo plazo por medio del comercio, el espíritu emprendedor y la habilidad personal para aprovechar las oportunidades de negocio.

Para comprender por qué los unos supieron ver recursos y crear riqueza donde los otros no, hemos de considerar entre otros aspectos, los principios morales y las normas éticas que regían la conducta de los unos y de los otros, así como sus consecuencias sociales y económicas.

Los ingleses, como quedó claro en la primera parte de este relato, se comportaron sin ningún tipo de escrúpulo ni miramiento y sin más principio ético que el de explotar a cuanta persona animal o cosa se pusiera a su alcance, hasta estrujarle el último céntimo de ganancia sin importar por qué medios. Para un inglés de la época (hablamos de un siglo y medio después de que los españoles iniciaran la colonización americana), caballero o plebeyo, el honor residía en la faltriquera y la dignidad se medía por el grueso de la cadena de oro pendiente de su pescuezo.

No obstante y aunque en principio pueda resultar chocante, esta actitud vital les resultó práctica y a la larga los condujo a instituir la democracia moderna. En efecto, para un ejercicio productivo del libre comercio, es condición “sine qua non” que las libertades individuales queden salvaguardadas de las injerencias abusivas y arbitrarias de la autoridad. Guiados por este principio básico, a lo largo de un siglo XVII plagado de revueltas, enfrentamientos armados inseguridad y muerte, se instaló firmemente en el ánimo colectivo de la población inglesa la idea de que las oportunidades de negocio y la consiguiente prosperidad económica, van ligadas a la paz y la estabilidad social. En consecuencia, resulta mucho más práctico que los poderosos diriman el reparto de poder en un Parlamento en el que las distintas facciones se increpen a cara de perro pero limitándose a hablar y votar, que por medio de enfrentamientos armados y guerras intestinas. Llegar a este punto no fue un camino de rosas precisamente. Pasó por episodios tan traumáticos como el procesamiento, la condena a muerte y la decapitación pública del rey Carlos I, que tuvo lugar el treinta de enero de 1649. Inglaterra se convirtió así en una república y por primera vez en la historia, un programa revolucionario había conducido a la ejecución de un rey. Sin embargo, de esta vorágine de acontecimientos surgió la democracia parlamentaria. Es opinión extendida, que la moderna democracia nació cuando el Parlamento inglés, superando las vicisitudes, disoluciones, periodos absolutistas y guerras civiles del siglo XVII, logró imponer el principio “No taxation without representation” (Ningún impuesto sin la aprobación parlamentaria). Desde ese momento, la máxima herramienta de que dispone el poder para ordenar la vida y la hacienda de los ciudadanos, la capacidad de establecer y cobrar impuestos, pasó de manos de la Corona al Parlamento elegido democráticamente que, de esta forma, se hacía cargo efectivo del gobierno de la nación. Años más tarde y en virtud del mismo principio, proteger el libre comercio y asumir la gestión de los impuestos, las colonias inglesas de Norteamérica se alzaron contra la metrópoli y promulgaron la Declaración de Independencia el cuatro de julio de 1776, trece años antes del inicio de la revolución francesa.

Los españoles por su parte, desde que a finales del siglo XV comenzaron la conquista de América y su posterior colonización, consideraron a los indios oficialmente como iguales, aunque en la práctica se transgrediera este principio con harta frecuencia. La Reina Isabel la Católica les otorgó desde el primer momento la categoría de súbditos de la Corona, con los mismos derechos y deberes que sus súbditos castellanos, y ordenó que como tales fueran tratados, previo paso por la pila bautismal, naturalmente. Este afán por cristianizar a los nativos e integrarlos en nuestra cultura, distinguió la colonización española de las demás invasiones europeas del Nuevo Mundo.

Buena prueba de esta actitud es que, ya desde 1514, los conquistadores y colonos pudieron casarse con las indias por la iglesia, formando familias católicas con la misma consideración legal que las de cualquier rincón de la patria española. Toda la América hispana está llena de los descendientes de esos matrimonios mixtos, cosa que no ocurre unos kilómetros más al norte.

Fruto de este empeño Real, fueron disposiciones tan curiosas como la siguiente: todo Capitán o Adelantado debía ir acompañado de un notario en sus expediciones; en caso de encuentro con indios, fuera o no inminente el enfrentamiento armado, el notario debía adelantarse y leerles por tres veces un documento redactado en latín, en el que se les invitaba a someterse a la Corona Española; sólo si los indios declinaban la invitación, podían iniciarse las hostilidades. La experiencia demostró que mucho antes de que el notario hubiera terminado su triple lectura, tenía en su cuerpo más flechas que alfileres el acerico de su abuela. Por este motivo, se buscaron las más variadas excusas para dejar de cumplir esta disposición.

Aunque nunca los castellanos sometieron a esclavitud a españoles de otras regiones para disponer de mano de obra en el Nuevo Mundo, como sí hicieron los ingleses con irlandeses y escoceses, hubo, por supuesto, multitud de españoles que trataron a los indios de sus encomiendas como esclavos “de facto”, cometiendo todo tipo de abusos y tropelías. Precisamente por ello, el emperador Carlos I promulgó leyes para combatir este trato vejatorio. La labor desarrollada por la Corona Española desde el primer momento de la colonización para proteger a los indígenas, no tuvo parangón en las colonizaciones posteriores de otros países. A diferencia de lo que ocurriría después en los territorios ocupados por Inglaterra, Francia u Holanda, los españoles que actuaban mal con los indios se situaban fuera de la ley y, en no pocos casos, el peso de la justicia terminaba cayendo sobre ellos. Por este motivo, Ponce de León conquistador y primer gobernador de Puerto Rico, fue destituido de su cargo, Diego de Esquivel perdió el gobierno de Jamaica, y así un largo etc. Los historiadores distinguen dos colonizaciones que se produjeron simultánea y paralelamente; una la de los conquistadores que, en palabras de Pizarro, no iban por el alma de los indios sino a por su oro; otra la de los clérigos que, por imposición Real, los acompañaron en todas sus empresas. Ellos sí iban a por el alma de los indios y desarrollaron una tenaz y prolongada labor en su defensa. De hecho, fueron sus voces las que se alzaron clamando contra aquellos de sus compatriotas cuyos abusos y despropósitos quedaban sin castigo. Esas voces, demagógica y perversamente manipuladas por los despiadados traficantes y explotadores de carne humana, fueron el origen de la “leyenda negra” que nos colgaron tan infectos personajes y que aún hoy pesa sobre la actuación española en América, esgrimida no pocas veces, por mestizos descendientes de aquellos a los que acusan de exterminar a los indios. Con cuánta razón hablaba D. Antonio Machado de la inagotable tontería del hombre.

Lo cierto y verdad es que España nunca fundó una Compañía dedicada al tráfico de esclavos, cosa que sí hicieron Inglaterra, Portugal, Francia y Holanda entre otros. Lo que sí hizo España fue fundar la primera universidad de América en Santo Domingo, en 1538, sólo cuarenta y seis años después del descubrimiento; seguida en 1551 por la Universidad de México y la de San Marcos de Lima. Ninguna de las otras potencias coloniales fundó nunca una sola universidad en territorio americano, mientras que España creó un total de veinticinco.

Cosa bien distinta es lo que ocurrió con la organización económica y social. En el mundo hispano las estructuras del poder y sus reglas de juego, fueron quedando estancadas con el paso de los siglos y no llegaron a sufrir la necesaria y económicamente salutífera evolución que en Inglaterra y sus colonias. Paradójicamente, ubicar el honor y la dignidad en el alma y no en la bolsa, resultó ser un impedimento para esta evolución.

Estamos en pleno Renacimiento en el que España juega un papel capital. El rey Fernando inspira la figura de “El Príncipe” a Maquiavelo y el naciente mercantilismo dicta nuevas pautas económicas que se distancian de los cánones medievales. Esta es la causa del enfrentamiento entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos, que culminará con la caída en desgracia del primero. El Almirante deseaba dirigir la explotación de los nuevos territorios descubiertos, en régimen de monopolio, al estilo feudal. Dª Isabel y D. Fernando en cambio, prefirieron dar carta libre de exploración a quién la solicitase, a cambio de que entregase posteriormente una parte de lo conquistado. La Corona renunció a establecer un monopolio estatal y sólo se reservó un veinte por ciento de los metales extraídos de las minas, el llamado “quinto real”, además de los derechos de aduana cobrados tanto en la metrópoli como en los puertos coloniales.

Este Real enfoque, completamente innovador y hasta revolucionario para la época, impulsó la más formidable y asombrosa oleada de descubrimientos y conquistas que han conocido los tiempos. La curiosidad humanista que caracteriza el Renacimiento ibérico, al tiempo que impulsa las exploraciones geográficas, forjará las redes internacionales de comercio basadas sobre todo, en el tráfico de metales preciosos que mejorarán el nivel de vida de los europeos y cambiarán para siempre las relaciones internacionales, marcando un antes y un después en la historia de la humanidad.

No obstante, junto a estos geniales aciertos en la forma de afrontar una situación completamente nueva, hubo fallos de base en la construcción del sistema que lastraron su capacidad de evolución y sus posibilidades de adaptación a los cambios que se fueron produciendo en el decurso de las centurias. Sin embargo, no debemos olvidar que pocos imperios han durado tanto como el español y ninguno alcanzó su extensión. No debieron de hacer las cosas tan mal nuestros antepasados. Pero no divaguemos y sigamos con nuestro análisis.

Tras el enorme esfuerzo económico que supuso la conquista de Granada, las arcas reales habían quedado exhaustas. A ello se sumaría poco después el desastre económico y social que supuso la expulsión de judíos y moriscos. Tal vez por ello, la Corona vio en el descubrimiento del Nuevo Mundo, fundamentalmente una oportunidad de volver a llenar las reales arcas y pensó más en las riquezas que se pudieran importar lo antes posible, que en las armas y bastimentos que se debieran exportar. Así, la principal encomienda de los Adelantados era encontrar oro y especias, sin comprender que una colonización ordenada y sistemática, hubiera sido mucho más rentable a medio plazo, en términos de recaudación de impuestos.

En consonancia con esta visión del descubrimiento, la Corona centralizó todo el comercio con el Nuevo Mundo en la Casa de Contratación de Sevilla. El encargado de orquestar el asunto legal y administrativamente, fue el canónigo sevillano Rodríguez de Fonseca, que a lo largo del siglo XVI la dotó de un conjunto de leyes, reglamentos, normas y disposiciones, tan complejo e intrincado que llegaron a formar un espeso bosque por el que resultaba imposible transitar si no se contaba con el concurso de un guía conocedor y avezado y con una nutrida bolsa con la que pagar sus servicios.

La finalidad de esta monopolizadora institución era doble; por un lado que ni un solo maravedí pudiera colarse sin pagar el correspondiente impuesto, canon o alcabala. Se trataba de recaudar lo máximo invirtiendo lo mínimo. Por otro lado, evitar que al grito de “Dios está muy alto y el Rey muy lejos” los conquistadores y los colonos que los seguían, comenzaran a campar por sus respetos nada más pisar el Nuevo Mundo. A tal fin y con objeto de preservar los valores cristianos en las colonias, la Corona prohibió la migración de judíos, musulmanes, herejes y gitanos.

En un principio la idea pudo parecer acertada, ya que las relaciones con las lejanísimas tierras recién descubiertas, precisaban de un cauce legal y de una regulación eficaz que impidieran la dispersión de esfuerzos, la anarquía y la proliferación de bandidos y aventureros que actuaran en ellas a sus anchas. Sin embargo en la práctica, el efecto conseguido a largo plazo, fue perverso. El feroz control de la Casa de Contratación había sido concebido de tal forma que durante casi tres siglos constituyó un freno que impidió a las colonias desarrollarse tal como deberían haberlo hecho, alcanzando el esplendor que les hubiera correspondido por la variedad y abundancia de sus recursos.

En unos pocos años, el cuerpo administrativo de la Casa derivó en una ingente maraña de delegados, auditores, consejeros, inspectores y subalternos, elegidos a dedo entre amigos y parientes. Con tanto poder y prácticamente sin control externo alguno que sirviera de contrapeso, era inevitable que la corrupción, la prebenda, el soborno y, en definitiva, el enriquecimiento ilícito, se enseñorearan de la institución, como así ocurrió.

La Casa de Contratación y Sevilla entera, terminaron por convertirse en un pozo de inmundicia donde todo abuso legal, alegal e incluso ilegal, tenía su asiento y todo bellaco con padrinos encontraba acomodo. Amiguismo, nepotismo, favoritismo, prevaricación, sobornos y todo tipo de corruptelas eran moneda corriente. Los deshonestos funcionarios no tenían más empeño que el de enriquecerse a costa de los que cruzaban el océano jugándose vida y hacienda, y para ello utilizaban la enrevesada maraña de preceptos legales igual que los bandoleros de Sierra Morena utilizaban sus arcabuces y con el mismo objetivo: sacar tajada del oro de Indias.

El pobre iluso que, sin más recomendación que su ingenio ni más padrino que su arrojo, pretendía iniciar una empresa en el Nuevo Mundo, tenía que atravesar ese proceloso bosque de la Casa de Contratación, en el que agotaba recursos, tiempo y paciencia, obteniendo a cambio las más de las veces, únicamente vagas promesas y buenas palabras.

Cuando un colono de Cuba, Santo Domingo o Perú, pedía permiso para montar un ingenio azucarero, explotar una mina de plata, o iniciar cualquier otra empresa, se veía obligado a esperar entre cinco y quince años hasta obtener la correspondiente autorización y recibir las imprescindibles herramientas. Para ello debía distribuir previamente incontables sobornos y abonar por anticipado un utillaje que le cobraban a precios exorbitantes.

Se comprende fácilmente la razón por la que, a diferencia de lo que les ocurrió a los ingleses en sus colonias, la mayoría de los posibles empresarios españoles del Nuevo Continente jamás llegaron a ver sus sueños coronados por el éxito.

Resulta estremecedor y descorazonador a un tiempo, percatarse del paralelismo entre la evolución de esa Sevilla del siglo XVI y la de la Sevilla actual desde que se convirtió en capital de la autonomía andaluza. Si la primera terminó causando el letargo económico y el atraso social y tecnológico de la América hispana, la segunda nos ha conducido a ser una de las regiones con menor renta per cápita y con más alto porcentaje de parados de la Unión Europea. Y por idénticos motivos. Y en esas estamos. Y lo consentimos cuando no lo aplaudimos.

Al parecer, los andaluces en particular y los españoles en general, en la guerra somos los enemigos más temibles, en la paz somos hospitalarios y acogedores, en la conquista somos magnánimos y honorables, pero en el siglo XVI como en el XXI, ante los administradores corruptos preferimos adoptar actitud de súbditos resignados y autistas en vez de comportarnos como ciudadanos libres que conocen sus derechos y saben exigir honradez y justicia, y poner coto a las desmesuras del poder y a las iniquidades de los poderosos. No estaría mal que en este, pero solo en este aspecto, aprendiéramos de los anglosajones o, mejor aún, de la variopinta y multicultural sociedad estadounidense.

 

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