Reflexiones de un paseante: de Alarcos a Las Navas. Segunda parte. Por Fernando R. Quesada Rettschlag

02.08.2013 18:58

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: DE ALARCOS A LAS NAVAS. SEGUNDA PARTE

          

Fernando R. Quesada Rettschlag

Agosto 2013.

 

Recomendamos la lectura previa de la primera parte de este artículo. Clic aquí.

 

1-ALFONSO VIII PREPARA LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA

Como todos los castellanos de su generación, Alfonso VIII a lo largo de su existencia, no conoció otra cosa que la guerra con los almohades. Su abuelo, su padre y él mismo, pasaron la vida combatiendo contra esos bereberes fanáticos, competentes urbanistas y obsesivos constructores de castillos. Por eso y por su férrea voluntad y firme determinación, en cuanto consideró que Castilla volvía a ser lo suficientemente fuerte, sintió llegado el momento de volver a enfrentarse a los almohades en una batalla campal definitiva. No obstante, aleccionado por la traición de sus volubles aliados tras el desastre de Alarcos, su primera preocupación fue la de impedir que los demás reyes cristianos atacaran Castilla mientras él estaba en campaña por el Sur. Para ello, el antídoto más eficaz era una cruzada proclamada por el Papa, pues así la amenaza de excomunión mantendría a raya la codicia de sus vecinos. Otrosí, en esta ocasión no pensaba atacar solo como hiciera en Alarcos, y una cruzada le permitiría recibir la ayuda de los demás reinos cristianos peninsulares y la de los cruzados europeos, como así sucedió de hecho, pues junto con Alfonso VIII participarían cruzados ultramontanos, el rey de Aragón, su aliado Pedro II y el de Navarra, su archienemigo Sancho VII, que acudieron con algunos caballeros, no muchos, los justos para poder afirmar que habían participado en la empresa común cumpliendo así el compromiso impuesto por el Papa, mientras que el rey de Portugal, el pacífico y legislador Alfonso II, mandó tropas, y el de León, su eterno rival Alfonso IX, permitió muy a su pesar, que acudieran algunos caballeros leoneses voluntarios.

Por su parte, el papa Inocencio III prestó su más decidido apoyo al proyecto del rey castellano y tuvo muy buenos motivos para hacerlo. En primer lugar, la imagen de los almohades cabalgando por Roma con sus alfanjes desenvainados y sus negros ropajes ondeando al viento, protagonizaba sus peores pesadillas. Tenía bien presente que al-Nasir había augurado que sus corceles abrevarían en el Tíber, para así ganar el Paraíso que el Profeta prometió a aquellos de sus seguidores que tomen la Ciudad Santa.

En segundo lugar, en menos de una década (1187-1195) la Cristiandad había sufrido dos derrotas trascendentales frente al Islam.

En oriente la batalla de los “Cuernos de Hattin” en Palestina, constituyó la mayor derrota sufrida por los cristianos en las Cruzadas y provocó la caída del reino de Jerusalén y la pérdida de todos los territorios que tenían los cruzados en Tierra Santa.

En occidente, el “desastre de Alarcos” había estado a punto de hacer desaparecer el reino de Castilla y con él, el más sólido muro de contención contra la expansión almohade en Europa.

La Cristiandad necesitaba desesperadamente una gran victoria, el Papa Inocencio III era plenamente consciente de ello y ¿quién mejor que los españoles para sacarles a los europeos las castañas del fuego cuando su bonita civilización occidental estaba amenazada? (El prestigioso historiador Paul Fregosi, francés formado en Gran Bretaña y afincado en EEUU, afirma en su libro “Jihad in the West” publicado en 1998, que Las Navas de Tolosa es una de las batallas más decisivas de la historia).

 

2-ITINERARIO MUSULMÁN: DE MARRAKECH AL CAMPO DE BATALLA

Entre los musulmanes, el ejército estaba formado por tropas profesionales mercenarias. En Las Navas combatieron bereberes, árabes, andalusíes, arqueros agzaz y mercenarios cristianos. Los únicos que iban sin cobrar eran los voluntarios (mujaidines), los fanáticos que combatían encadenados (imesebelen) y los mártires suicidas que se colocaban en primera línea con la única misión de frenar con sus cuerpos la carga de la caballería cristiana y llegar cuanto antes al paraíso de Alá.

        

         Las tropas musulmanas partieron de Marrakech en febrero de 1211 y todo su recorrido estuvo acompañado por el agua y el barro, pues aquella primavera fue anormalmente lluviosa.

         Los gobernadores de los territorios que iban atravesando, debían tener aprestadas provisiones y dineros para atender a tan enorme ejército. Algunos hubo que se hicieron los olvidadizos en el asuntillo del dinero, pero el califa al-Nasir, que tenía bien ganada fama de tacaño, no se lo tomó nada bien y les curó el despiste, las jaquecas, el acné y la sinusitis, todo de un solo golpe… mandando cortarles la cabeza. “Sic transit gloria mundi”, que no sé cómo se dirá en árabe, pero seguro que tiene su frase equivalente.

         Al llegar a la orilla sur del estrecho de Yibraltarik, el ejército reunido era ya de tales dimensiones, que durante quince días estuvieron los barcos transportando hombres, animales y pertrechos hasta la orilla norte.

         Por fin, cuatro meses después de la partida, llegaron a Sevilla. Una vez instalados en las afueras de la ciudad, el Califa, para mantenerlos ocupados, desencadenó una campaña de ataques a enclaves cristianos transfronterizos, que continuaron hasta poco antes de la batalla.

 

3-ITINERARIO CRISTIANO: DE TOLEDO AL CAMPO DE BATALLA

         En junio de 1212, en las afueras de Toledo se reunió un ejército como no se había visto otro en la Castilla medieval.

En los reinos cristianos, toda la sociedad participaba en la guerra. Todos tenían la obligación de acudir cuando los convocaban sus gobernantes. Los Concejos formaban milicias concejiles por medio de un llamamiento o “apellitum”, término del que procede la palabra apellido.

Los guerreros profesionales eran los caballeros y las Órdenes Militares. En la batalla participaron Templarios, Hospitalarios, Santiaguistas y Calatravos. En cuanto a los caballeros, su estatus había adquirido carta de naturaleza institucional en tiempos de Alfonso VII “El Emperador” cuando en 1124 tuvo lugar la primera investidura de un caballero medieval en la monarquía castellana, pero fue durante el reinado de su nieto Alfonso VIII cuando se formalizó el protocolo y se terminaron de definir las virtudes “dignas de imitación” que debía encarnar la caballería: cordura, fortaleza, mesura y justicia.

         Estos son los principales hitos del itinerario seguido por las tropas cristianas.

MALAGÓN: en España durante la Reconquista, la costumbre de perdonar la vida a las guarniciones de las plazas asediadas cuando se rendían, se había convertido en una norma no escrita respetada por ambos bandos. En cambio los ultramontanos, procedentes de Francia en su gran mayoría, entendían la cruzada como un exterminio total de los infieles y practicaban la matanza despiadada e implacable de todos los habitantes de las plazas conquistadas. Así lo habían venido haciendo en Palestina y en la cruzada contra los albigenses en el sur de Francia. No comprendían que aquí se dejara a los infieles con vida, por eso no aceptaron la rendición de la guarnición de Malagón y la aniquilaron. Según el cronista castellano, fue “Una matanza gratuita de la que no se sacó ningún provecho”. Don Diego López de Haro que mandaba la vanguardia, no pudo impedirla, lo que provocó la cólera de Alfonso VIII cuando llegó con la retaguardia.

CALATRAVA LA VIEJA: Yusuf Ibn Quadis, el general más famoso y admirado por los andalusíes, rindió Calatrava a cambio de salvar la vida de sus hombres, acción que a él le costó la propia, pues no bien hubo llegado al campamento almohade, al-Nasir lo mandó ajusticiar sin siquiera recibirlo en audiencia.

Los ultrapuertos quisieron repetir la masacre de Malagón, pero el rey Alfonso no lo consintió. Enfadados y decepcionados, poco tiempo después se quejaron del excesivo calor y se volvieron a su tierra. Alfonso perdió entre 60.000 y 110.000 hombres. Las crónicas son confusas y exageran mucho. Hoy se cree que debieron ser unos 30.000. En todo caso, más de las tres cuartas partes de sus efectivos. Un gran desastre del que al-Nasir fue puntualmente informado por sus barruntes.

En el camino de regreso, los traidores transpirenaicos intentaron saquear Toledo, pero Alfonso que había previsto tal posibilidad, había dejado dispuestas precauciones muy precisas. Gracias a ellas, los toledanos rechazaron el ataque. De esta infame guisa se despidió de la Cruzada aquella caterva de bárbaros del Norte, cuya tarjeta de presentación nada más llegar a Toledo, había sido incendiar la judería y matar judíos hasta que los castellanos pusieron coto a sus desmanes. “Ya que hemos venido a matar infieles, empecemos por éstos” fue la excusa que esgrimieron aquellos matarifes vocacionales, más aficionados a asesinar población indefensa que a combatir al enemigo en buena lid.

Sólo se quedaron unos 250 caballeros ultramontanos, mandados por dos nobles de origen español: el catalán Arnaldo arzobispo de Narbona y Teobaldo de Blazón, de Poitou, hijo del burgalés Pedro Rodríguez de Guzmán, que había sido mayordomo mayor de Alfonso VIII y murió combatiendo en Alarcos.

SALVATIERRA: con sus fuerzas tan notablemente mermadas, los tres reyes cristianos decidieron no asaltar la fortaleza. Se limitaron a realizar una gran parada militar para elevar la moral de la tropa, y seguir camino.

PUERTO DEL MURADAL: los almohades habían madrugado a los cristianos y habían jugado sus bazas extraordinariamente bien. No les importó replegarse y perder algunas plazas, para conducir a sus enemigos hasta Sierra Morena y obligarlos a cruzarla por el paso de la Losa, un desfiladero estrecho y abrupto donde sin duda, los iban a aniquilar con toda facilidad. Precisamente esta posibilidad cierta, hizo que en el campamento cristiano instalado en el puerto del Muradal, los tres reyes se plantearan nuevamente la posibilidad de desistir. En el momento crítico, se presentó el pastor Martín Halaja que mostró al castellano don Diego López de Haro y al aragonés don García Romero, un paso alternativo por el actual puerto del Rey, que entonces no era más que una vereda de pastores. Gracias a ella, pudieron evitar la fatídica trampa mortal que los aguardaba en la Losa.

 

4-EN EL CAMPO DE BATALLA:

Aunque su previsión de acabar con los cristianos en el paso de la Losa se viera frustrada, el Miramamolín Muhammad al-Nasir seguía llevando todas las papeletas para que le tocara la victoria en la batalla.

En primer lugar, su ejército triplicaba al cristiano. Aunque las crónicas de la época hablan de cantidades enormes, actualmente se cifra en torno a veinte a veinticinco mil el número de sarracenos y en siete u ocho mil el de los cristianos que quedaron tras la ominosa deserción de los treinta mil ultramontanos. Al igual que sucediera en Alarcos, la superioridad numérica de los almohades volvía a ser abrumadora.

En segundo lugar eligió el campo de batalla y en él, el lugar más favorable. Un terreno cubierto de monte bajo y surcado transversalmente por un barranco a modo de zanja natural, muy dificultoso para la caballería pesada cristiana que, además, tuvo que atacar cuesta arriba.

En tercer lugar los cristianos estaban muy fatigados tras un mes de agotadoras marchas, asedios y conquistas, cargados de impedimenta y bajo un sol de justicia.

En cuarto lugar, en el medievo se decía de las batallas que el que ataca pierde y el que defiende gana. Los cristianos siempre tomaban la iniciativa, puesto que su arma era la caballería. Los musulmanes, cuya arma eran los arqueros, siempre defendían su posición.

El propio al-Nasir estaba tan seguro de su victoria, que poco antes de iniciarse la lid, despachó correos a Baeza y a Jaén, en los que, sobrado de seguridad, afirmaba: “Tengo acorralados y a mi merced, nada menos que a tres reyes cristianos”.

Sin embargo el rey Alfonso, aleccionado por la derrota de Alarcos, adoptó las precauciones necesarias para evitar los errores allí cometidos.

Dispuso las tropas de un modo más complejo y operativo. Así, entre la vanguardia y la retaguardia colocó una línea media, y dividió cada una de las líneas en tres secciones.

Utilizó la retaguardia como tropa de reserva, para hacerla intervenir en el momento oportuno.

Situó los haces más próximos, para evitar que la caballería ligera enemiga pudiera penetrar entre ellos en sus maniobras envolventes.

Decretó pena de muerte a los caballeros que rompieran la formación para perseguir a los jinetes musulmanes.

Intercaló la infantería con la caballería. Así, cuando los jinetes sarracenos atacaban en sus tornafuyes, los ballesteros se adelantaban, cada uno acompañado por un peón con un gran escudo que los protegía a los dos, formaban en línea, y disparaban contra ellos con mortífera efectividad. La ballesta, fue un invento romano, pero en esta época se le había añadido un estribo en el extremo anterior que, sujeto con el pie, permitía tensar más la cuerda y hacer disparos más potentes. En este caso, puesto que los jinetes musulmanes llevaban una protección ligera, lo importante no era la capacidad de penetración de las saetas, sino su mayor alcance, ya que los agzaz podían ser derribados antes de que los cristianos estuvieran al alcance de las flechas de sus temibles arcos compuestos. Así, a diferencia de lo ocurrido en Alarcos, los que en los preámbulos de la contienda, dejaron el terreno sembrado de cadáveres de caballeros y caballos, fueron los jinetes agzaz, bereberes y árabes, volviéndose en su contra los efectos de las sucesivas tornafuyes que intentaron.

Entre Alarcos y Las Navas se había producido una innovación técnica poco considerada en los textos, pero de capital importancia en el desarrollo de la batalla. En las cotas de malla precedentes, cada anilla enlazaba con otras dos. Así eran en Alarcos. Las flechas de punta piramidal, las atravesaban y penetraban profundamente en el cuerpo del caballero. En las cotas de malla modernas, cada anilla enlazaba con cuatro. Así, las flechas no las atravesaban o penetraban muy poco, causando, en todo caso, heridas superficiales a través del perpunte. Además, los caballos cristianos también iban protegidos con su propia cota de malla.

Estos dos últimos aspectos fueron especialmente trascendentales en una batalla en la que las crónicas de ambos bandos coinciden en señalar que, cada vez que los arqueros musulmanes lanzaban una andanada de flechas, el sol quedaba oculto y la sombra se extendía por el campo de batalla.

 

5-LA BATALLA PASO A PASO

En los prolegómenos del acometimiento, durante la tensa espera y las escaramuzas previas, se produjeron algunas anécdotas dignas de mención.

El jienense Juan Eslava Galán, experto medievalista además de magnífico escritor, narra en dos de sus novelas -“Guadalquivir” y “Últimas pasiones del caballero Almafiera”- el siguiente episodio: estando ya los dos ejércitos formados en el campo de batalla, un caballero navarro nombrado don Íñigo, cabalgó hacia el enemigo haciendo claras señales de desafío. Primero le salió al encuentro un caballero andalusí, al que don Íñigo atravesó con su lanza al primer envite. Después, provocando los rugidos de entusiasmo de sus correligionarios, de entre los almohades se adelantó Zolas, un gigante temido por todos por su enorme fortaleza y estatura. El navarro descabalgó para estar en igualdad de condiciones con su rival y, sin darle tiempo a atacar, le lanzó a la cabeza una azcona que Zolas desvió con su escudo, dejando las piernas al descubierto durante unas décimas de segundo. Prácticamente sin solución de continuidad, don Íñigo le lanzó la segunda azcona que portaba, atravesándole un muslo y derribándolo. Antes de que el gigante se enterara de lo que estaba pasando, el veloz don Íñigo ya se había situado detrás de él y le estaba cercenando la cabeza de un tajo con su espada. El silencio se adueñó de las filas sarracenas, mientras que las gargantas cristianas atronaban el espacio.

Momentos antes de comenzar el rebato, al mando de la vanguardia que iba a llevar el peso de la carga inicial, en el haz central castellano, estaba don Diego López de Haro con su hijo don Lope Díaz. Entre ambos tuvo lugar el siguiente diálogo:

Lope Díaz: “padre, ya que el Rey os ha dado la delantera, comportaos con bravura y luchad con honor, para que nadie pueda decir de Lope Díaz que es un hijo de traidor”. Aludía el insolente muchacho a las habladurías que achacaron a su padre un comportamiento indigno en la batalla de Alarcos.

Diego López de Haro: “hijo mío, os llamarán hijo de puta pero no hijo de traidor”. En alusión a que su primera mujer y madre de don Lope, doña María Manríquez, en Burgos se había fugado con un herrero.

La acometida comenzó, como era costumbre, con la carga cerrada de la vanguardia cristiana.

El califa almohade que despreciaba a los andalusíes todavía más que a los cristianos, con la excusa de que defendían su tierra, los había situado en primera línea, por delante incluso de los mártires suicidas. Ya fuera por este motivo, ya porque no habían recibido su paga (para qué iba a desperdiciar su preciado oro el avaro al-Nasir, si pensaba hacerlos exterminar durante la batalla), ya en venganza por la infame ejecución de Yusuf Ibn Quadis, el alcaide de Calatrava, el caso es que desertaron en cuanto vieron a los cristianos cabalgar hacia ellos. Podría pensarse en una excusa inventada por los cronistas almohades para culpar de la derrota a los desdeñados andalusíes, pero el arzobispo de Narbona también lo menciona en su crónica.

La carga arrasa a los mártires pero se estrella contra las líneas almohades y pierde fuerza por la pronunciada pendiente del terreno. Se entabla entonces un combate encarnizado en el que la progresión cristiana queda estancada.

La línea media avanza tras la vanguardia para cerrar el espacio que pudiera permitir la táctica envolvente de la caballería ligera mahometana, pero la comprime impidiéndole maniobrar y poniéndola en serios aprietos.

Los villanos de Madrid flaquean y retroceden. En medio de la enorme polvareda, el rey Alfonso confunde su enseña, un oso sobre fondo blanco, con la de la casa de Haro, dos lobos sobre fondo blanco. Pensando que es don Diego el que se retira, don Alfonso, que no contempla más opciones que vencer o morir en el intento, se vuelve hacia Jiménez de Rada y le dice la famosa frase:  “Arzobispo, aquí morimos hoy vos y yo”. Se dispone ya a dar la orden de atacar con todas las reservas, cuando un ciudadano de Medina del Campo llamado Andrés Boca, le hace comprender su error. Probablemente salva la batalla, pero después, los milicianos madrileños lo matarán a pedradas, reacción comprensible aunque no excusable, si se tiene en cuenta que los desertores eran ajusticiados, sus casas demolidas y sus bienes confiscados.

Entre tanto, don Diego sigue combatiendo tenazmente, aunque de sus 500 caballeros, menos de 50 continúan vivos. Las órdenes militares también están siendo aniquiladas. En ese momento la batalla se decanta claramente del lado almohade. Se está cumpliendo la máxima: el que ataca pierde y el que aguanta la posición, gana.

La situación crucial se produce cuando los almohades logran romper las primeras filas cristianas y las rodean. La segunda línea inicia la retirada y es perseguida de inmediato por la caballería almohade. Don Alfonso, viendo el desastre, se dispone a atacar personalmente con toda la retaguardia, pero un caballero burgalés de su séquito, don Fernando García de Villamayor, se le acerca, le habla al oído, que era la única manera de entenderse en medio de aquella barahúnda, y lo persuade para que espere a que los jinetes sarracenos estén más próximos a los cristianos y, en consecuencia, más alejados de su retaguardia. El rey entonces, decide enviar a don Gonzalo Ruiz de Girón y su mesnada en ayuda de don Diego. Su intervención salva la apurada situación evitando que las alas cristianas queden envueltas. En el espacio recuperado, los cristianos reordenan sus líneas y don Gonzalo regresa a su posición, pero la inferioridad numérica es angustiosa. Al poco, nuevamente está siendo arrollado el cuerpo central castellano. Al romper su formación para perseguir a los cristianos que retrocedían, los almohades han desorganizado sus líneas, dejando demasiado espacio entre vanguardia y retaguardia; pequeño error táctico cuya consecuencia es que, cuando nuevamente envía el rey a don Gonzalo Ruiz de Girón en auxilio de los suyos, ahora sí, los almohades ceden y son obligados a replegarse. La caballería musulmana también se ha alejado de sus posiciones para acosar las alas cristianas y Alfonso VIII lo ve claro: esta es la única oportunidad que se le va a presentar para intentar darle la vuelta a una batalla tiene prácticamente perdida. Ordena cargar a todas sus reservas contra el palenque del Miramamolín, la que se conoce como “La carga de los tres reyes” que decide la batalla, salva la España cristiana, despeja la suerte de la civilización occidental y provocará un hondo suspiro de alivio en el papa Inocencio III cuando reciba la noticia.

Allí avanza todo el mundo; hasta las mujeres que acompañan a los Templarios para ocuparse de su ropa y comida, se proveen de armas y marchan detrás de los caballeros acosando y rematando a los sarracenos que quedan aislados de sus líneas y a los heridos. Según cuenta el cronista Ibn Abi Zar, que narró la versión musulmana de la batalla, los Templarios intervinieron con gran coraje “…estimulados por las hazañas de sus compañeras…”, y precisa: “… los infieles los persiguieron espada en mano, no siendo menos crueles las mujeres que los hombres de la Orden que profanó el Templo de Salomón y sus santos lugares…”.

El primero en saltar el palenque de al-Nasir fue el caballero castellano don Álvaro Núñez de Lara, que es el que aparece en el famoso cuadro pintado por Marceliano Santa María. La tradición navarra en cambio, quiere que fuera Sancho VII, quien, ciertamente, se destacó en el asalto.

A pesar de que los musulmanes siguen defendiéndose con orden, al-Nasir, que no tiene el temple del rey Alfonso, ordena tocar retirada y él mismo sale huyendo a galope tendido, escoltado por tan solo 4 jinetes. Su flaqueza provoca la desbandada general de los suyos y el comienzo del “alcance”, la persecución y muerte de los fugitivos, puesto que la orden es no hacer prisioneros. La matanza es escalofriante.

A los pocos días se propagó entre los cristianos una epidemia de disentería, que les impidió cosechar los frutos que correspondían a tan gran victoria.

Ya de regreso, cuando aquel glorioso estío estaba dando sus últimos coletazos, convalecientes de sus heridas unos, enfermos otros, agotados todos; mientras arrastraban penosamente su galbana por los manchegos caminos soñando con llegar a casa, quitarse grebas y escarpes y calzarse las sandalias, se dieron de bruces con una grande y lucida tropa que viajaba hacia el Sur entonando unos “tralara.líru” que no se habían oído nunca por estas tierras. Gracias a los trujimanes (traductores) se enteraron de que eran el Duque de Austria, Leopoldo VI de Babenberg, y sus caballeros de la Ostmark (antigua marca del Este de Carlomagno), que después se llamó Ost Reich (reino del Este) y por último Österreich (Austria). Resulta que con tanto lustrar las armaduras, peinar las crines de los caballos y atusar las plumas de los penachos, se les había hecho un poco tarde para llegar a la batalla. Mes y medio tarde concretamente. Ahí debió de nacer el mito de la afamada puntualidad germánica. Vamos, digo yo.

 

6-EPÍLOGO

En todas las crónicas posteriores a la batalla, así como en los títulos que otorgó el Rey, se repite la siguiente frase: “Vencí por la misericordia de Dios y el auxilio de mis vasallos”.

Sin duda, Alfonso VIII fue un gran rey, uno de los pocos que, en la Historia de España, se han hecho merecedores de tal calificativo.

¡Loor a él!

 

Sitio de búsqueda

Contacto

Revista de La Carolina @La_Carolina
www.facebook.com/noni.montes
https://pinterest.com/teatiendo/
https://storify.com/La_Carolina
revistalacarolina@gmail.com
+34 668 802 745

Follow me on App.net

LOS ARTICULOS DE ALTERIO

 

 

DIABÉTICOS DE LA CAROLINA

+INFO

Follow Me on Pinterest Seguir a La_Carolina en Twitter LINKEDIN LOGO
      LOGO STORIFY      

 

HOSPITAL VETERINARIO SAN FRANCISCO

ORELLANA PERDIZ

 

 

ASESORÍA BERNABÉU TORRECILLAS

 

LIBRERÍA AULA

LOS ALPES 1924

FEDERÓPTICOS OPTIDOS

MESÓN CASA PALOMARES

MIMO

VOLUNTARIADO CRUZ ROJA