Reflexiones de un paseante: Los conquistadores y los libros de caballerías. Primera parte. Fernando R. Quesada Rettschlag.

12.03.2014 14:23

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: LOS CONQUISTADORES Y LOS LIBROS DE CABALLERÍAS. PRIMERA PARTE.

Fernando R. Quesada Rettschlag. Marzo 2014.

 

1 - Planteamiento de la cuestión.-

Que nuestros antepasados del siglo XVI encararon su destino con unos redaños sin parangón en la historia de la humanidad, es cosa archisabida.

Los conquistadores marcharon al Nuevo Mundo en busca de las oportunidades que no les ofrecía su tierra natal. Exactamente igual que han hecho tantos otros desfavorecidos por la fortuna en todo tiempo y lugar. Lo que los distingue del resto de emigrantes, invasores o conquistadores que en el mundo han sido, es la voluntad inquebrantable, la resistencia sobrehumana y el valor sin igual que demostraron en sus empresas. En ellas se jugaban el todo por el todo y no podían contar más que con su ingenio, su resolución y sus propios recursos. Los monarcas se limitaban a otorgarles la “Capitulación de Conquista”, un contrato que les permitía organizar una expedición para conquistar el territorio estipulado. Todos los gastos corrían a cargo del conquistador: soldados, pertrechos, vituallas y medios de transporte. El éxito de la empresa suponía para la Corona la incorporación de un nuevo territorio a sus dominios y un quinto del botín conseguido. El fracaso en cambio, lo pagaban el conquistador y sus hombres con su exiguo patrimonio y, frecuentemente, con su propia vida.

En el primer tercio del siglo XVI, en apenas tres décadas, unos pocos miles de hombres al servicio de España, descubrieron y conquistaron el Caribe, Centroamérica, Suramérica, la mitad de Norteamérica, el Océano Pacífico y, además, circunnavegaron el globo terráqueo demostrando que la Tierra es esférica.

A las exploraciones geográficas sucedió la conquista de los territorios que formaron el Imperio Español; el más espectacular por su extensión y el que transformó los territorios y a sus habitantes de una forma más profunda y perdurable, forjando lo que se ha llamado “la Hispanidad” que, según el prestigioso filósofo nacido en Arjonilla, don Manuel García Morente, se caracterizó porque aquellos españoles no fueron a América para traerse América a España, sino para vivir allí, para fundar allí, para crear allí otras Españas y otras formas de ser español.

¿Cómo y por qué lo hicieron? ¿Qué es lo que movió a aquellos seres formidables a realizar tales hazañas sobrehumanas? ¿Cómo pudieron hacerlo con unos medios técnicos y materiales tan precarios? ¿De dónde procedía tanta determinación, tal atrevimiento, tamaña fe en sí mismos? ¿Fue la promesa de oro lo único que los empujó o pesó también en su ánimo el ansia de difundir su fe religiosa, el espíritu caballeresco y el afán de aventuras y de gloria?

Tradicionalmente y al dictado de esa leyenda negra tan del agrado de los espíritus mezquinos, esos en los que ignorancia y ruindad pugnan por sobrepujar, se ha considerado que lo único que impulsó a los conquistadores españoles fue una descomunal codicia y un ansia desmedida de oro. Esta interpretación, manifiestamente simplista, torticera y maniquea, es típica de los intelectos ignaros y acríticos que funcionan a golpe de consigna y que repiten los pocos argumentos que aprenden de memoria, con actitud grave y gesto severo, para hacerlos pasar por frutos de su propia reflexión.

Obviamente la cuestión es más compleja y rica en matices. Un hecho histórico de tamaña magnitud, solo se explica por la confluencia de un buen número de circunstancias y factores conexos. De ellos, tal vez los más determinantes y definitorios fueran los tres enumerados más arriba: oro, evangelización y aventura. Examinémoslos uno por uno.

 

2 - La búsqueda de riquezas.-

A causa del enorme coste que representó la conquista de Granada, las reales arcas habían quedado exhaustas y la Corona española estaba muy necesitada de volver a llenarlas. A ello se sumaría el descalabro económico que supuso la expulsión de judíos y moriscos. Injusta e innecesaria la de los primeros y plenamente justificada la de los segundos. Además, las guerras contra los franceses en Italia y contra los turcos otomanos en el Mediterráneo, también costaban un pico. Tal vez por todo ello, la Corona vio en el descubrimiento del Nuevo Mundo la oportunidad de obtener rápidamente las riquezas que estaba precisando de modo tan acuciante, y por eso la principal encomienda de los Adelantados era encontrar oro y especias.

Para afrontar esta temeraria tarea, los monarcas contaron con un inagotable filón de súbditos dispuestos a partir a la aventura en busca de fortuna: los segundones de las familias hidalgas. En la nobleza rural, el primogénito lo heredaba todo y a sus hermanos solo les quedaban dos alternativas: la carrera eclesiástica o la militar. Un joven esforzado y diestro en el manejo de las armas, si lo acompañaba la suerte, podía como soldado profesional, llegar a enriquecerse lo suficiente para comprar un cargo público que le proporcionara un vivir acomodado el resto de sus días.

En este contexto, América, desde el primer momento, se reveló pródiga en oportunidades. Allí las probabilidades de alcanzar fama y fortuna eran mayores que en las guerras europeas. Por eso, los segundones de familias hidalgas, fueron los que en mayor medida nutrieron los contingentes de conquistadores americanos.

Alguien como Francisco Pizarro, porquero de profesión y uno de los pocos conquistadores que pertenecía al tipo: “experto en armas y analfabeto”, en Europa no hubiera pasado de ser un piquero enrolado en un tercio. En América en cambio, con cincuenta y cinco años cumplidos, pudo organizar y dirigir su propia expedición y conquistar un imperio. Allí el límite lo ponían la propia audacia, inteligencia y arrestos.

3 - La religión.-

Sin embargo, no cabe negar el peso determinante que el fervor religioso tuvo en el ánimo de la Corona y en el de aquellos de sus súbditos que partieron a la conquista. Tras casi ocho siglos de luchar contra los infieles en casa, era natural que los españoles vieran en los territorios ultramarinos, la oportunidad de continuar su cruzada para traer nuevas almas paganas al redil de Cristo. Así lo entiende el historiador Hugh Thomas, que en su obra “El Imperio Español. De Colón a Magallanes”, escribe al respecto: “Los conquistadores no sólo buscaban gloria y oro. La mayoría de ellos creían que el beneficio a largo plazo de su descubrimiento sería la aceptación por parte de los nativos, de la cristiandad, con todas las consecuencias culturales que eso implicaba”… “Todos nosotros somos, nos guste o no, juguetes de grandes corrientes de ideas. Así fue con la generación del 1500 en España. Sabían que su misión era buscar nuevas almas cristianas. El oro y la gloria eran los que sostenían el escudo de la cristiandad.”

 

Tras rendir Granada, la última ciudad musulmana de Europa, muchos en la corte de los Reyes Católicos, vieron en la conquista del norte de África la continuación lógica de esta secular cruzada contra el Islam que debía culminar en Jerusalén, la ansiada meta de la cristiandad durante todo el medievo. Muy otra hubiera sido la posterior historia de España, de haber discurrido su ímpetu expansionista por esos derroteros, y mucho mejor, según opina don Salvador de Madariaga y Rojo en su obra “Carlos V”. Sin embargo, el ardor y la energía de la épica reconquista ibérica, iban a encontrar una vía de continuidad distinta e inesperada en el Nuevo Mundo, donde la imperiosa necesidad de esta nueva misión evangelizadora, se vería corroborada cuando los españoles comprobaran con horror, que la práctica de sacrificios humanos y del canibalismo, eran cotidianos en buena parte de los territorios que iban descubriendo. El cronista don Francisco López de Gómara (1511-1566) escribió: “…en acabándose la conquista de los moros, que había durado más de ochocientos años, se comenzó la de los indios para que siempre peleasen los españoles con infieles”.

Este afán de ganar almas para la Iglesia, estuvo presente desde el momento mismo del descubrimiento. Los ejemplos son incontables: todo el Nuevo Mundo está repleto de lugares con nombres de significado religioso; Cristóbal Colón trazó planes sólidos para organizar una nueva cruzada que liberara Jerusalén del dominio musulmán y esperaba financiarla con los beneficios obtenidos de las Indias; no tuvo oportunidad de ponerlos en práctica, pero al final de sus días, pidió ser enterrado con hábito de fraile franciscano; los conquistadores siempre iban acompañados por frailes evangelizadores, que fueron los principales defensores de los derechos de los indios; para Magallanes fue prioritario convertir a los gobernantes de todos los pueblos que visitó en su histórico viaje; y así un interminable etc.

La reina Isabel fue la primera en promover este espíritu. En cuanto supo que Colón había iniciado un tímido comercio de esclavos, lo prohibió inmediatamente, y en su testamento dejó ordenado a su esposo y a sus sucesores que: “pongan mucha diligencia y que no consientan ni den lugar a que los indios reciban agravio alguno ni en sus personas ni en sus bienes”. Bartolomé de las Casas, el gran denunciador de los abusos contra los indios, escribió que Isabel “no cesaba de encargar que se tratase a los indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices”.

Tan solo dos décadas después del primer viaje de Colón, los misioneros que regresaron a España con informes sobre la explotación de los indios y la alarmante disminución de su población a causa de las enfermedades, convencieron al rey Fernando para que convocara una conferencia extraordinaria de teólogos y representantes de la Corte. La conclusión fue que los españoles debían respetar la libertad de los indios y salvaguardar su seguridad. Esta conferencia marcó el apogeo del idealismo imperial español, y motivó en el clero utópicos proyectos que, en la práctica, se estrellaron contra la hostilidad de los colonizadores y la resistencia de los indios. Mas pese a todo, este reconocimiento institucional de la dignidad de los indígenas es exclusivo de la conquista española; no existe nada parecido en ninguna otra potencia de la época ni tampoco de épocas posteriores. A este propósito escribe Lord Thomas: “¿En qué otra nación imperialista encontramos algo comparable?”… “Debemos reconocer que este debate fue único en la historia de los imperios. ¿Inspiraron Roma, Atenas o Macedonia tal debate en relación con sus conquistas? ¿Organizaría Gran Bretaña un debate especializado en Oxford para conjeturar si las guerras contra los afganos fueron legales? O ¿conjeturarían los franceses de manera similar sobre su postura en Argelia? La idea es irrisoria”.

Claro está que los españoles cometieron abusos de todo tipo y que hubo demasiados encomenderos brutales, pero siempre fueron actuaciones contrarias a la Ley y perseguidas por la Justicia. A diferencia de lo que ocurrió en las colonizaciones anglosajonas, por ejemplo, nunca hubo un genocidio planificado y sistemático como sí ocurrió en América del Norte, donde los nativos fueron prácticamente exterminados, o en Namibia, donde los alemanes, entre 1904 y 1907, exterminaron al setenta por ciento de los herero y al cincuenta por ciento de los namaqua. Y a estos ejemplos podríamos añadir otros muchos, como la actuación de los belgas en El Congo, la de los japoneses en China, la de los italianos en Abisinia, la de los alemanes con los judíos en Europa, la de los otomanos con los armenios en Turquía, la de los soviéticos en Ucrania o Chechenia, la de los hutus con los tutsis en Ruanda, actualmente la de los musulmanes con los cristianos en Nigeria, etc. etc.

Don Ramiro de Maeztu llamó “humanismo español” a esta particular y españolísima manera de entender la conquista, la colonización y las relaciones con los colonizados, en la que los valores morales del catolicismo iluminaron las leyes y las conductas de las personas de bien. Don Ramiro hizo bandera del término “Hispanidad”, acuñado por don Zacarías de Vizcarra y Arana en 1926. En su obra “Defensa de la hispanidad”, explica cuál es su concepto: “Lo más característico de los españoles es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen”… “A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre otros o de unas clases sociales sobre otras”.

Claro que Maeztu, no fue más que el heredero de una larga y antigua tradición hispana. Esta profunda creencia en la igualdad esencial de los hombres, ya la había expresado magistralmente don Miguel de Cervantes tres siglos antes, por boca de don Quijote: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro”.

… Continuará

 

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