DOCUMENTO: Una conferencia inédita de Manuel Andújar

29.10.2008 11:33

 Presentación

 

            El escritor Manuel Andújar (La Carolina 1913- Madrid 1994) se exilió en 1939 a Francia y luego a México, hasta su regreso a España en 1967. Lares y penares engloba la práctica totalidad de su extensa obra narrativa y constituye una interpretación novelada de la España del siglo XX y de sus preocupaciones más hondas.

            Escribió para el teatro El sueño robado (1962). Cultivó también el ensayo (Narrativa del exilio español y literatura latinoamericana, 1974) y la poesía. En los versos de Sentires y querencias (1984) combina una lúcida reflexión esperanzada con un intensísimo  dolor. En 1989 se publicaron sus cuentos completos (Narraciones).

            El 1 de septiembre de 1982, Manuel Andújar pronunció la siguiente conferencia, que ALFA edita por primera vez. Cuenta en ella sus experiencias como exiliado, su relación y sus deudas con la cultura iberoamericana, reflexiona sobre el hecho de la Conquista y el mestizaje. Su testimonio de la emigración económica y política de los españoles a América durante el siglo XIX y hasta después de la República, merece ser recordada en estos tiempos en que el flujo ha cambiado de dirección, y por  motivos similares.

            Agradecemos al profesor Rafael Bellón Zurita, Cronista de Úbeda, que haya puesto este interesante e histórico texto a nuestro alcance, mecanografiado, anotado y corregido por Manuel Andújar.                                                          

J.B.L.

Foto: Manuel Andújar y Rafael Bellón. 1982

EL MESTIZAJE CULTURAL EN ANDALUCÍA E IBEROAMÉRICA

Manuel Andújar (1982)

 

 

Señoras y señores, amigos:

 

            Muchas gracias a la sociedad cultural Aznaitín, a los hospitalarios amigos de Úbeda por haberme deparado este nuevo encuentro y por la especial gentileza que significa que el  tema de mi charla, hoy , (y el carácter llano de charla es el que deseo revistan mis palabras), por vosotros propuesto, gire en torno a la significación y tesis sustentadas en mi ensayo Andalucía e Hispanoamérica, crisol de mestizajes, que publicó en mayo de este año EDISUR, de Sevilla, en coedición con la Consejería de Cultura de la entonces Junta de Andalucía.

            Antecedentes inmediatos del libro en cuestión,  mi  conferencia "Andalucía: mestizaje, españolismo, universalidad", pronunciada en el Instituto Cultural Andaluz de Madrid, el 20 de noviembre de 1980. Uno de los vislumbres o bases de esta concepción, y no el más añejo, como tendremos ocasión de testimoniar, fue el trabajo "Crisis de la nostalgia" -revista Humanismo, 1955, número extrordinario de homenaje a México--, que como apéndice figura en mi libro de EDISUR.

            Pero lo válido de una concepción, de un modesto intento de teoría no radica en su canónica articulación intelectual, mental, sino, a mi juicio, en que no sea una más o menos disimulada repetición o excesiva y excedente glosa de impartidos doctos pareceres.

            Mi propósito al redactar estos escritos, que por ahora han desembocado en Andalucía e Hispanoamérica, crisol de mestizajes, es ofrecer, exponer, los resultados de una pertinaz meditación sobre el complejo problema y, ante todo, transmitir a mis coterráneos andaluces, a los otros españoles y a los iberoamericanos, en tanto que posibles lectores, y con la genuina aspiración de que represente un diálogo, lo que yo he convivido, observado y experimentado.

            En consecuencia, y permitidme que esta charla no sea nada ortodoxa, prefiero incidir en una suerte de confesión y que a través -de lo que se destinaba al destierro- de mi avatar se expliquen las raíces de una visión y de una doctrina precisamente opuesta a cualquier dogmatismo.

            Los jóvenes de mi generación -en la época de la dictadura, leve y blanda, del general Miguel Primo de Rivera- en sus capas de cultura media, autodidáctica, no especializada, conocíamos poco y deficientemente a México. Lo que acerca del descubrimiento, Conquista e Independencia, nos habían "instruido", con oficialidad parca y tendenciosa, los manuales de Historia de distintos grados. Apenas recuerdo, de niño, en casa de familiares, unos grabados que exaltaban la fantasía con el gesto -quemar las naves- de Hernán Cortés en el puerto de Veracruz (en el que desembarcaríamos en 1939, ¡los giros copernicanos de la Historia!), una escena de sus amores con la Malinche, otra en que recibía -cargados de obsequios- a los enviados del último Emperador azteca. Nada de la noche triste, ni del tormento de Cuauhtemoc.

          Ya espigado, tiempos primorriveristas todavía, preagónicos, guardo indeleble recuerdo de una conferencia de don Fernando de los Ríos, organizada por la Sociedad Económica de Amigos del País y que se celebró en el Teatro Cervantes de Málaga, donde no cabía, como suele decirse tópicamente, un alfiler. El catedrático de Granada, que más tarde, a partir de 1931, desempeñaría las carteras de Justicia e Instrucción Pública, respectivamente, habló durante más de una hora, sin recurrir a ningún apunte o nota, con la soltura del categorizado profesor universitario, con el fluido verbo, sin adiposidades, que proviene de una sólida y vasta cultura. Su presencia fija, interrumpida sólo por breves pasos en el escenario, tenía un gran empaque: la severa elegancia, en el vestir y en los ademanes y gestos, potente y mesurada la voz. Pero lo importante no era sólo cómo lo decía, sino el contenido y los datos globales y el claro razonamiento en lo que exponía. Regresaba de un viaje y conveniente estancia en México, era el mandato presidencial del general Plutarco Elías Calles, que se había enfrentado a los "cristeros" (sublevados fanáticos religiosos en determinadas regiones del país, los que hoy serían aquí "ultras en armas"). Pero ellos, en la panorámica que don Fernando de los Ríos nos brindaba, constituían sólo un mero punto de referencia, pues de lo que él informaba, valorándolo, se cifraba en el esfuerzo educativo, excepcional, “iluminado”, de aquel régimen, especialmente en los grados primarios y de redención de la ignorancia y del atraso de amplias capas, desposeídas o marginadas, de la población. Lo captado por él nos abría también una perspectiva, en su proporción, de la tarea capacitadora que, pedagógicamente, reclamaba nuestro pueblo. Profundamente impresionados, tras ovacionarle, nos marchamos en rumia. Aquel espíritu anunciaba, alentado por los principios de la Institución Libre de Enseñanza, el trabajo en pro de la cultura popular y la cultura cualitativa que se iniciaría y desarrollaría desde el 14 de abril de 1935 y que simbolizarían la nueva pléyade de maestros y la ardorosa creación de escuelas, las Misiones Pedagógicas y, un ejemplo más, la Universidad de Verano, Menéndez Pelayo hoy, que don Fernando de los Ríos fundara y cuyo primer Rector fue el ilustre poeta Pedro Salinas.

            Después de la memorable conferencia de don Fernando de los Ríos podría pasar en una gama de impresiones y curiosidades, a lo vivo y no a lo pintado, a la proyección de la película, versión que se nos daba incompleta, del extraordinario director soviético Eisenstein, en que narraba, con imágenes imborrables la esclavitud de los peones de las haciendas y el despertar a la rebeldía de un niño que más tarde sería caudillo de la Revolución, inicialmente maderista, Pancho Villa. Con su "México" nos revelaba Eisenstein, el director de "El acorazado Potemkin", un paisaje vasto y como lunar, unos rostros distintos, los míseros caseríos de adobe, el punzante adorno, en el horizonte polvoriento de los eriales, de los magueyes, las matrices del pulque. Vi aquella película en una modesta sala de la barcelonesa calle de Aribau, no lejos del edificio en que Carmen Laforet situaría, en 1940 y tantos, su excepcional novela "Nada".

            Mientras, en tanto que fiel lector del diario “El Sol”, el periódico sin parangón que inspiraba José Ortega y Gasset, el único que no reseñaba, a la sazón, las corridas de toros y dedicaba una página entera, con el folletón de Pepín Díaz Fernández, a los libros y a los discos –juzgados por el musicólogo Adolfo Salazar- nos familiarizábamos con los artículos del admirado humanista mexicano Alfonso Reyes, adscrito al Centro de Estudios Históricos que dirigía don Ramón Menéndez Pidal, y a las prosas y poemas de otro eminente mexicano, Jaime Torres Bodet, que más adelante, por la década de los cincuenta, sería Director de la UNESCO. Ello continuaba la tradición de inserción en la vida cultural madrileña del poeta Amado Nervo, del escritor Icaza, del novelista y leal amigo de don Manuel Azaña, Martín Luíz Guzmán, autor de “La sombra del caudillo” de “El águila y la serpiente”, anticipadas en las páginas del nunca bien ponderado y heroico “El Sol”.

            Perdonad que agregue, a título anecdótico, a estos elementos de predisposición hacia México el proyecto, iluso, con un amigo, en Barcelona, de trasladarnos a la Nueva España para fundar y virtualizar una editorial –ya en tiempo de la República- que difundiera allí el pensamiento y creaciones de la nueva, flamante democracia española. No pudo realizarse por obvios motivos de falta de capital. Habíamos soñado...

            En el transcurso de nuestra guerra civil-internacional, la resulta e inequívoca actitud de Mëxico, en defensa diplomática y material de la República Española (tras el Lic. Isidro Fabela, su certero representante en los foros internacionales, la firme y enérgica voluntad del Presidente Lázaro Cárdenas), lo que habría de constituir, en lo sucesivo, toda una política exterior, uno de sus más relevantes pivotes. Y nadie podía, con mínima sensatez, tildar a México de intervenir en una pugna europea de bloques, por su distanciamiento espacial y la peculiaridad de su régimen, ni capitalista ni socialista en sentido riguroso, ni prosoviético ni antisoviético. Eso sí, por su misma naturaleza antagónico a los sistemas nazi y fascista de Alemania e Italia y de sus corifeos... y de sus cómplices de “la no intervención”. Ha sido la suya, desde entonces, una ayuda jurídica, moral y tangible a los demócratas españoles.

            En este rosario de remembranzas, no puede faltar una evocación. Estaba internado en el campo de concentración de Saint Cuprien, plage, a raíz de la pérdida de Cataluña, realidad tan amarga como fáctica, y del paso por la frontera, en El Perthus. En varias demarcaciones sumábamos, a la intemperie, veinticinco mil derrotados, sin embargo orgullosos y en no pocos casos sarnosos, piojosos... Los días y las noches se alargaban, interminables, trizadas de pesadillas. Un atardecer alguien consiguió introducir un ejemplar de “Le Populaire”, portavoz del Partido Socialista francés. Me tocó hojearlo y muy apretada la noticia, para nuestro deseo, localicé el mensaje que se nos dirigía. Se reunió un nutrido grupo y lo leí, traduciendo sobre la marcha: el Presidente Cárdenas abría las puertas de México a los republicanos españoles. Se anunciaba la preparación de las expediciones iniciales. Podéis figuraros la general emoción, porque ya no nos sentíamos tan solos y desamparados...

            En la obra colectiva “El exilio español de 1939”, y en el capítulo dedicado a las revistas culturales y literarias, he contado que en el “Sinaia”, buque que nos transportó de Sète a la mexicana Veracruz, se imprimió, en ciclostil, el primer periódico diario además del exilio, en aquella travesía. Lo hicimos el albaceteño Varea, el historiador Ramón Iglesia, encargado de recoger por onda corta las noticias internacionales, el madrileño José Bardasano, el barcelonés Ramón Tarragó y quien os habla. Susana Gamboa, responsable diplomática de la expedición, nos facilitaba material informativo sobre la Revolución Mexicana y los problemas y logros del país, que no sólo orientaban a nuestros lectores, todos los que allí venían, pues se distribuía gratuitamente, sino que a nosotros mismos, los redactores y entrevistadores, mecanógrafos y engrapadores, en una pieza, nos era de utilísimo conocimiento.

            A los efectos que a vosotros me une hoy, en esta reconstrucción, lo anecdótico personal, si lo sabemos cribar, juega un gran papel.

            De pronto, tras avistar el puerto de Veracruz, ser recibidos en olor de multitud, en la ancha explanada, invitados a bocadillo y bebida por un cantinero asturiano, acogerse a un refugio, para, a la mañana siguiente, salir a callejear, suelto, y contrastar la blancura colonial de los edificios y la mezcla de colores de la gente –criollos, indígenas, mestizos- y su diferente ritmo al caminar y su distinto acento al hablarse y hablarnos. Alentaba allí con visible huella española, otro mundo, una forma harto peculiarizada de alimentación, con música en la dicción de parcial impronta andaluza. El clima, la vegetación, la festoneada costa, los murmullos nocturnos, impregnados de poder mágico. Allí mismo, aún informe en mi percepción y reflexión, desde 1939, en su mes de junio, el fenómeno desafiante del mestizaje.

            Al trasladarme, pasaron sólo unos días de privada angustia, de Veracruz a la capital de México, al Distrito Federal, quizá la lucha por la vida, por la subsistencia, determinó que no advirtiera suficientemente la diferencia entre el altiplano –más de dos mil metros sobre el nivel del mar- reseco entorno, era aún el cielo límpido, sin contaminación, lo que Alfonso Reyes consideraba “la región más transparente del aire” y la extroversión veracruzana. Una vez despejada la fundamental cuestión del trabajo (fui, de comienzo, corresponsal de francés y alemán en una empresa judía importadora de relojes suizos, pueden apreciar que no me privaba de nada) y del asentamiento, los nuevos colores –rojizo tezontle de los edificios, amarillez morena de las fisonomías indias, teñidas claras de los criollos, polifacética mixtura de los mestizos. Empecé a mirar y percibir con calma, con profundo interés, en derredor. Persistían las refinadas formas de la cortesía prehispánica y un aturdimiento despegado de algunos núcleos económicamente inferiores, socialmente explotados. Pese a los esfuerzos positivos, y hasta heroicos, de la Revolución, se nos manifestaba una torturadora desigualdad distributiva, que la gran ciudad exacerba por doquier. Comenzaba el éxodo campesino a la capital. Los olores de las fritangas y el palmear de las tortillas de maíz contrastaban con el hervir aceitoso de las recientes churrerías.

           

 

Deslumbrados por la mestiza hermosura y el prolijo ornato de una iglesia colonial, barroca por excelencia (que espléndidamente lo relievó el malagueño José Moreno Villa en “Cornucopia de México”) contemplábamos una y otra vez, los murales, que adquirieron fama internacional, de José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro, Siqueiros... en la Escuela Nacional Preparatoria, en la Secretaría de Educación Pública, en el Palacio de Cortés en Cuernavaca.

 

Era un constante debate de las sangres injertas y de las cosmovisiones religiosas (¿dónde terminaba lo precolombino, donde empezaba lo católico?). Antes era una óptica distinta, una singular sensibilidad del tiempo y del espacio, ahora lo antiguo y precedente pugnaba con los valores occidentales, europeos, hispánicos.

            No puede ni debe olvidarse que la obtención de un mestizaje atemperado, armónico, exige estos ardidos cotejos y el acendramiento de los siglos. Y entonces tuve la impresión, todavía informe, de que el mestizaje español, y particularmente el andaluz, había ganado esa incruenta pero decisoria batalla de la identidad.

            Un reto para la comprensión fluida. No nos servían las nociones simplistas, maniqueas, que textos esencialmente frívolos nos inculcaron en la infancia y adolescencia. También intuíamos que la versión contrapuesta, oficial, allí para afirmar una personalidad nacional, cargaba las tintas, reduciendo casi la Conquista y la Colonia a una depredación, en lo primordial.

            Uno, sobre el terreno, y para su composición de lugar, tenía que cribar una relativa pero plausible verdad. Había que analizar, por cuenta propia, la caracterización de la Conquista y de la Colonia, el significado estricto de la Independencia, y aplicar las guías logradas a una interpretación serena y constructiva del México en que nos desenvolvíamos... y de los mexicanos que nos rodeaban.

            Sin dejar de participar, todo lo contrario, en las tareas conjuntadoras del exilio español, por razones de trabajo y de la relación circundante, por la ambiental fuerza cotidiana, fui adquiriendo una noción directa de la intrincada singularidad de México. En virtud de mi empleo, extendido de la correspondencia comercial franco-alemana al desenvolvimiento de lo que suele denominarse publicidad de marcas, hube de frecuentar y pulsar los medios radiofónicos en programas no enlatados sino vivos, con cantantes, orquestas, actores y locutores propios, en la Emisora más importante. Un mundo convencional y sofisticado, del que doy alguna idea colateral en mi novela Cita de fantasmas, a punto de circular este mes, o al menos lo intento. Curioso observar, también en aquel terreno, que a pesar de la influencia técnica de la cercana y gigantesca Norteamérica, los motivos temáticos y la sensibilidad de que se nutrían manifestaban, reiteraban, la personalidad, por veces contradictoria y paradójica, pero en todo momento fascinante, cual un desafío a nuestra comprensión, del mestizaje.

            Necesitaba reflejar tales emociones y percepciones, la colisión de costumbres y atavismos –españoles, de raíces criollas, mestizas e indígenas- lo que implicaban de atracción, misterio y prestancia. Expresarlo, con intención catártica, era indispensable en tanto que cuestión previa, a despejar, para acometer la obra literaria, de retrospectivo enfoque de nuestro pueblo y de sus castas dirigentes, bajo la Restauración alfonsina íntegra, que en mí germinaba.

            De ahí que, al cabo de unos textos de teatro rápido y de mi crónica del campo de concentración de Saint Cyprien, escribiese mi primera novela, Partiendo de la angustia, que se publicó en un volumen en que figuraban también una serie de relatos situados en España y en México, por la vía asimismo de su entrecruzamiento.

            Partiendo de la angustia, título anterior al existencialismo sartriano, que estimo expresivo aunque ese gerundio me remuerde el estilístico sentir, se publicó hace la friolera de 38 años, en 1944. Más que el argumento de la novela, importa destacar que es una joven india la protagonista, que en esa trama aparecen criollos y mestizos de varia condición y que destilan, un tanto oblicuos y marginales, republicanos exiliados. Pero el tono e intención fundamentales consistían en la aspiración de captar el ambiente, de reflejar una atmósfera en que concurren, indisolublemente, el entorno de la historia en que participó lo español, determinándola en gran porción, y la aparente y subyacente y coloreadora persistencia de impregnación precolombina. Constituía una melancólica constancia, un haz de impresiones iniciales, en que se habían mezclado un ingenuo deslumbramiento y dosis de una vaga ternura solidaria, por los conquistadores –o dominantes todavía- y por los conquistados, cuya modulación se conservaba y afloraba.

            (Ya en 1945 aparece mi primera novela, muy extensa, del que más tarde sería el ciclo Lares y penares. Se trata de Cristal Herido, que no sin balbuceos expositivos, posee quizá la cualidad de pretender trazar las vicisitudes y estados de ánimo de aquella mocedad que adscribió todas sus ilusiones de realización personal y colectiva, de amor a una España reivindicadora de legítimas tradiciones y al propio tiempo defensora de una imperiosa modernización. Juventud que la rebelión militar del 36 aniquilaría o expulsaría.)

            Discúlpeseme este paréntesis, destinado a una secuencia simplemente cronológica, para entrar en la génesis de la revista Las Españas, asaz representativa del exilio, de honda impronta, catalizadora de una reflexiones y revisiones inspiradas en una voluntad de diálogo, regeneración y auténtica convivencia, desde una ubicación cultural y literaria.

            José Ramón Arana y yo decidimos fundar y consolidar una revista, Las Españas, basados en nuestra independencia de grupos políticos, de sujeciones partidistas. Y yo, de lo que me enorgullezco, la bauticé con un plural de fecundidades: Las Españas. Queríamos significar de tal suerte la naturaleza confederal de nuestro país y que en ello residía su verdadera, concertada unidad. Conocíamos, por haber estado allí larga temporada, el “caso” de Cataluña. Por referencias los de Euzkadi y Galicia. José Ramón Arana había penetrado, a fondo, en el proceso de la Corona de Aragón y de sus fueros. En lo que a mí concierne, consciente era y soy de que no es sólo un idioma distintivo lo que constituye una comunidad, en la más amplia acepción, sino en el uso y adecuaciones, incluso fonéticas, de la lengua supranacional, el castellano, en la forma de su estructuración a través de los siglos, en la cultura peculiarizada y creadora que concita y suscita. Para mí, Andalucía –embrión de las tesis expuestas en mi reciente ensayo- representa uno de los más antiguos y multiformes mestizajes de la Península, y esa acumulación cualitativa había sedimentado en un carácter y en una personalidad, a despecho de que, en cierto modo como México, sufriera lo que toda Conquista tiene de traumático, pero en lo que a nuestro pueblo respecta, acendrado ya por una coexistencia secular, que había eliminado cualquier complejo de resentimiento. Lo que todavía no resultaba aplicable, aunque esté en vías de ello, al espíritu nacional, psicológico, de México, de lo mexicano, de los mexicanos.

            Mientras, en tanto que fiel lector del diario “El Sol”, el periódico sin parangón que inspiraba José Ortega y Gasset, el único que no reseñaba, a la sazón, las corridas de toros y dedicaba una página entera, con el folletón de Pepín Díaz Fernández, a los libros y a los discos –juzgados por el musicólogo Adolfo Salazar- nos familiarizábamos con los artículos del admirado humanista mexicano Alfonso Reyes, adscrito al Centro de Estudios Históricos que dirigía don Ramón Menéndez Pidal, y a las prosas y poemas de otro eminente mexicano, Jaime Torres Bodet, que más adelante, por la década de los cincuenta, sería Director de la UNESCO. Ello continuaba la tradición de inserción en la vida cultural madrileña del poeta Amado Nervo, del escritor Icaza, del novelista y leal amigo de don Manuel Azaña, Martín Luíz Guzmán, autor de “La sombra del caudillo” de “El águila y la serpiente”, anticipadas en las páginas del nunca bien ponderado y heroico “El Sol”.

            Perdonad que agregue, a título anecdótico, a estos elementos de predisposición hacia México el proyecto, iluso, con un amigo, en Barcelona, de trasladarnos a la Nueva España para fundar y virtualizar una editorial –ya en tiempo de la República- que difundiera allí el pensamiento y creaciones de la nueva, flamante democracia española. No pudo realizarse por obvios motivos de falta de capital. Habíamos soñado...

            En el transcurso de nuestra guerra civil-internacional, la resulta e inequívoca actitud de Mëxico, en defensa diplomática y material de la República Española (tras el Lic. Isidro Fabela, su certero representante en los foros internacionales, la firme y enérgica voluntad del Presidente Lázaro Cárdenas), lo que habría de constituir, en lo sucesivo, toda una política exterior, uno de sus más relevantes pivotes. Y nadie podía, con mínima sensatez, tildar a México de intervenir en una pugna europea de bloques, por su distanciamiento espacial y la peculiaridad de su régimen, ni capitalista ni socialista en sentido riguroso, ni prosoviético ni antisoviético. Eso sí, por su misma naturaleza antagónico a los sistemas nazi y fascista de Alemania e Italia y de sus corifeos... y de sus cómplices de “la no intervención”. Ha sido la suya, desde entonces, una ayuda jurídica, moral y tangible a los demócratas españoles.

            En este rosario de remembranzas, no puede faltar una evocación. Estaba internado en el campo de concentración de Saint Cuprien, plage, a raíz de la pérdida de Cataluña, realidad tan amarga como fáctica, y del paso por la frontera, en El Perthus. En varias demarcaciones sumábamos, a la intemperie, veinticinco mil derrotados, sin embargo orgullosos y en no pocos casos sarnosos, piojosos... Los días y las noches se alargaban, interminables, trizadas de pesadillas. Un atardecer alguien consiguió introducir un ejemplar de “Le Populaire”, portavoz del Partido Socialista francés. Me tocó hojearlo y muy apretada la noticia, para nuestro deseo, localicé el mensaje que se nos dirigía. Se reunió un nutrido grupo y lo leí, traduciendo sobre la marcha: el Presidente Cárdenas abría las puertas de México a los republicanos españoles. Se anunciaba la preparación de las expediciones iniciales. Podéis figuraros la general emoción, porque ya no nos sentíamos tan solos y desamparados...

            En la obra colectiva “El exilio español de 1939”, y en el capítulo dedicado a las revistas culturales y literarias, he contado que en el “Sinaia”, buque que nos transportó de Sète a la mexicana Veracruz, se imprimió, en ciclostil, el primer periódico diario además del exilio, en aquella travesía. Lo hicimos el albaceteño Varea, el historiador Ramón Iglesia, encargado de recoger por onda corta las noticias internacionales, el madrileño José Bardasano, el barcelonés Ramón Tarragó y quien os habla. Susana Gamboa, responsable diplomática de la expedición, nos facilitaba material informativo sobre la Revolución Mexicana y los problemas y logros del país, que no sólo orientaban a nuestros lectores, todos los que allí venían, pues se distribuía gratuitamente, sino que a nosotros mismos, los redactores y entrevistadores, mecanógrafos y engrapadores, en una pieza, nos era de utilísimo conocimiento.

            A los efectos que a vosotros me une hoy, en esta reconstrucción, lo anecdótico personal, si lo sabemos cribar, juega un gran papel.

            De pronto, tras avistar el puerto de Veracruz, ser recibidos en olor de multitud, en la ancha explanada, invitados a bocadillo y bebida por un cantinero asturiano, acogerse a un refugio, para, a la mañana siguiente, salir a callejear, suelto, y contrastar la blancura colonial de los edificios y la mezcla de colores de la gente –criollos, indígenas, mestizos- y su diferente ritmo al caminar y su distinto acento al hablarse y hablarnos. Alentaba allí con visible huella española, otro mundo, una forma harto peculiarizada de alimentación, con música en la dicción de parcial impronta andaluza. El clima, la vegetación, la festoneada costa, los murmullos nocturnos, impregnados de poder mágico. Allí mismo, aún informe en mi percepción y reflexión, desde 1939, en su mes de junio, el fenómeno desafiante del mestizaje.

            Al trasladarme, pasaron sólo unos días de privada angustia, de Veracruz a la capital de México, al Distrito Federal, quizá la lucha por la vida, por la subsistencia, determinó que no advirtiera suficientemente la diferencia entre el altiplano –más de dos mil metros sobre el nivel del mar- reseco entorno, era aún el cielo límpido, sin contaminación, lo que Alfonso Reyes consideraba “la región más transparente del aire” y la extroversión veracruzana. Una vez despejada la fundamental cuestión del trabajo (fui, de comienzo, corresponsal de francés y alemán en una empresa judía importadora de relojes suizos, pueden apreciar que no me privaba de nada) y del asentamiento, los nuevos colores –rojizo tezontle de los edificios, amarillez morena de las fisonomías indias, teñidas claras de los criollos, polifacética mixtura de los mestizos. Empecé a mirar y percibir con calma, con profundo interés, en derredor. Persistían las refinadas formas de la cortesía prehispánica y un aturdimiento despegado de algunos núcleos económicamente inferiores, socialmente explotados. Pese a los esfuerzos positivos, y hasta heroicos, de la Revolución, se nos manifestaba una torturadora desigualdad distributiva, que la gran ciudad exacerba por doquier. Comenzaba el éxodo campesino a la capital. Los olores de las fritangas y el palmear de las tortillas de maíz contrastaban con el hervir aceitoso de las recientes churrerías.

            Deslumbrados por la mestiza hermosura y el prolijo ornato de una iglesia colonial, barroca por excelencia (que espléndidamente lo relievó el malagueño José Moreno Villa en “Cornucopia de México”) contemplábamos una y otra vez, los murales, que adquirieron fama internacional, de José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro, Siqueiros... en la Escuela Nacional Preparatoria, en la Secretaría de Educación Pública, en el Palacio de Cortés en Cuernavaca.

 

Era un constante debate de las sangres injertas y de las cosmovisiones religiosas (¿dónde terminaba lo precolombino, donde empezaba lo católico?). Antes era una óptica distinta, una singular sensibilidad del tiempo y del espacio, ahora lo antiguo y precedente pugnaba con los valores occidentales, europeos, hispánicos.

            No puede ni debe olvidarse que la obtención de un mestizaje atemperado, armónico, exige estos ardidos cotejos y el acendramiento de los siglos. Y entonces tuve la impresión, todavía informe, de que el mestizaje español, y particularmente el andaluz, había ganado esa incruenta pero decisoria batalla de la identidad.

            Un reto para la comprensión fluida. No nos servían las nociones simplistas, maniqueas, que textos esencialmente frívolos nos inculcaron en la infancia y adolescencia. También intuíamos que la versión contrapuesta, oficial, allí para afirmar una personalidad nacional, cargaba las tintas, reduciendo casi la Conquista y la Colonia a una depredación, en lo primordial.

            Uno, sobre el terreno, y para su composición de lugar, tenía que cribar una relativa pero plausible verdad. Había que analizar, por cuenta propia, la caracterización de la Conquista y de la Colonia, el significado estricto de la Independencia, y aplicar las guías logradas a una interpretación serena y constructiva del México en que nos desenvolvíamos... y de los mexicanos que nos rodeaban.

            Sin dejar de participar, todo lo contrario, en las tareas conjuntadoras del exilio español, por razones de trabajo y de la relación circundante, por la ambiental fuerza cotidiana, fui adquiriendo una noción directa de la intrincada singularidad de México. En virtud de mi empleo, extendido de la correspondencia comercial franco-alemana al desenvolvimiento de lo que suele denominarse publicidad de marcas, hube de frecuentar y pulsar los medios radiofónicos en programas no enlatados sino vivos, con cantantes, orquestas, actores y locutores propios, en la Emisora más importante. Un mundo convencional y sofisticado, del que doy alguna idea colateral en mi novela Cita de fantasmas, a punto de circular este mes, o al menos lo intento. Curioso observar, también en aquel terreno, que a pesar de la influencia técnica de la cercana y gigantesca Norteamérica, los motivos temáticos y la sensibilidad de que se nutrían manifestaban, reiteraban, la personalidad, por veces contradictoria y paradójica, pero en todo momento fascinante, cual un desafío a nuestra comprensión, del mestizaje.

            Necesitaba reflejar tales emociones y percepciones, la colisión de costumbres y atavismos –españoles, de raíces criollas, mestizas e indígenas- lo que implicaban de atracción, misterio y prestancia. Expresarlo, con intención catártica, era indispensable en tanto que cuestión previa, a despejar, para acometer la obra literaria, de retrospectivo enfoque de nuestro pueblo y de sus castas dirigentes, bajo la Restauración alfonsina íntegra, que en mí germinaba.

            De ahí que, al cabo de unos textos de teatro rápido y de mi crónica del campo de concentración de Saint Cyprien, escribiese mi primera novela, Partiendo de la angustia, que se publicó en un volumen en que figuraban también una serie de relatos situados en España y en México, por la vía asimismo de su entrecruzamiento.

            Partiendo de la angustia, título anterior al existencialismo sartriano, que estimo expresivo aunque ese gerundio me remuerde el estilístico sentir, se publicó hace la friolera de 38 años, en 1944. Más que el argumento de la novela, importa destacar que es una joven india la protagonista, que en esa trama aparecen criollos y mestizos de varia condición y que destilan, un tanto oblicuos y marginales, republicanos exiliados. Pero el tono e intención fundamentales consistían en la aspiración de captar el ambiente, de reflejar una atmósfera en que concurren, indisolublemente, el entorno de la historia en que participó lo español, determinándola en gran porción, y la aparente y subyacente y coloreadora persistencia de impregnación precolombina. Constituía una melancólica constancia, un haz de impresiones iniciales, en que se habían mezclado un ingenuo deslumbramiento y dosis de una vaga ternura solidaria, por los conquistadores –o dominantes todavía- y por los conquistados, cuya modulación se conservaba y afloraba.

            (Ya en 1945 aparece mi primera novela, muy extensa, del que más tarde sería el ciclo Lares y penares. Se trata de Cristal Herido, que no sin balbuceos expositivos, posee quizá la cualidad de pretender trazar las vicisitudes y estados de ánimo de aquella mocedad que adscribió todas sus ilusiones de realización personal y colectiva, de amor a una España reivindicadora de legítimas tradiciones y al propio tiempo defensora de una imperiosa modernización. Juventud que la rebelión militar del 36 aniquilaría o expulsaría.)

            Discúlpeseme este paréntesis, destinado a una secuencia simplemente cronológica, para entrar en la génesis de la revista Las Españas, asaz representativa del exilio, de honda impronta, catalizadora de una reflexiones y revisiones inspiradas en una voluntad de diálogo, regeneración y auténtica convivencia, desde una ubicación cultural y literaria.

            José Ramón Arana y yo decidimos fundar y consolidar una revista, Las Españas, basados en nuestra independencia de grupos políticos, de sujeciones partidistas. Y yo, de lo que me enorgullezco, la bauticé con un plural de fecundidades: Las Españas. Queríamos significar de tal suerte la naturaleza confederal de nuestro país y que en ello residía su verdadera, concertada unidad. Conocíamos, por haber estado allí larga temporada, el “caso” de Cataluña. Por referencias los de Euzkadi y Galicia. José Ramón Arana había penetrado, a fondo, en el proceso de la Corona de Aragón y de sus fueros. En lo que a mí concierne, consciente era y soy de que no es sólo un idioma distintivo lo que constituye una comunidad, en la más amplia acepción, sino en el uso y adecuaciones, incluso fonéticas, de la lengua supranacional, el castellano, en la forma de su estructuración a través de los siglos, en la cultura peculiarizada y creadora que concita y suscita. Para mí, Andalucía –embrión de las tesis expuestas en mi reciente ensayo- representa uno de los más antiguos y multiformes mestizajes de la Península, y esa acumulación cualitativa había sedimentado en un carácter y en una personalidad, a despecho de que, en cierto modo como México, sufriera lo que toda Conquista tiene de traumático, pero en lo que a nuestro pueblo respecta, acendrado ya por una coexistencia secular, que había eliminado cualquier complejo de resentimiento. Lo que todavía no resultaba aplicable, aunque esté en vías de ello, al espíritu nacional, psicológico, de México, de lo mexicano, de los mexicanos.

            En consecuencia, la Conquista, por sí, por sus orígenes conmocionadores, es una deuda que, en el curso de los siglos, recae sobre las clases populares y no en los rotados y culpables círculos dirigentes.

            Sin embargo, la directriz espontánea y caudalosa de la Conquista española representa un mentís al racismo. Los que la ejecutaron, a golpe de armas y caballos, se unieron sexualmente a las indígenas, reconocieron su posición en el hogar, y los hijos resultantes, la fusión de las carnes no dejó de adquirir, en múltiples casos, crecientemente a medida que transcurría el tiempo y el invasor era invadido por el nuevo y feraz paisaje, un neto signo afectivo. Ahí comienza el mestizaje.

            Pero es también una interpenetración de culturas. Ciertamente el conquistador impone, y sigo refiriéndome a los hispanos, su doctrina y su idioma, persigue ritos e ídolos. Pero junto a ellos, o en su seguimiento, llegaron predestinados misioneros, enemigos de esclavitudes y encomiendas, pero igualmente apreciadores, en casos imperecederos, de las culturas vencidas. Importa no olvidar estas nobles contribuciones, que exculpan parcialmente, o compensan en equis medida, los desafueros cometidos. ¿Conocemos suficientemente la ímproba labor realizada y encargada a Fray Bernardino de Sahagún, que rescató lenguas y manifestaciones culturales del periodo precolombino, al extremo de que en México los estudios arqueológicos y antropológicos de índole prehispánica se apoyan fundamentalmente en las averiguaciones que le debemos? Me remito a la cabal caracterización que en su antología general traza la profesora Margarita Peña, en volumen que apenas hace semanas salió de las prensas y que reproduce los más expresivos textos de “Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados” en el Decubrimiento y Conquista de América”: “De Fray Bernardino de Sahagún se dice que poseía un físico agradable, que era grandemente caritativo, en especial hacia los indios, y enormemente curioso. Su curiosidad, derivada del entusiasmo que despierta en él el pasado indígena, aunada al afán de explicarlo todo, lo convirtieron en un sabio. Cuando muere, a los noventa años, nos lega doce libros, su Historia general de las cosas de la Nueva España, suma de múltiples materias relacionadas con la antigüedad de los indios. La curiosidad del amable fraile culmina en una obra magna”.

            ¿Disponemos de sumaria noticia de la obra social, por las rutas de Utopía, de Tomás Moro, llevada a cabo en el Estado de Michoacán, por Vasco de Quiroga, natural de Madrigal de las Altas Torres, que a limpio y lírico castellano suena, y al que los “tarascos” llamaban Tata Vasco? Todavía hoy, en imprevista vuelta de camino, por aquellas tierras, los indígenas se detienen, se persignan, guardan reverente silencio, y prosiguen la andadura. Preguntad y os contestarán, simplemente: Ahí acostumbraba sentarse a descansar Tata Vasco. Y Tata Vasco está presente en las labores de artesanía, en legados servicios de hospitales y hospedajes, en algunas reminiscentes modalidades de colectivismo.

            La unión sexual, corporal, orgánicamente familiar, es resaltada y profundizada por el cruce de culturas, por la combinación y síntesis, dinámicas, de acentos y temperamentos. A título de ejemplos, en la denominada época colonial, virreinal, en México, sobresalen dos figuras, una la de Sor Juana Inés de la Cruz, de tan fina poesía de estirpe gongorina, una mujer intelectual, en las diversas esferas del saber y de las bellas artes, a la que hemos de acreditar uno de los primeros salones literarios, en el mundo hispánico de entonces. De otro lado, pero en la metrópoli, a la sazón, Juan Ruiz de Alarcón, uno de los precursores, por sus dotes psicológicas, de la comedia moderna, perteneciente a nuestro Siglo de Oro. Al respecto me complace consignar que el día 11 de septiembre, en el corral de comedias de Almagro presentará su versión de la alarconiana pieza La verdad sospechosa, el director de origen y ejecutorias exiliadas, el ecijano Álvaro Custodio.

            Hablo de estos ponderados mestizajes –México en España. España en México, lo que aplicable se a toda Iberoamérica, mención de honor para el Inca Garcilaso, para Ercilla...- porque representan un momento glorioso, pero jugaz y condicionado, que había de desembocar en los movimientos de independencia, que coinciden con las peninsulares luchas intestinas, tras el noble esplendor de las Cortes de Cádiz, lo que determina que a partir de esos años cruciales, España dejara de estar presente en América, no ejerciera la legítima influencia de un diálogo paritario. Lo nuestro se redujo, en Ultramar, a reminiscencia y huella. Las ideas y civilización francesas, primero y las anglosajonas-norteamericanas, después, nos desplazaron, y los extraños, y ahí duele, usufructuaron nuestra herencia, lo que habíamos conjuntado, durante el siglo XIX y hasta la proclamación de la República. Los precursores –Institución Libre de Enseñanza, lo más asentado del ascenso obrero- ya intuyeron el fenómeno latinoamericano y los legisladores de las Cortes Constituyentes establecieron el principio y el hecho jurídico de la doble nacionalidad.

         Conviene recordar que en el transcurso de ese prolongado periodo –una centuria más cuatro lustros- la emigración española a Iberoamérica, y por mis datos escasearon en ella los andaluces, tuvo motivaciones económicas, siendo sus protagonistas, por lo común, de escasa preparación cultural pero con admirable fuerza de trabajo y riqueza de perseverancias, lo que determinó un mestizaje primario en que los hijos poseían superiores conocimientos a los de los padres, lo que provoca una peligrosa dualidad...

            Todo el modélico empeño republicano hacia Iberoamérica se frustró por el resultado material de la guerra civil. Al menos así podía parecerlo en 1939. Sin embargo es, en la etapa que comienza, cuando se producen cambios trascendentes, en sus dimensiones específicas:

            El exilio español culturalmente más calificado y agrupado se acoge a la hospitalidad iberoamericana.

            

 

En México, colegios propios desde los parvularios a los estudios preuniversitarios; instituciones de alta investigación humanística (El Colegio de México, antes Casa de España, donde filósofos de la categoría de Eugenio Imaz y un paleógrafo y un paleógrafo tan distinguido como Millares Carlo, entre otras eminencias, marco y medios para sus trabajos de mayor jerarquía; en la Nueva España relievan su condición, también en letras y ciencias, en la pedagogía, las tres generaciones del destierro. Aquella de edad madura y prestigio adquirido (del naturalista Rioja al pintor, poeta y crítico José Moreno Villa) así como los titulares de representatividad política; a continuación, los forjados en la guerra civil, que implantan su tarea de reflexión y en tercer término, lo que de niños o jóvenes nos acompañaron en el éxodo y que encarnan uno de los mestizajes culturales, primordialmente más complejos, interesantes y prometedores que han sucedido en la Historia, no sólo en la nuestra...

            Al propio tiempo, pero en menor escala, desde el punto de vista del conglomerado, del carácter y del ambiente, incluso numéricamente, Argentina selecciona a concretas individualidades de la Universidad española que habrían de incidir, de modo señero, en la cultura superior y en la industria editorial, sector éste donde los exiliados de nacencia gallega desempeñaron un papel extraordinario. Chile, en tiempo del Presidente Aguirre Cerdá, tiempos democráticos, recibe y asimila la expedición del “Winigeg”, promovida por el inolvidable poeta Pablo Neruda, para que allí un inteligente autor, José Ricardo Morales, se adelante a Ionesco con sus enjundiosas piezas, que corresponden a lo que más tarde se rotularía como teatro del absurdo. Al principio, Cuba es lar y escenario de las iniciales adaptaciones de los desterrados (imprenta de Manuel Altolaguirre, el poeta malagueño), otros, ya en pequeñas porciones, contribuyen a la vida cultural de Colombia (José Clemente Airó, la poeta almeriense María Enciso, que ahora empezaremos a dar a conocer, desnuda su Raíz al viento), hay quienes, también en núcleos espaciados, desempeñan función y misión en la vida intelectual y espiritual de Venezuela (el maestro de filósofos Juan David García Bacca). Sirvió sólo de tránsito (de “estación de empalme”, hacia rumbos más propicios, todo ello por la pesantez y asfixia de la dictadura de los Trujillo) la República Dominicana.

            He aquí una visión panorámica del indeleble mestizaje del exilio español en Iberoamérica. Y en todos estos procesos de cruce, se dan, a mi juicio, las manifestaciones y comprensiones, más precisos, de la multiforme y secular aleación de costumbres, mentalidades y conceptos que moldean la personalidad y la existencia de Andalucía.

            Afianzado, en tanto que poder y dominación, el franquismo (las nunca asaz denostadas “zonas de influencia”, que lo encajaron en el sedicente “mundo occidental”, en la órbita de sus a veces irrisorias democracias, eslabón del contubernio de las grandes potencias, pero en tanto que “aliado vergonzante” fuera del mercomún, de aquellos polvos estos lodos), el franquismo repito, para reanudar el hilo, como intento de expansión, para esgrimir una justificación histórica, aliña el Instituto de Cultura Hispánica, condicionado por esa mentalidad anacrónica e irreal, “imperial”, causa de que en Iberoamérica se le considerara con natural recelo, y por haber arraigado allí, en obras y convivencias no adscritas al pretérito, el exilio republicano de 1939. Lo único que procura, el régimen dictatorial, es una base elemental de documentación más o menos puesta al día, un precario sistema de becas y precavidas docencias, limitado a los afines e incoloros, a ciertos nostálgicos del común origen y una revista positiva, Cuadernos Hispanoamericanos, entidad, en suma que a merced de los vientos preliberalizadores ha ido depurando su trayectoria, mas incapaz ‘per se’ de implantar y mantener organismos colegiales dignos (...).

            Así las cosas, el exilio republicano, desligado de la España de las recientes décadas, y el inicial Instituto de Cultura Hispánica, luego rebautizado, en buena parte, por desatención también y falta de adecuados recursos, inoperante, la muerte de Franco, el resquebrajamiento anterior de sus sistemas, la apertura de nuestro país a una democracia todavía fragmentaria y sólo formal, plantea de modo enteramente distinto y nuevo el problema de las relaciones con Iberoamérica, en las que Andalucía ha de jugar un papel vicariamente protagonístico, con otra cualidad y vastedad, que se centra en una comprensión profunda del mestizaje empezando por el propio, el de nuestro pueblo del Sur, mestizaje apenas asumido y sólo atisbado y que soporta el lastre de prolongados predominios de intransigencia y persecución de razas y credos –con las dosis de tolerancia y de respeto a la dignidad ajena que han configurado el verdadero ser de Andalucía- a pesar de todo aquel frenesí alucinante de imponer la abrumadora “limpieza de sangre” de la hegemonía tiránica de los “cristianos viejos” (a guisa de muestra, excluiría a Cervantes y a Santa Teresa, a Fray Luis de León...), lo que tan agudamente, tan magistralmente, ha puntualizado Américo Castro.

            En el mestizaje, más hondo, más cargado de siglos y experiencias de Andalucía, se nos ofrece una clave invaluable de entendimiento y colaboración. Ha sido la razón inspiradora, a través de perdurables experiencias iberoamericanas, que me han configurado, de los estudios de mi conferencia –20 de noviembre de 1980, inaugural del ciclo del Instituto Cultural Andaluz de Madrid- y del ensayo –breve pero, a mi juicio, condensador de no pocas meditaciones y vivencias- que publicó en mayo EDISUR de Sevilla. En el trabajo editado por Edisur, y cuyos planteamientos sería inadecuado reproducir aquí y ahora, me baso en todos estos antecedentes, en precisar las circunstancias existenciales de geografía e historia, de psicología colectiva, que a pesar de traumatismos y opresiones han alfareado la personalidad y ánima de lo andaluz, nunca excluyente, siempre aglutinante. Porque sin esa actitud y aptitud de cooperación y servicio, de prestaciones fraternas, la Andalucía válida se desmoronaría. Cabe repetir que, al mismo tiempo que reclamamos derechos incuestionables y embarga la preocupación de resolver, solidariamente, sin argucias, los graves problemas económico-sociales que nos aquejan, estamos en fervorosa disposición de contribuir a la creación de la bien unitaria España plural. Ideales de prestación susceptibles de infundir un contenido estimulante al diario esfuerzo. Con liberalidad, al decir y sentir cervantinos, vocablo que luego se catalizaría en las Cortes de Cádiz, para brindar a las otras naciones un adjetivo sustantivado, “liberal”, lo abierto y dadivoso, lo reconocedor de los diversos y fraternos perfiles humanos y sociales, en suma el culto a la dignidad del hombre, en nosotros y respecto a los prójimos y semejantes... ¡y a los disímiles!

            Yo sé que este lenguaje puede parecer ingenuo a los maliciosos y escépticos, a los infortunadamente pragmáticos, pero no abrigo la menor duda de su necesidad y justeza. Gracias a tal vocación –misionera y funcional- podemos captar y encomiar esta declaración del impar escritor Augusto Roa Bastos, paraguayo, exiliado también, autor de la magnífica novela Hijo del Hombre, palabras que desprendemos de su ponencia “Los poderes culturales contra la cultura nacional”, presentada en el II Congreso de Escritores de Lengua Española, celebrado en Caracas, a fines de octubre de 1981.

            “Esas normas venidas de fuera (se refiere a nuestro país) nos permitieron construir nuestras catedrales criollas, desarrollar nuestra civilización material, nuestra cultura mestiza (subrayo) en sus aspectos más creativos. Pero también nos ayudaron a reconocer nuestra identidad cultural en el proceso del mestizaje y a orientar nuestras luchas de liberación en todos los sentidos”.

            Y el que fuera Rector de la Universidad de Barcelona, en la época republicana de la Generalidad, don Pedro Bosch Gimpera, que honró nuestro exilio y cuya altura intelectual y científica abona la obra La formación de los pueblos de España, en su libro La España de todos, dedicó un capítulo entero a nuestra Andalucía, cuya lectura recomiendo encarecidamente (data de 1972), y que comienza de esta suerte:

            “De los pueblos españoles, el andaluz es sin duda uno de los de más destacada y vigorosa personalidad, resultante maravillosa del cruce de razas y de culturas que desde los más remotos tiempos prehistóricos han venido sucediéndose sobre su territorio. Invasiones y dominios extranjeros se suceden y aclimatan allí nuevos elementos étnicos y nuevas corrientes de civilización. Después de cada catástrofe, Andalucía enmudece, pero al fundirse los recién llegados con la población tradicional, se asiste a una nueva floración y, con lenguajes y formas distintas, hay una perdurable continuidad del espíritu andaluz que aletea en el crisol en que todo acaba por reducirse a algo profundamente arraigado en su tierra. A la larga, nada se ha perdido y todo sirve para dar una mejor calidad a sus valores, que su pueblo mantiene como un depósito inagotable”.

            Y más adelante afirma:

            “La Andalucía musulmana y judía no es una simple prolongación de la cultura de musulmanes y judíos de Oriente. Simbólico de ello es que los fanáticos almorávides y almohades considerasen heréticos a los andaluces y los persiguiesen, obligando a muchos a refugiarse en territorios extranjeros. Es preciso no exagerar o atribuir importancia decisiva a los factores orientales: mucho llegó de Oriente, mucho es genuinamente árabe, sirio o hebreo, pero mucho, y particularmente el espíritu, es hispánico y, sobre todo, andaluz”.

            Como una confesión en público, reitero, y por aproximativos métodos circunvalatorios he intentado exponeros el clima y las experiencias que, tras suscitar uno de mis ejes temáticos, propongo a vuestro criterio en el ensayo Andalucía e Hispanoamérica crisol de mestizajes.

            Por el esfuerzo de condensación que este trabajo ha requerido, y los pecados de divagación, pido vuestra indulgencia. Ojalá que alguna de sus ideas y sugerencias alcance en vosotros resonancia y que me otorguéis vuestro aliento. Pienso proseguir, mientras me queden mentales arrestos, estas tareas. Y ya, autocríticamente, me atrae la posibilidad de consagrar un espacio propio y señero a la romanización, a los sefarditas de cuna y albor andaluces, a la sugestiva, ineludible ancilaridad canaria.

            Disculpad la atención que de vosotros he recabado y que quizá aspire a solicitar de nuevo, pronto: por la cuádruple razón del mestizaje y de lo iberoamericano, del españolismo andaluz y de la humana e inequívoca universalidad que entraña.

                        ¡Muchas gracias!

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