La Crisis, la Entomología y la Botánica según Fernando R. Quesada Rettschlag

10.06.2012 20:57

Fernando R. Quesada Rettschlag. Junio 2012.

Nada, no hay caso. En el paseo de hoy ni la contemplación siempre nueva, siempre distinta, de mis amados paisajes, ni la belleza del cielo azul intenso tachonado de algodonosas nubecillas blancas, ni el surtido de verdes del arbolado, ni siquiera la visión fugaz de una ardilla que cruza el camino una treintena de metros por delante de mí, sin  darme la más mínima oportunidad de fotografiarla, logran arrancar de mi mente la preocupación que una y otra vez, machaconamente, contumazmente, vuelve a enseñorearse de mis pensamientos. ¿Qué está pasando con la economía española? ¿A dónde nos llevará este hundimiento general de todo lo que sustentaba nuestras seguridades y nos permitía vivir plácidamente instalados en la confianza y el confort?

Casi todo el mundo está de acuerdo en que la economía es una ciencia oscura y abstrusa, solo comprensible por los iniciados que, respetuosamente, llamamos expertos, aunque el porcentaje de aciertos de sus predicciones sea inferior al del oráculo de Delfos o al del brujo de una tribu Mandinga.
Los propios economistas fomentan la aureola de complejidad de su ciencia, utilizando un vocabulario incomprensible para el común de los mortales. No son los únicos; eso mismo hacen los abogados, los médicos y todos aquellos que vivimos de vender nuestros conocimientos.
El léxico propio de cada especialidad del saber humano, permite un rigor, una precisión y unos matices, que serían imposibles de lograr, usando el lenguaje vulgar, pero también desempeña la función de impresionar al posible cliente suscitando su admiración y respeto.
Imagina que vas a la consulta del médico y te dice que tienes la garganta inflamada; pensarás que valiente tontería, que eso ya lo sabías tu antes de entrar. En cambio si te dice que tienes faringitis, amigdalitis o estenosis laringo-traqueal, la cosa cambia; vuelves a casa reconfortado por la idea de que tu buen doctor es un sabio y tu salud está en buenas manos.
Yo mismo, cuando hablo en registro académico, llamo  biotopo al suelo que piso, factor edáfico a lo que lo atañe y biocenosis a las plantitas y animalitos de Dios que lo comparten conmigo. Palabrejas que, utilizadas fuera de contexto, resultan de una pedantería insoportable.
Sin embargo en lo que ignoro, es decir en prácticamente todo, soy de cavilar tardo y discurrir sanchopancesco. Por eso, para entender lo complejo, necesito referirlo a situaciones sencillas, conocidas y fácilmente asimilables. Pondré un ejemplo. La distancia entre la puerta del palacio del intendente Olavide y la cancela de la piscina municipal es de un kilómetro. Exactamente novecientos sesenta y cinco metros según mi podómetro. Este dato lo utilizo para que mis alumnos lo tomen como referencia cuando hablamos de distancias pequeñas, tales como los once kilómetros de profundidad de la fosa de las Marianas o los diez kilómetros bajo la superficie, donde se situó el hipocentro de un reciente terremoto en Italia.

Así, en este marco referencial de andar por casa, y animado por la inmensa osadía que infunde la ignorancia, voy a perpetrar la temeridad de exponer mi propia interpretación sobre la crisis económica que nos aflige.
Todos sabemos lo que es un mercado: un sitio donde unos pocos venden y otros muchos compran.
Imaginemos el mercado municipal de abastos. En nuestra parábola, uno de sus puestos está regentado por un padre y sus hijos.  Durante un tiempo el negocio les fue bien, pero ahora se llevan a matar y discuten continuamente, gritan, se insultan, increpan a los clientes procurando atraerlos cada cual a su bando en sus inacabables disputas familiares; cuando el padre pregona la mercancía los hijos chiflan para que no se le oiga… No es necesario que siga porque seguramente, ya hace rato que has decidido que a ese puesto no te acercarías ni para preguntar la hora. Lo mismo les ocurre a los demás compradores y las ganancias de la familia no dejan de disminuir. Para intentar remediarlo, el padre baja los precios procurando así, atraer a la clientela de la competencia. Sin embargo no están dispuestos a renunciar a su tren de vida y, para mantenerlo, piden un préstamo detrás de otro. Nuestros personajes sostienen que la forma de reflotar la empresa es endeudarse más y más aunque cada día vendan menos. Los intereses se acumulan, la mala fama del negocio espanta a los clientes a pesar de seguir bajando los precios hasta llegar a niveles ruinosos… la situación se vuelve insostenible y al final, el padre termina entre rejas, los hijos comiendo en Cáritas y el puesto enajenado y subastado.

Esta situación nos resulta perfectamente entendible; de hecho, todos conocemos algún caso comparable, en mayor o menor medida.
Si ahora los hijos del cuento o sus amigos vinieran a contarnos que la culpa de la ruina de la familia la han tenido los clientes que son unos especuladores, o el propio mercado que es perverso, con toda seguridad pensaríamos de ellos que son unos soplagaitas y unos tontoleches.
Los mercados internacionales son exactamente lo mismo pero a lo bestia, es decir, con muchos más vendedores y muchísimos más compradores. Varía algún detalle como la naturaleza de la mercancía, que en lugar de tomates, chuletas o boquerones, son acciones, letras o bonos; pero en esencia, el funcionamiento es similar: los vendedores ofrecen su mercancía y los compradores deciden en qué les interesa gastar su dinero.
Imaginemos que tenemos unos ahorros y nos planteamos invertirlos en los productos que ofrece una sociedad llamada España. Investigamos un poco y nos enteramos de que esta empresa, que es de tamaño medio, tiene un presidente y nada menos que diecisiete vicepresidentes, además de dos vicepresidentes adjuntos. Todos ellos y sus correspondientes directivos viven con un lujo que haría palidecer de envidia al mismísimo Maharajá de Kapurthala. Los diecinueve vicepresidentes sin excepción, gastan más de lo que ingresan en sus respectivas filiales y continuamente reclaman a la oficina central que les suministre nuevos fondos para mantener su ritmo de gastos. Falsean las cuentas, discuten las instrucciones de la presidencia y, cuando les parece oportuno, las desobedecen. Acuden a instancias externas a la propia empresa para atraerlas a su bando en sus interminables disputas y endémicas rencillas. Airean sus discrepancias en la prensa utilizando todo tipo de falacias, manipulaciones y demagogias para dañar la imagen de la firma y de su presidencia. Varios de ellos manifiestan abiertamente que su objetivo último es destruir la compañía rompiéndola en pedazos. Siempre que una de sus asambleas generales se retransmite a medio mundo, los socios aprovechan para pitar al presidente y ultrajar a los símbolos de la imagen corporativa institucional… Creo que no es necesario seguir; hace ya muchos renglones que has decidido llevarte tu dinero lo más lejos posible de semejante desastre empresarial por muy baratos que sean sus productos, por ejemplo comprando deuda pública de Nueva Zelanda o de la Antártida si la emitiere.

Y ahora, que vengan unos cuantos listillos, a decirnos que la culpa de la ruina de esa empresa llamada España, la tienen la falta de escrúpulos de los especuladores internacionales o la siniestra perversidad de los mercados. Soplagaitas y tontoleches es lo que son o, mejor dicho, lo que se creen que somos.
Y por una de esas curiosas casualidades que, a la postre, resultan no ser tan casuales, los que tal dicen, son los mismos que pretenden convencernos de que, para salir de esta crisis, tenemos que endeudarnos más todavía.
A ver si lo entiendo ¿lo que me están diciendo es que si me cae sobre un pie el busto de bronce del tatarabuelo Ataulfo, la terapia adecuada consiste en golpearlo repetidamente con un martillo pilón?
Hace ocho años, tras el único periodo en mucho tiempo, puede que en siglos, en que un gobierno se esmerara en practicar la austeridad y la buena gestión económica, las arcas de la Hacienda Pública española quedaron rebosantes como nunca antes lo estuvieran.
Pero ¿en qué consiste eso que yo llamo buena gestión económica? Nuevamente me amparo en la naturaleza sanchopancesca de mi enteco razonar, para justificar la simplicidad de mi respuesta. Consiste en administrar la economía de la nación con los mismos criterios de probidad y desvelo con los que un ama de casa diligente atiende la economía de su familia. Dicho queda. Y ahora, con toda la humildad de que soy capaz, me apresuro a pedir mil perdones y solicito la indulgencia de los entendidos en economía… y de los no entendidos, también.
Después del referido periodo, nuestros dirigentes de todo jaez, siglas e ideologías, se afanaron con denuedo en despilfarrar sin sentido, en proporcionarse un lujosísimo pasar, en repartir nuestro dinero a manos llenas para proyectos de nombre inverosímil cuando no ridículo, tanto dentro de nuestras fronteras como en lugares del mundo que yo no sería capaz de localizar en un mapa mudo (y la mayoría de ellos tampoco), en construir carísimos aeropuertos y líneas de AVE en lugares donde no hay viajeros, en introducir por la puerta falsa a miles y miles de trabajadores públicos innecesarios, con la única finalidad de favorecer el clientelismo político, etc. etc.
Cuando, de tanto rebañar la olla, empezó a verse el fondo, se empeñaron en mantener el mismo ritmo de lujo y gasto, hasta que, al igual que en nuestra parábola, la situación se volvió insostenible.
Claro que la cosa no es exactamente igual. El padre de nuestro cuento, al endeudarse, comprometía su propia hacienda y su propia libertad, como cualquiera de nosotros cuando pedimos un préstamo. En cambio, nuestros dirigentes políticos cuando piden créditos, nos endeudan a nosotros aunque sean ellos los que gasten el dinero. Lo que se ventila no es su hacienda y su libertad sino la nuestra, la de nosotros el pueblo. Así, cada español debe a los bancos una media de 566 euros, por deudas contraídas por su Ayuntamiento.
Ahora empiezo a intuir por qué, a despecho del más elemental sentido común, hay quienes siguen defendiendo que la forma de salir de esta crisis económica en la que nos ha sumido el despilfarro irracional y el endeudamiento extremo, es pedir más y más préstamos para seguir en las mismas.

Si yo me dedicara a la política y careciera de escrúpulos, valga la redundancia, seguramente también preferiría aumentar la deuda de la nación, es decir, de los demás, antes que renunciar a uno de mis coches oficiales, a uno de mis teléfonos móviles con cargo al erario público, a una de mis tarjetas visa oro sin límite de gasto, a que las multas que me pone la DGT las paguen los contribuyentes ¡y con recargo!… por no hablar de la pléyade de parientes, amigos y correligionarios que tendría colocados en las administraciones local, autonómica o nacional, según se terciara, con la única tarea de cobrar a fin de mes y estorbar el buen funcionamiento de la cosa pública.
Se conoce que son muchos los miles de españoles dispuestos a suscribir lo antedicho, porque solo así se explica que España sea el país europeo con mayor número de políticos con cargos públicos (incluidos liberados sindicales) por habitante, de toda Europa; que con la mitad de población que Alemania, tengamos 300.000 políticos colocados por elección o por designación directa, más que aquella; que en este mismo capítulo, dupliquemos las cifras de Francia o de Italia; que tengamos casi 650 diputados y senadores, mientras que en EEUU, con una población ocho veces mayor, se las arreglen con solo 535; que con 35.000 vehículos oficiales, ocupemos el sexto puesto en la clasificación mundial de países con mayor parque móvil a costa del contribuyente, empatados con Japón que triplica la población de España; que los diputados que todavía no disponen de su propio coche oficial, tengan un sobresueldo de 250 euros mensuales para gastar en taxis; que las comunidades autónomas compitan en abrir sus propias “embajadas” en el extranjero, siendo Cataluña con 69, la que por ahora encabeza la clasificación; que… ¿para qué seguir?
Y a todo esto los renglones van pasando, y de los tres términos que intitulan este artículo, solo he tratado uno, la puñetera crisis. ¿Dónde están los otros dos? Y lo que es más ¿qué pintan la entomología y la botánica en este asunto? Pues, aunque parezca raro, tienen que ver.
Si has paseado alguna vez por cualquier encinar o dehesa, habrás observado que muchas encinas están adornadas con unos colgajos de forma esférica que, en un primer vistazo, tiendes a confundir con frutos; aunque inmediatamente caes en la cuenta de que los frutos de las encinas son las bellotas, por lo que esos bonitos globos tienen que ser otra cosa.
En efecto, se trata de gállaras o agallas; unas tumoraciones o excrecencias de los tejidos vegetales, que se desarrollan como respuesta a la agresión de diversos insectos que perforan las partes más tiernas, como las yemas terminales de las ramas, y depositan en ellas sus huevos.
La agalla se forma cuando las sustancias segregadas por la larva parásita, estimulan el crecimiento rápido de los tejidos vegetales alrededor del cuerpo extraño. El punto infectado queda envuelto por un tejido acorchado, que proporciona a la invasora una cápsula protectora mientras se nutre de la planta.

En el Parque Natural de Despeñaperros, donde están realizadas estas fotografías, los insectos responsables de este parasitismo, son unas avispas pequeñitas pertenecientes a la familia de los “Cinípedos”.
Unos pocos parásitos son perfectamente tolerados por la encina, pero en ocasiones, como puede verse en las susomentadas fotografías, el parasitismo es tan intenso y los parásitos tan numerosos, que acaban matando a su árbol benefactor y, consecuentemente, muriendo ellos mismos.
No sé si sería por el tema que, ese día, ocupaba mis reflexiones durante el paseo, pero el caso es que la visión de estas pobres encinas secas y cuajadas de estériles bolas colgantes, como si se tratara de los árboles de Navidad de “El jardín de las delicias” pintado por El Bosco para recrear “el infierno” de Dante, me sugirió de forma inmediata la imagen de España, la encina, parasitada por sus Comunidades Autónomas, los cinípedos.
Entiendo perfectamente que una pequeña avispa no pueda prever que si mata a la encina, se queda sin hospedador que nutra a sus descendientes. En esa cabecilla tan chica que tienen, no debe caber ni media idea. Lo que no comprendo es que nuestros dirigentes autonómicos tengan la misma capacidad de previsión que las avispas, siendo como son, mucho más cabezones. En algún caso, incluso espectacularmente cabezones.
Y termino con una cita: "El presupuesto debe ser equilibrado, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la asistencia a los territorios foráneos debe ser cercenada, para que nuestro país no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa de la asistencia del Estado”
¿Quién habrá pronunciado tan sabias palabras que parecen encajar como un guante en nuestra actual situación económica? Pues un tal Cicerón, nada menos que 55 años antes de que naciera Jesucristo.
Al parecer el Imperio Romano se vio aquejado por males muy similares a los nuestros… ¡Y ya sabemos cómo terminó el tal imperio!

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