La poesía de Mario Benedetti

18.05.2009 13:31


Por Santiago Sylvester

La poesía de Mario Benedetti está, sin duda alguna, en un lugar preferente entre los lectores: se sabe que es uno de los pocos poetas capaces de figurar en listas de best sellers o, por lo menos, de vender lo suficiente como para que se pueda hablar de esto. A la vez, es un escritor respetado por sus pares, de modo que tiene en su haber los dos extremos del arco: es leído por el lector común y respetado por los intelectuales (no es necesario aclarar estos términos).

Sin embargo, la poesía de Benedetti expresa, sin quererlo, un problema ya planteado y nunca resuelto: cómo un intelectual que se propuso cambiar no sólo el mundo sino la vida (en expresión de Rimbaud), deja intacto el verso tradicional cuando se propone exponer ideas o sentimientos a través de la poesía. Tal vez la explicación de esto esté en las intenciones del propio poeta, heredero, en este caso, de la zona diáfana del siglo de oro, algunas veces de la juglaresca, y también del sencillismo. Los propósitos de Benedetti son «hacerse entender», expresar un punto de vista, disconforme o solidario, pero claro, de modo que el lector tenga acceso seguro a su mensaje.

La poesía del siglo XX (el arte en general) ha sido pródiga en rupturas constantes y vertiginosas, por lo que ha habido dificultades para seguir los meandros, zanjones y quebradas que, a cada paso, ha ido proponiendo la búsqueda incesante de la época. Esto tal vez sea más evidente en otras expresiones del arte: pienso en la música concreta y sus derivaciones, donde la dificultad es enorme para un oído no experto. Pero ya sin salir de la poesía, y sin llegar a tales extremos, parece improbable que ese lector común (que sí lee poesía y también compra libros) se deleite una tarde de lluvia con las fracturas de La tierra baldía o sus derivaciones.

Esto, como pasa siempre cuando se trata del lector (que es quien manda), está legitimado por la sencilla arbitrariedad de que cada uno reclama de la poesía lo que le viene en gana: finalmente es deber del escritor crear los mecanismos de seducción. En este sentido, es indiscutible el éxito de lectores de Benedetti.

Queda, pues, un asunto de fondo, sólo esbozado en esta nota, que no ha sido resuelto en el arte contemporáneo: la disyuntiva entre hacerse entender por todos con formulaciones conocidas y la dificultad de investigar un lenguaje inédito que, por su misma propuesta de cambio, puede descolocar al lector. No sé cómo se resuelve este dilema del conocimiento: posiblemente con la simple y llana convivencia entre las variadas manifestaciones del arte.

Tal vez lo único que valga sea el hecho incuestionable de que cada lector elige del tablero el casillero que le interesa. Y el lector que tenga su sentido poético puesto en un poema de recorte más bien clásico, con un sentido social, seguirá encontrando en Benedetti una buena posibilidad de lectura.

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