Olavide no tiene quien le escriba

05.01.2010 13:08

Por expreso deseo de su autor, en atención a los seguidores de Revista de La Carolina, reproducimos íntegramente el capítulo 3 dedicado a Olavide del libro de Joseantonio Trujillo, "La Italia de España". Así lo anunciábamos en la referencia a otra obra del autor, "Lágrimas de papel" y así lo hacemos. Gracias José Antonio

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Olavide no tiene quien le escriba

Olavide es la novela afrancesada del siglo XVIII en España. Inteligente, audaz, pillo y huidizo escribió a vuela pluma los setenta y ocho años de su vida.

Nació  en Lima en el año 1725. Sin dejar los pantalones cortos, sólo con quince años, se convirtió en Licenciado y Doctor en Teología por la Universidad de San Marcos. Sí  la  de los jesuitas. Y para que nadie diga que en los virreinatos americanos existía corrupción administrativa y todo tipo de atropellos en lo que se denominaba sociedad y jerarquía civil, nuestro joven criollo tan sólo dos años más tarde era catedrático y además por oposición de la Facultad de Teología. Casi nada. El joven era despierto, pero ya apuntaba maneras tanto en la universidad como posteriormente en la Real Audiencia de Lima. Perú se le quedaba pequeño.

Él no podía salir de su tierra  de forma civilizada a buscar fortuna al paraíso de los pícaros como lo hicieron tantos. Tras el fatídico terremoto del 28 de Octubre de 1746, en el que se destruyó casi por completa su ciudad natal, se le ocurrió al virreinato encargarle la administración de los bienes de los fallecidos en ese seísmo. Y pasó lo que tenía que pasar, que un joven ambicioso, inteligente y poco escrupuloso entendió que se le presentaba una magnífica ocasión de trincar. Había visto a su padre hacerlo y no le era extraño el asunto. El padre le precedió en su viaje a España en modo huída. No sólo dejó unos buenos paños castellanos sin pagar, sino que premió con todo tipo de deudas a los que en antaño fueron compañeros de negocios. El joven Pablo, que había desarrollado un especial sentido de la verdad y la justicia en su cátedra, rehusó asumir las deudas y desórdenes de su hidalgo progenitor argumentando que ya había abandonado este mundo.

El Consejo de Indias no se creyó su milonga y quiso meterle mano. Era ya tarde, porque había puesto pies en polvorosa y en Septiembre de 1750 había embarcado rumbo a España. Como Marco iba en busca de su padre, podría decir alguien, pero no iba por ahí la cosa. Perú era demasiado pequeño para la mente y el bolsillo del joven Pablo. Antes de llegar a Cádiz en Junio de 1752 con 27 años, le dio tiempo a aumentar su pecunio en las diferentes escalas americanas de las que se compuso su travesía.

El dinero hace relaciones fáciles, y su amigo el Marqués de la Cañada, le proveyó de cartas de recomendación para que se pudiera mover con soltura y sin pasado por Sevilla y la corte de Madrid.

La justicia que no había regido en las cortas distancias se propone aguarle su entrada en Madrid en octubre de 1752. El fiscal de Indias no se daba por vencido y quería desnudar a Olavide, antes de que se recubriera de ropajes en forma de protección en la capital. Así en Diciembre de 1754 encarcela al peruano y le confisca todos sus bienes. La cárcel a todo el mundo no le sienta bien, pero a nuestro limeño no le fue tan mal. Por razones de salud, seguramente de su bolsillo, salió pronto en libertad condicional, y cuando todos creían que iba a ser el chivo expiatorio de la corrupción de las colonias y se le iba a aplicar una condena ejemplar, en Mayo de 1757 se impuso “perpetuo silencio” sobre su causa.

A él le dio igual todo esto del silencio y de lo perpetuo, porque antes de escuchar ambas palabras, gozando de su mala salud pero penando con su libertad condicional, le dio tiempo a casarse y a ingresar en la Orden de Santiago.

No podemos dudar que preso de un amor verdadero, mientras vivía en Leganés, se prometió con doña Isabel de los Ríos, que a los atributos de sus cincuenta años y su viudedad, la adornaba una buena fortuna. Por si las moscas y antes del sí quiero, y loco de amor, ayudó a su prometida a que le donara toda su fortuna.

La Orden de Santiago supuraba honor por todos sus poros, pero sus tasas de ingreso sólo estaban al alcance de recién casados como Olavide, de hacienda contrastada y ambición incalculable. Ingresar en esta Orden le facilitaría acercarse a la Corte, sin duda que mejor que  a caballo desde Leganés.

Con dinero y relaciones nuestro treinteañero hizo más dinero y más relaciones. En poco tiempo España se le quedaba corta, necesitaba otro tipo de estímulos que fueron de orden más intelectual y elevados, ya que los pícaros peninsulares eran aburridos.

De esta forma, entre 1757 y 1765, vivió en Francia e Italia. Su madura esposa tan acostumbrada a la falta del hombre de su casa, no puso impedimento a que él se moviera con la alta burguesía comercial europea. Visitó Marsella, Lyon, Florencia, Roma, Nápoles, Venecia, Padua, Milán y finalmente París.

El brillante Voltaire lo hospedó en su finca de “Las Delicias” unos días antes de que se estableciera en la capital francesa. Al francés lo conocían pocos en España, algunos más en Francia y posteriormente todos en el mundo. Francia era un país en ebullición. Para muchos era el referente en las letras, en la economía, en los adelantos técnicos y las ideas políticas. Después todos conocimos lo que dio de sí esa olla a presión. El país galo era el mejor sitio para el que se vino en llamar  el Virrey de Perú, el Marqués de Olavide o incluso el Conde de Pilos. Sus credenciales eran eso, creíbles, mucho dinero, erudición y gusto por los placeres de la vida. Donde iba a estar mejor nuestro querido Pablo, sin que nadie conociera su verdadera identidad. Todos estos años de su vida fueron una auténtica inversión, sin duda para elevar y desarrollar su formación intelectual, pero sobre todo para  que en  su vuelta a España pudiera denominarse “afrancesado”, una de las más apreciadas distinciones  que nuestros ilustrados perseguían.

De vuelta a casa se instaló en el Alcázar de Sevilla, que menos para él.  De nuevo necesita de los amigos, y no son otros que Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, y Múzquiz, Ministro de Hacienda, los que recomiendan al Conde de Aranda en 1766 para tareas de gobierno, conocidas sus cualidades morales e intelectuales. De esta forma el 27 de Mayo de 1766 inspecciona, en compañía del Conde de Aranda, la residencia real de San Fernando, sólo a dos leguas de Madrid, lugar elegido para la instalación de un nuevo hospicio general del que él iba a ser su director. A los cuarenta y un años había metido la patita por fin en la cosa pública. Pobre cosa y pobre pública. Pero en contra de lo que muchos pudiéramos creer, después de seguir su trayectoria, su gestión como director del hospicio madrileño fue exitosa, tanto fue así que a comienzos del 1767 lo nombran “síndico personero” del Ayuntamiento de Madrid.

A los españoles nos impresionan tantas cosas, que el todavía joven limeño pudo progresar en la administración española a la velocidad que le daban sus desconocidas experiencias de vida, su baño intelectual, su deje afrancesado y su cara más dura que el mármol. Tanto fue así que comenzó a gozar de la confianza de los ministros y del propio rey Carlos III. Eran tantos sus méritos, que unidos a los deméritos de tantos compatriotas dados al navajeo corto y a la palabra brusca, que tuvo el camino expedito. De la viuda no se volvió a oír pero Olavide era ya un personaje en nuestro suelo patrio.

Uno no debe asustarse porque pudiera parecer que en esta novela que fue la vida de nuestro querido Pablo no hubo tiempo para algo digno de destacar. Debemos afirmar con rotundidad que indudablemente hubo años en los que su contribución a la cosa pública ocupo el primer lugar de sus desvelos. Sin perseguir sus motivaciones últimas, nos gustaría mostrar lo que fue su mayor acierto en su vida profesional y pública, que fue sin duda ser el Superintendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena durante varios años.

Como ya explicamos, el rey católico de España Carlos III, atesoraba una fama de gobernante emprendedor, decidido, con una reconocida trayectoria en Nápoles y aconsejado por un irrepetible grupo de ministros y consejeros ilustrados como fueron Múzquiz, Aranda, Campomanes y Floridablanca, entre otros, tuvo la feliz idea de colonizar las tierras desiertas de Sierra Morena de una forma antes desconocida en nuestro país.

Sierra Morena era un páramo desierto, inseguro pero a la vez necesario para el desarrollo de España. Ante la necesidad de dar respuesta a todos estos desafíos que imponían la sociedad del siglo XVIII, este buen rey, que gustaba de las ideas avanzadas de Europa y que sabía que no existía mejor gobierno que el que estaba cerca de sus gentes, vio la oportunidad de conjugar en este ambicioso proyecto de colonización sus avanzadas ideas de gobierno con la necesidad de desarrollo de esas áreas inhóspitas peninsulares.

A partir de tener decidida la colonización de Sierra Morena, una actividad febril se instauró en la administración carolina. Así en Noviembre de 1766 se reorienta el destino de unos seis mil colonos que un aventurero bávaro de nombre impronunciable, Thürriegel, que había convocado en el centro de Europa y cuyo primer destino iba a ser los tan distantes Cabo de Hornos, La Magallanica y las Islas Malvinas, fueron finalmente destinados a la bella y dura Sierra Morena. Unos meses después, el 19 de Mayo de 1767 se ve en el Consejo de Estado el expediente de la colonización de las Nuevas Poblaciones y se discute en el mismo.

Y aquí vuelve a aparecer nuestro gracioso limeño, ya que el 10 de Junio de 1767 su majestad tuvo a bien nombrar a Don Pablo Olavide como Superintendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, Asistente de Sevilla e Intendente del Ejército y Reinos de Andalucía. Este nombramiento era un espaldarazo a la carrera pública de Pablo Olavide, ya que sus amigos Múzquiz y el Conde de Aranda, entre otros, orientaron a Carlos III en este sentido, y así vio cristalizar su soñada ambición de progreso social en la sociedad civil de su tiempo nuestro querido criollo. Iba a ser pieza fundamental en el desarrollo de este proyecto en el que Europa comenzaría a fijarse, y en la que él tendría una oportunidad magnifica de mostrar sus dotes de gobierno basados en ideas avanzadas europeas que él poseía.

En orden a generar un marco apropiado legislativo apropiado a lo innovador del proyecto de colonización, el  5 de Julio de 1767 se publica el Real Fuero de Población, que no era otra cosa que una serie de leyes y disposiciones para el exclusivo gobierno de estas colonias.

El político de rostro duro que era Olavide no iba a encontrarse en otra. Menudo caramelo le estaban dando, proyecto bonito, dinero contante y sonante, fuero especial y él como el mandamás de la cosa. Quien se lo iba a decir a él, del Ayuntamiento de Madrid a uno de los proyectos más ambiciosos e ilustrados del reinado de Carlos III.

Con todo se marcha para Bailén en Agosto, con el frescor que suele hacer en ese tiempo allí en el  que la propia arcilla que hace famosa a la localidad jienense se convierte en mouse de chocolate. Debían decidir allí en una conferencia el lugar exacto donde se levantarían las nuevas poblaciones. No sé si la noche de antes del 17 de Agosto de 1767, fecha en la que se decidían los emplazamientos, leyó el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, que seguro no le dio a leer su amigo Voltaire. Años antes había vivido y enfermado de erisipela en un convento cercano denominado “La Peñuela” el conocido carmelita descalzo. Olavide propuso los parajes cercanos a La Peñuela como los propicios para levantar la primera localidad que haría las veces de capital de los nuevas poblaciones, y que se denominaría a partir de ese momento La Carolina, haciendo honor al monarca impulsor del proyecto. Tres días después se coloca la primera piedra en ese lugar tan bello y abonado previamente por los carmelitas descalzos y se comienzan las primeras medidas topográficas. Sin duda, que el calor que les acompañó en aquellos primeros días les hizo presagiar que lo mismo colonos de centroeuropa no eran precisamente los mejores candidatos para el rigor de ese clima continental que a veces saluda al visitante en forma de bochorno. Pero como todos estaban felices eso era lo de menos.

Y en eso que llegan el 10 de Septiembre de 1767 los dos primeros colonos, que si bien eran suizos, ya residían en España. Bueno, no se trataba de asustar al personal, aunque los soldados suizos que se habían trasladado a la zona para ayudar a esta magna empresa no facilitaban mucho las cosas.

En este momento quiero ocuparme un momento de aquel bávaro llamado Thürriegel encargado de buscar a los nuevos pobladores. Este dejaba corto a cualquier buscavidas al uso, y a instancias de Campomanes, había impreso unos sugestivos panfletos para encontrar colonos centroeuropeos en los que les prometía un hogar y un futuro  en el denominado “Puerto de la Felicidad”. A él le daban igual los colonos en cuestiones de procedencia o actitudes, claramente estaba interesado en la pasta que le reportaría el tema. Se necesitaban personas gustosas por las labores agrícolas y ganaderas y que abrazaran la fe católica,  con deseo de prosperar y participar en una gran empresa humana. A quiénes trajo fueron artesanos pobres, hartos de sus países y que estarían dispuestos a abrazar lo que fuera con tal de sobrevivir.

Ante semejante selección de colonos pues pasó lo que debía pasar. Desastre absoluto. Por un lado unos tíos que se habían librado de ir al Cabo de Hornos pero que no les gustaba aquella sierra dura que además no tenía ni un mínimo de infraestructuras hechas. Por ser mas precisos, la única piedra que había era la primera, porque no había ni una casa. Además metidos en el invierno y con la lógica de la planificación española que todos conocemos. El proyecto no podía empezar peor, y los colonos a despotricar. Y Olavide cabreado, porque tenía buen sitio, fueros y leyes apropiadas, poder y dinero, incluido el de los jesuitas, y por una mala planificación y una mala selección tanto de algunos de los hombres de gobierno como de los colonos, lo que media Europa quería ver nacer y crecer, iba a ser motivo de mofa. Pues como que no era normal el asunto. Y encima en aquel primer noviembre de mi querida La Carolina llovió como si hubieran abierto las puertas del cielo.

Los malos comienzos no fueron capaces de doblegar la voluntad de aquellos hombres convencidos de la idoneidad del proyecto. No se equivocaron, podemos decir doscientos años después, pero lo sudaron. Olavide, nuestro superintendente, fue un buen gobernante de las nuevas poblaciones, ya que supo mantener el equilibrio de dar respuesta a las expectativas generadas por el proyecto entre la corte y ministros del momento, y los anhelos y sueños de los colonos. Sin duda podemos afirmar sin equivocarnos que en sus años en La Carolina ofreció su mayor y mejor servicio público a la corona española. En el marco de la sociedad propia del Antiguo Régimen, nuestros ilustrados fomentaron proyectos con tintes idealistas pero pretensiones de justicia social, procurando aminorar la distancia entre las diferentes clases sociales y intentando desterrar privilegios heredados del pasado.

España es España porque la gente se queja, y da igual ser colono o no. El deporte nacional es el de rajar. Tanto volumen alcanzaron las voces críticas en los nuevos territorios colonizados, que el gobierno se vio en la obligación de abrir una investigación. Menuda putada para Olavide cuando le mandaron a un tal Pedro Pérez Valiente, para retirarlo del poder y comenzar a mirar debajo de las alfombras y no precisamente las de los colonos. Este alto funcionario de la corona fue demoledor en sus actuaciones, juicios e informes. Describió a sus superiores lo esperable por el Olavide que conocíamos antes de enrolarse en la cosa pública. Se defendió como pudo y se refugió en este periodo en El Viso. La verdad que tocó un poco los huevos y ralentizó todo el desarrollo del proyecto, porque los mejores inspectores son los nuestros, que nadie se equivoque.

Por suerte para el limeño, de nuevo su amigo Campomanes le saca del apuro ya que escribe al taciturno Valiente y le dice que se vuelva para Madrid.

En 1770 se le rehabilita a Olavide como superintendente y se dedica de nuevo en cuerpo y alma para que el proyecto colonizador triunfe. La verdad es que acertó en esos años en el gobierno y desarrollo de las colonias. Tuvo tacto con muchos problemas, paciencia con otros, se rodeó de buenos colaboradores, no se amedrentó ante la adversidad y creyó en lo apropiado de tan arriesgada empresa. Vivió dedicado al trabajo como atestiguan los numerosos escritos de la época. Uno  le puede llegar a coger cariño al personaje. Gustó de las tertulias en su casa, en las que encontraba un placer enorme con las posibilidades de erudición que le procuraban. No dejaba a nadie ajeno a su burla, incluidos clérigos y colaboradores A finales de 1775 el número de colonos sobrepasaba los 13.000 y los primeros éxitos comenzaban a acompañar la empresa. Había conseguido de nuevo procurarse la fama de buen y eficaz servidor público que tanto le convenía para que el soberano le pudiera encargar nuevas y  más altas responsabilidades.

Pero todo no podía ser maravilloso. La Santa Inquisición a finales de 1775 que  activa un proceso a propósito de su conducta en estos años tras la denuncia formal que formuló fray Romualdo de Friburgo, capuchino alemán de las Nuevas Poblaciones, que le tenía verdaderas ganas.  Se le acusaba de haber sostenido ciento veintiséis proposiciones heréticas. Todo derivó en su encarcelamiento. Aunque fue conducido a la trena eclesiástica en Noviembre de 1776, hasta el 24 de Noviembre de 1778 no se le impuso realmente la severa sentencia impuesta por la Santa Inquisición. Lo declararon hereje, infame y miembro podrido de la religión. Tuvo que exiliarse de forma perpetua de diferentes lugares en los que había vivido, recluirse ocho años en un monasterio, y le confiscaron todos sus bienes. De igual forma se le condenó a que  jamás pudiera ejercer ningún cargo público y un montón de cosas más en las que no nos detenemos

No fue un reo fácil. Para su desgracia era un don nadie a fin de cuentas. Los tentáculos inquisitoriales  no pudieron atrapar a algunos de los ministros ilustrados de Carlos III, precisamente por lo elevado de su posición. Sin duda ellos tenían más poder y la lengua más corta que nuestro querido limeño.

Podrán algunos convenir que soy algo duro en el juicio al que tanto deben los carolinenses, pero les invito a que lean lo que de él pensaba Menéndez y Pelayo. Mis críticas al lado de las suyas son meros pellizco de monja.

Con tan sólo cincuenta y tres años le habían jodido la vida. Pero la cosa no quedó ahí. Un hombre curtido en mil batallas no podía resignarse al cautiverio. Sólo estuvo dos años recluido en diferentes conventos, y en un permiso concedido por el inquisidor general Felipe Beltrán para salir a tomar unos baños, coge las de Villadiego y se marcha del convento de Caldas en Gerona con dirección a Francia donde sabía que iba a tener cobijo seguro. De nuevo,  casualidades de la vida. La novela de su vida seguía escribiéndose.

En Francia sus amigos Voltaire y Diderot lo acogen y vive entre Toulose, Ginebra y París, ocultando su verdadera identidad para evitar su extradición, bajo el nombre de Conde de Pilos. De nuevo vive en su salsa, entre ideas ilustradas, hogueras de vanidades e imposturas varias. Como era de esperar vuelve a granjearse entre quien no lo conoce una aureola de pensador y hombre culto e ingenioso, y hasta la inocente Catalina II de Rusia se interesa por él. En Francia conoce la gloria humana tan anhelada por él y que España no le procuró, y hasta le conceden el título de ciudadano adoptivo de la república francesa. No le quedó más remedio que conocer los primeros pasos de la revolución francesa, y se acojonó y de que manera cuando vio que las ideas ilustradas de sus amigos finalmente se estaban traduciendo en el corte de muchas y variadas cabezas. Por si las moscas, se retiró a un pueblo llamado Meung, pero los mismos franceses que lo adoraban dispusieron su prisión, y en 1794 conoció por primera vez la cárcel de Orleáns. Que injusta es esta vida debió pensar, por mis ideas avanzadas fui encarcelado en España, y por las retrasadas en Francia.

Es en la cárcel donde comienza a madurar la obra literaria que mayor fama le procuró posteriormente, “El Evangelio en Triunfo”. Esta obra, mezcla de  varios géneros literarios, tiene un parecido sospechoso a un libro del padre P. Lamourette según unos, y al drama escrito por Jovellanos en Sevilla titulado “El delincuente honrado”, según otros. Extremo que por su trayectoria vital podemos incluso creer. Hemos de resaltar que en este capítulo literario de su vida publicó también diferentes obras de teatro, género que le encantaba, así como ensayos y  obras narrativas diversas.

Tras su paso breve por la cárcel, parece que entre 1797 y 1798 estuvo vinculado con diferentes personajes tan del gusto suyo como un  inglés llamado William Pitt o un ex-jesuita peruano de nombre Juan Pablo Viscardo y Guzmán, en la elaboración de un plan destinado a lograr la independencia de diferentes territorios en Hispanoamérica. Es que el que nace enreda, enreda se muere.

Tras diecisiete años de exilio en Francia, y según él “con el cuerpo desastrado y el alma reconfortada”, no sabemos de qué, el penoso monarca español Carlos IV, que dio su auténtica dimensión histórica en su enfrentamiento con Francia, le amnistía de todas sus condenas, le concede una pensión de por vida, le da la posibilidad de rehabilitar su nombre y hacienda, y por ende le invita a regresar a España. No tardó ni dos minutos en regresar.

Una vez en el suelo ibérico podemos leer en su architraducido “El evangelio en triunfo” lo siguiente:” Porque señores no nos engañemos, esta revolución no ha sido como ninguna de las otras, pues ataca al mismo tiempo el trono y el altar”. Piensen en lo que pudo decir de los españoles en su amargo exilio.

Una vez restituido de todas sus dignidades y con la renta anual concedida de noventa mil reales, se retira a Andalucía. Se permitió el lujo de rechazar los cargos públicos que le fueron ofrecidos por Godoy y Urquijo. Entre pillos andaba el juego. Decide pasar sus últimos años en Baeza, cerca de su amada y poco añorada La Carolina, acogido por su prima Teresa de Arellano, marquesa viuda de San Miguel. Falleció el 25 de Febrero de 1803, siendo enterrado solemnemente en la iglesia de San Pablo, donde reposan sus restos, desconociéndose su ubicación exacta.

De esta forma tranquila y plácida quiso poner el Altísimo fin a la novela escrita por Pablo Olavide con su interesante y ajetreada vida.

Todos los carolinenses tienen un deber de justicia con Olavide, pero el mejor tributo que le podemos conceder es el de conocerle tal como fue. Sus luces y sus sombras describieron la auténtica dimensión de su vida.

Por un niño inteligente, un sueño. Por la búsqueda de los atajos en la vida, un pillo. Por una ambición, un proyecto.  Por una lengua larga y una mente con las puertas de par en par, la admiración del falso amigo. Por las tribulaciones de su alma, un plomazo de libro. Por un camino esquivo a la verdad, la realidad  española de la vida. Por su pasión, mi pueblo. Por un precioso pueblo, mi respeto y gratitud.

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