Reflexiones de un paseante: El odio del español al árbol

16.02.2012 13:51

Reflexiones de un paseante: El odio del español al árbol
 

Fernando R. Quesada Rettschlag. Febrero de 2012.

Cuando el caminante, en sus paseos por el Parque Natural (Despeñaperros), alcanza cotas de cierta altitud que le permiten divisar un panorama suficientemente amplio, no puede menos que sentirse conmovido al contemplar el mar de árboles que se extiende a sus pies, tan denso y extenso que, en muchos lugares, resulta imposible distinguir ni siquiera un rodal de suelo. La gama de verdes es impresionante; digna de la paleta de Rubens, Constable o Pissarro. ¿O tal vez sería más cabal decir que es la paleta del paisajista la que aspira a mostrarse digna de tan excelso modelo?

Mar de árboles (Despeñaperros). Foto de Fernando R. Quesada Rettschlag

Desde luego, no responde a la idea que solemos tener de lo que es un paisaje andaluz, y realmente, éste que podemos disfrutar aquí, es excepcional. En el resto de Andalucía, buena parte de los paisajes son una penosa muestra del odio que los españoles venimos practicando por los árboles, desde tiempo inmemorial. Castilla es otro ejemplo, pero en edición corregida y aumentada.
En mi juventud leí un librito recopilatorio de algunas de las crónicas escritas por Azorín para los diarios madrileños con los que colaboró. Una de ellas me impresionó vivamente y se me quedó grabada en la memoria, seguramente por motivo de mi profesión y porque, andando el tiempo, harto he tenido oportunidades para comprobar lo acertado de sus aseveraciones. Se titula “El INRI de España: los árboles y el agua” y fue publicada por “El Imparcial” el 20 de diciembre de 1904; el mismo año que, a los 31 de edad, D. José Martínez Ruiz empezó a usar el pseudónimo “Azorín”. En ella habla del odio sempiterno que los españoles sienten por los árboles. Afirma literalmente que “…hay dos cosas fundamentales, esencialísimas, en la vida de las naciones, los árboles y el agua” y se pregunta un poco más adelante “¿Cómo se podrá desarraigar de nuestro pueblo este odio centenario, inconsciente, feroz, contra el árbol y contra el agua, que es el INRI de España?”.

“Erosión” (Despeñaperros). Foto de Fernando R. Quesada Rettschlag

Y la cosa viene de antiguo. Ya en las “Relaciones topográficas de los pueblos de España” elaborada por orden de Felipe II, esa antigua y enraizada inquina al árbol, aflora en las contestaciones que parroquias y ayuntamientos dan al cuestionario oficial. Así en 1575, escriben los vecinos de Villanueva de los Infantes "En la dicha villa hay huerta de hortaliza y es buena… no hay arboleda ninguna en estas huertas ni en la villa, porque no se dan a ello, antes cortan los árboles que hay, porque son poco inclinados a ellos".

“Espejismo” (Despeñaperros). Foto de Fernando R. Quesada Rettschlag

Pasan los años, los siglos; cambian las modas, las costumbres y los reyes; incluso cambia la Casa reinante; pero la aversión de los españoles por los árboles permanece inamovible.
Dos siglos más tarde, en 1752, llega a España el ingeniero de minas y naturalista irlandés Guillermo Bowles, que ya permanecería aquí hasta su muerte. Bowles junto con el ingeniero Carlos Lemaur que en 1780 abriría el paso de Despeñaperros, el químico Planche y el metalúrgico Keterlin, formaban el selecto grupo de científicos y técnicos reclutados por D. Antonio de Ulloa durante el periplo que, por encargo del Rey Fernando VI, realizó por toda Europa, con la misión de inspeccionar los últimos avances científicos y tecnológicos y contratar un grupo de expertos que pudiera aplicarlos y enseñarlos en España. A Don Guillermo no le pasó desapercibida la inclinación arboricida de sus nuevos convecinos, y dejó constancia escrita del estupor que le causaba, en su obra “Introducción a la historia natural y a la geografía física de España” publicada en 1775, cinco años antes de su muerte en Madrid. En ella escribe: "En algunos lugares… hay un grande olmo o algún nogal solo y aislado cerca de la iglesia…. Lo mismo que aquel árbol se ha criado con tanto desabrigo y tan expuesto a la inclemencia, se podrían criar otros muchos y hacer un país ameno del que ahora es el más pelado de Europa; pero no será fácil conseguirlo, porque aquellas gentes aborrecen los árboles, diciendo que sólo les servirían para multiplicar los pájaros que les comen el trigo y la uva".

“Melojo” (Despeñaperros). Foto de Fernando R. Quesada Rettschlag

Esta idea de que los árboles sirven de asiento y cobijo a los pájaros que se comen el grano, parece estar en el origen de la hispana animadversión por ellos, especialmente acusada en los habitantes de las amplias extensiones cerealistas castellanas. Muerto el árbol, se acabó el pájaro, es el torpe y rudimentario razonamiento. Por otro lado, algo deben de haber pesado también las costumbres adquiridas a lo largo de setecientos setenta años de reconquista, durante los cuales ambos bandos practicaron la política de “tierra quemada”, talándolo e incendiándolo todo cada vez que tenían que ceder terreno al enemigo. Como la línea de frontera barrió la península de sur a norte y de norte a sur, igual que el limpiaparabrisas recorre el cristal, al cabo de ocho siglos, la piel de toro quedó convertida en el devastado secarral que con tanto esmero hemos conservado hasta nuestros días.
Sin embargo, aquí en La Carolina, tal vez por el origen centroeuropeo de sus habitantes, se discurrió otro modo de organizar la guerra contra los pájaros, que no pasaba por aniquilar el arbolado. El 17 de marzo de 1797, Don Juan José de Estech, Contador de S. M. de estas Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Subdelegado Gral. en ellas, promulgó un edicto por el que se obligaba a todos los labradores de las Nuevas Poblaciones, a presentar, en el plazo de veinte días, doce cabezas de gorriones muertos a tiro de escopeta, o dieciocho si eran de otras aves como totovías, trigueros o similares.
Transcurre otro siglo más y aún seguimos en las mismas, erre que erre, como no podía ser de otro modo en un país cuyos habitantes gozamos de una bien merecida fama de tozudos.

Richard Ford, un excéntrico y polifacético inglés, abogado, periodista, dibujante y viajero, recorrió España entre 1830 y 1833, quedando cautivado por ella. Bien es verdad que durante este tiempo se alojó en el granadino palacio del Generalife ¡Así cualquiera se enamora de un país! De regreso a Inglaterra, se construyó un palacio al estilo del nazarí y se dedicó a estudiar y difundir la historia y las costumbres españolas, incluidas las culinarias, ya que cocinaba para sus amigos platos españoles. Entre otros, una ensalada que hizo famosa, así como la fórmula para crear la comisión encargada de aliñarla correctamente: "Se necesita un pródigo para el aceite, un tacaño para el vinagre, un asesor para la sal y un loco para revolverla". En 1844 publicó “A Handbook for travellers in Spain and readers at home”, en el que escribió: "el suelo central de España, fuertemente impregnado de salitre y seco siempre, se vuelve más árido cada vez, por la castellana antipatía contra los árboles".

 

“Enebro” (Despeñaperros). Foto de Fernando R. Quesada Rettschlag

Ya en la segunda mitad de esa misma centuria, el geógrafo, político, periodista y escritor, Fermín Caballero y Morgáez, en su “Memoria sobre el fomento de la población rural”, publicada en 1864, habla de "la guerra sin tregua que los castellanos hacen al árbol...".
Durante todos estos siglos, España fue un país de economía eminentemente rural y de población mayoritariamente campesina. Sin embargo, desde los años sesenta del pasado siglo, se ha venido produciendo un cambio decisivo en las estructuras sociales y económicas de nuestra patria. Cambio que se ha visto acelerado con el advenimiento de la democracia. Probablemente, ningún otro país ha sabido utilizar con mayor provecho las ayudas procedentes de EEUU primero, y de la Unión Europea después. La industria, las infraestructuras, las obras de ingeniería civil, las ciudades, todo ha sufrido un florecimiento y desarrollo admirables y admirados por propios y extraños. Paralelamente ha ido evolucionando el panorama sociológico. La ruralidad se ha ido trasformando en urbanidad, dicho sea en el sentido etimológico del término. Ahora lo más abundante en España no es el campesinado sino la clase media. El campo se ha ido despoblando al tiempo que se superpoblaban las ciudades. El despegue económico y el incremento de la calidad de vida, han traído el aumento del nivel cultural de la población y con él, un cambio de gustos y de criterios que ha propiciado la admiración por nuestro inmenso patrimonio cultural y artístico y el aumento de gasto en su protección y cuidado, el incremento de los animales de compañía que ahora tratamos con solicitud y cariño (decía Gandhi que un país o una civilización, se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales) y, en fin, un mayor respeto y amor por la naturaleza, que ahora llamamos “medio ambiente”; expresión que, dicho sea de paso, es un barbarismo iterativo originado en una mala traducción del inglés.
¿Será posible que en estos nuevos españoles del siglo XXI, aún perviva el viejo prejuicio de nuestros antepasados contra los árboles? Desearía fervientemente responder que no, que en la España del euro y de los AVE, en la España que encabeza la lista mundial de donaciones de órganos, en la España de los aeropuertos a gogó, los botellones, los indignados y el Senado con traducción simultánea, no tienen cabida ya esos prejuicios arcaicos y apolillados, propios de campesinos ignorantes y de beatonas con velo negro; pero mi percepción personal no ha cambiado un ápice desde aquellos lejanos días de mocedad, en que, siendo estudiante de Biología, D. José Martínez Ruiz me abrió los ojos acerca de un asunto en el que, hasta ese momento, no había reparado.

Por eso me produjo una honda sensación de abatimiento y desesperanza, que esta opinión se viera corroborada y ratificada por un artículo de D. Antonio Muñoz Molina, publicado en abril de 2007 por la revista “Muy Interesante”. Su título: “Contra el desierto”. En él, mi admirado D. Antonio, ciento tres años después de que Azorín publicara su crónica, abunda en el mismo tema y expresa quejas muy parecidas. Dice, entre otras cosas: “España desde el aire es un secarral creciente, jalonado de grúas, parques acuáticos y clubes de golf…. Cada vez que vuelve uno a España desde latitudes más benignas el primer impacto visual que recibe es el de la extensión de los paisa jes desérticos… ¿Entre tantos ingenieros, arquitectos, paisajistas, a nadie se le ha ocurrido la conveniencia de plantar un solo árbol? El país entero, con raros oasis en sus márgenes, es un desierto creciente laminado de asfalto y de urbanizaciones ilegales, un horizonte en el que a veces se vislumbran como temblorosos espejismos bosques no de palmeras sino de grúas”.

Nada ha cambiado. En esta España industrial y urbanita de “progres” con pedigrí que defienden los derechos de los simios; en este país de servicios, destino predilecto del turismo occidental y parte del oriental, nuestra ruralidad ha disminuido drásticamente, pero nuestro odio al árbol persiste incólume. Sobre este particular, el lema sigue siendo “sostenella y no enmendalla”.
¡Hora es ya de mudanza y enmienda! Si no hacemos algo para remediarlo, el país que otrora podía ser cruzado por una ardilla, desde Tarifa hasta Santander, sin tocar el suelo, en breve plazo podrá ser recorrido por un beduino sin divisar un solo árbol al que atar su camello. Sólo una toma de conciencia generalizada de nuestro desolado presente y del arenoso futuro que nos espera, puede cambiar el panorama. Urge abordar el problema cuanto antes. No es cuestión de dinero. Con lo que nos cuesta el aperitivo de un Consejero, o Conseller, o Sailburuak (que es como llaman a sus Consejeros los pocos vascongados que hablan vascuence), se pueden repoblar de árboles una cantidad tal de kilómetros cuadrados, que da miedo pensarlo. El meollo del cogollo del asunto radica en que nuestros políticos comprendan que la repoblación forestal es un tema electoralmente rentable. Si piensan que les da votos, tendremos repoblación forestal hasta aburrirnos. Es tarea nuestra, de nosotros el pueblo (“we the people” dicen los yanquis), hacérselo entender ¡Vamos a ello!

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