Reflexiones de un paseante: el sistema educativo

16.10.2013 13:27

Reflexiones de un paseante: el sistema educativo

Fernando R. Quesada Rettschlag. Octubre 2013.


Si hay un asunto que suscite interés e inquietud generalizados, es sin duda el de la educación de nuestros hijos. Desde que, ya en democracia, se inició el baile de leyes educativas con la LOECE, dos años después de aprobada la Constitución de 1978, prácticamente no ha habido curso académico en el que no se hayan producido cambios, reformas, modificaciones y reestructuraciones, para desconcierto y confusión de todos, y especialmente de los que formamos parte del sistema educativo. Ahora se nos avecina una de gran calado, nada menos que otra nueva Ley, la séptima de la democracia: la LOECE (1980), la LODE (1985), la LOGSE (1990), la LOPEG (1995), la LOCE (2002), la LOE (2006) y ahora la LOMCE.

¿Será buena como afirman sus defensores? ¿Será mala como perjuran sus detractores? ¿Tendrá sus cosas buenas y sus cosas malas como quieren pensar los prudentes? ¿Servirá para mejorar el paupérrimo nivel del alumnado español en general y andaluz en particular o, por el contrario, se cumplirán los apocalípticos vaticinios de sus contrarios, apenas entre en vigor?

El caso es que, cuando logro cribar las declaraciones de los unos y de los otros, de toda la faramalla electoralista de consignas políticas y sociales, y en el fondo del arel tengo la fortuna de encontrar algunos argumentos, normalmente me convencen. Tanto si son a favor como si son en contra, a todos les veo su parte de razón; y eso no puede ser, debo formar mi propia opinión. Urge que aclare mis ideas al respecto, porque no es de recibo que, alguien que lleva en el tema de la enseñanza más años que el león guasón en la fachada del palacio de Olavide, no tenga claros los criterios que le permitan discernir un sistema educativo bueno de otro malo. Y aún mejor sería disponer de un principio básico que oriente los criterios a emplear en los distintos aspectos del asunto. Uno que procure la necesaria perspectiva para evitar que los árboles impidan ver el bosque. Uno que represente algo así como el equivalente al concepto “libertad” si cotejamos diversas Constituciones.

Para conseguirlo, no conozco mejor procedimiento que empezar por el principio y, ya puestos, por el principio del principio que, aunque pueda parecerlo, no es el principísimo. Así pues, empecemos cuanto antes a retroceder en el tiempo, que la tarea es ardua.

Durante millones de años, en las selvas africanas vivieron decenas de especies de primates disfrutando de su particular paraíso arbóreo. El abigarrado bosque tropical les proporcionaba alimento, cobijo y protección contra los depredadores que abundaban a ras de suelo. Pero un acontecimiento geológico de gran envergadura, iba a cambiar drásticamente sus condiciones de vida, primero en el este del continente y después, también en el norte. Una orogenia que rompería África, formaría nuevas cordilleras y originaría el inmenso Rift, cuyo recorrido está hoy tachonada por grandes lagos. Como es de suponer, todo esto no sucedió en una tarde; ni tan siquiera en los siete días bíblicos. De hecho, este inmenso trajín telúrico que esculpió la geografía actual del continente africano, se prolongó entre los quince y los ocho millones de años atrás.

Las consecuencias para nuestros remotísimos antepasados y sus parientes, fueron dramáticas. Las nuevas cordilleras cortaban el paso a los vientos oceánicos cargados de humedad y, a sotavento de las mismas, las lluvias se fueron haciendo cada vez más escasas, la selva se transformó en sabana, que es la versión africana de nuestra dehesa y, sin árboles en los que vivir, la mayoría de las especies de simios se fueron extinguiendo hasta desaparecer. No todas. Según consta en el registro fósil, al menos un par de ellas, lograron adaptarse mal que bien a sobrevivir en el suelo. Fueron los primeros prehomínidos de marcha bípeda que aparecieron en África hace diez millones de años. De una de esas especies, aún no sabemos de cual, procedemos los humanos actuales tras algo más de quinientas mil generaciones de evolución.

Andando el tiempo, hace unos seis millones de años, originarían los primeros homínidos, y hace tres millones de años aparecieron sobre la faz de la Tierra los “Homo habilis”, los hombres hábiles, los primeros de nuestros antepasados capaces de fabricar sus propias herramientas. No ya de utilizar objetos encontrados en el medio como si fueran herramientas, no. Eso lo hacían y lo siguen haciendo numerosas especies de primates. Los hombres hábiles fabricaban utensilios de piedra diseñados para tareas específicas y destinados a finalidades concretas. Esto supuso una revolución de tal magnitud, que ya nada volvería a ser como antes. Entre las trascendentales consecuencias que tuvo esta conmoción, no fue la menor que por primera vez en la historia del planeta Tierra, unos seres vivos tuvieron la necesidad de transmitir a sus descendientes saberes, principios, habilidades y técnicas, y de hacerlo además de un modo organizado y sistemático. Para ello, hubieron de desarrollar pioneros aunque rudimentarios procesos de enseñanza-aprendizaje. Había nacido el primer sistema educativo de la historia del género “Homo”, es decir, de nuestra historia. Con toda probabilidad, fueron los más viejos del clan familiar los encargados de adiestrar e instruir a los niños. Ya no estaban en plenitud de facultades para practicar la caza o la recolección, pero habían acumulado a lo largo de su vida, un valiosísimo tesoro de conocimientos y destrezas, imprescindibles para la supervivencia del clan. Tal vez fuera ese el árbol de la ciencia del bien y del mal del que habla el antiguo testamento. Un árbol genealógico, en tal caso… o gerontológico.

Una primera consecuencia nada desdeñable, fue la mayor complejidad de la urdimbre social y el consiguiente afianzamiento de la interdependencia y cohesión entre los individuos. Fue esta una de las principales características distintivas de los “Homo”, que les permitieron sobrevivir en la sabana primero, y en todo tipo de ambientes después, a pesar de su indefensión y desvalimiento individual en esos medios hostiles, para los que no presentaban casi ninguna característica adaptativa favorable.

Después de los hombres hábiles, vendrían los exploradores (“Homo ergaster”), los cazadores (“Homo erectus”), los hombres de Atapuerca, primeros colonizadores de Europa (“Homo antecessor”), los poderosos neandertales (“Homo neanderthalensis”) y, por fin, no se sabe bien ni dónde ni cuándo, entre cien mil y cuarenta mil años atrás, aparecieron nuestros antepasados directos, los hombres sabios (“Homo sapiens”).  Todos ellos especies del género Homo, pero cada vez mejores marchadores bípedos, cada vez con más capacidad craneal, cada vez mejores artesanos, cada vez con una estructura social más sofisticada, y cada vez con un sistema de enseñanza más complejo y prolongado.

A lo largo de este extenso y apasionante proceso evolutivo, la necesidad de transmitir conocimientos se fue incrementando y se fue alargando el periodo de aprendizaje necesario para que las crías adquiriesen los saberes que les permitieran sobrevivir e integrarse en el grupo, ocupando eficazmente su nicho social. Un proceso de aprendizaje cada vez más contrario a las predisposiciones instintivas de los jóvenes homínidos, cuya infancia se fue tornando progresivamente más fastidiosa e infeliz. Tal vez en eso consistiera la bíblica expulsión del Paraíso Terrenal.

La evolución social fue infinitamente más rápida que la evolución biológica, con la consecuencia de que, prácticamente todo lo que satisface las tendencias naturales de nuestros retoños: correr, saltar, gritar, pelear, trepar a los árboles, perseguir animales, idear travesuras… en definitiva, todo lo que los adiestraba por medio del juego y la diversión, para ser adultos competentes en un clan de homínidos primitivos, quedó relegado primero y excluido después, de los sucesivos sistemas educativos. Por ello, ya en los remotos tiempos de “Homo habilis”, debió adquirir carta de naturaleza el método de premiar la obediencia, el esfuerzo, la voluntad, el interés o el tesón, y de castigar la rebeldía, el desinterés, la desidia, la insolencia o la negligencia, como forma de encauzar los naturales ímpetus infantiles y de estimular, cuando no imponer, un aprendizaje que iba resultando más duro y tedioso a medida que se incrementaban el volumen y la complejidad de los conocimientos que tenían que asimilar niños y adolescentes para poder competir con unas mínimas garantías de éxito cuando alcanzasen la edad adulta.

Mal que bien, con sus luces y sus sombras, con sus aciertos y sus excesos, este método ha venido funcionando a lo largo de la historia de la humanidad en todas las latitudes y en todas las culturas, y ha dado unos resultados extraordinarios. Pensemos que desde que aparecieron los primeros homínidos hasta que aprendieron a dominar el fuego, transcurrieron nada menos que cinco millones y medio de años. En cambio, desde que los hombres sabios descubrieron la agricultura hasta que se dieron un paseo por la Luna, transcurrieron apenas diez mil años.

Entendiendo que buen discípulo es el que se adapta al sistema y malo el que no lo hace, sin más carga emocional ni valorativa; e incluyendo en la categoría de los malos discípulos a todos aquellos que, estando más y mejor dotados para la acción, se ven forzados a seguir la senda de la erudición, a su pesar; el procedimiento de premiar al bueno y castigar al malo, gozó de general consideración, hasta que, allá por los años noventa del pasado siglo, nuestras autoridades educativas decidieron darle la vuelta como a un calcetín. Desde la LOGSE en adelante, en nuestro sistema de enseñanza se mima al alumno malo y se ignora al bueno.

En mi opinión, este radical cambio de criterio es una consecuencia más de la corriente ideológica que tuvo su arranque en la decimonona centuria y que, como reacción a la clasista, anquilosada e injusta sociedad de la época, se situó sin ambages de parte del transgresor, eximiéndolo de toda responsabilidad personal y responsabilizando de su conducta a la sociedad. Pero “la sociedad” es un ente tan etéreo como ambiguo, por lo que fueron los sucesivos gobiernos proclives a esta ideología los que se encargaron de ir plasmando en la legislación, esta forma de ver las cosas. En el ámbito educativo, la consecuencia última fue el parto de la LOGSE y sus cinco Leyes perinatales.

Para resumir o, más bien, esquematizar esta evolución de las ideas, he elegido tres frases que, a mi parecer, son lo suficientemente significativas. La primera sintetiza cual debía ser el principio rector de la educación según los padres de la Constitución de 1812, “La Pepa”; dice que “la igualdad no consiste en que todos tengamos iguales goces y distinciones, sino en que todos podamos aspirar a ellos”. Las otras dos son de sendas españolas admirables y, aunque referidas al ámbito penal, su extrapolación dibuja, con mucha más elocuencia que mis palabras, la trayectoria de esta corriente de pensamiento que dio en cifrar el ideal de progreso en un igualitarismo a ultranza. Dª Concepción Arenal Ponte, medio siglo después que los constitucionalistas gaditanos, escribió su frase más famosa: “Odia al delito y compadece al delincuente”. Un siglo después,  Dª Victoria Kent Siano la reeditó en versión corregida e intensificada: “Odia al delito y redime al delincuente”.

Sea más o menos acertado el análisis que antecede, el hecho es que en la situación actual, el sistema asume al ciento por ciento, la responsabilidad de que haya malos alumnos en todas sus variantes y modalidades, y pretende redimir su culpa dedicando lo mejor de sus recursos a atenderlos. Al mismo tiempo, ignora o incluso desdeña a los alumnos normales y corrientes, que ven como sus esfuerzos no cosechan ningún tipo de recompensa en forma de notas, becas o títulos, que los distinga de los malos. Al final, todos igualados.

En mi opinión, la esencia del virulento enfrentamiento entre el actual titular de educación y la oposición, es el choque entre dos formas contrapuestas de concebir la estructura y la finalidad del sistema educativo, que puede resumirse en la siguiente dualidad: Igualdad de oportunidades y selección / Igualdad a secas y sin selección. Por fin hemos llegado al meollo de la cuestión. Al principio fundamental del que hablábamos al inicio de este artículo. Ese que puede iluminar nuestros criterios a la hora de enjuiciar cualquiera de los aspectos concretos que se debaten.  Basta con que nos respondamos a esta pregunta para saber cuál es nuestro lado: ¿Prefiero un sistema basado en la igualdad de oportunidades y cuyo funcionamiento se inspire en premiar al bueno y castigar al malo, o un sistema que procure la igualdad a ultranza y cuyo funcionamiento se base en gratificar al malo e ignorar al bueno?

Hay argumentos de sobra a favor y en contra de ambas posturas, desde los más sencillos a los más alambicados; tantos como para terminar por aburrir al más devoto y paciente seguidor de las tertulias radiofónicas y de los debates televisivos. Por eso me permito recordar lo que dice Tomas Mann en su deliciosa novelita “La muerte en Venecia”: “Nos empeñamos en buscar sofisticadas y cultas razones con las que justificar nuestros gustos en materia de arte, música o literatura, pero en el fondo, lo que mueve nuestro ánimo es ese inefable sentimiento que llamamos simpatía”. Así pues, si hacemos caso al profundo intelectual alemán, no hay que calentarse la cabeza demasiado; basta con decidir qué respuesta nos resulta más simpática, y automáticamente, tendremos claro el criterio respecto a todo lo demás: el nivel de exigencia académica para conceder becas, el número de asignaturas suspensas con las que se debe repetir curso o con las que se puede obtener título, la conveniencia o no de las reválidas, etc.

Pero antes de permitir que nuestra simpatía, es decir, nuestra inclinación afectiva espontánea, que es lo que significa la palabra según el DRAE, se decante por una de las dos concepciones, quizás convenga recordar que “El más importante y principal negocio público es la buena educación de la juventud” (Platón), y que nuestros alumnos están entre los que obtienen peores resultados en los sucesivos informes PISA, que la renta per cápita de los andaluces está cinco mil ochocientos euros por debajo de la media española, que el paro está diez puntos por encima de dicha media y cuadruplica la media europea, que de cada cien jóvenes andaluces, sesenta y seis y medio están en paro... Algo debemos de estar haciendo mal.

 

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