Reflexiones de un paseante: En el Puerto del Rey

12.01.2012 23:30

Fernando R. Quesada Rettschlag. Diciembre de 2011.

Era un día importante: el sábado que precedía a las elecciones generales

Nuestras solícitas autoridades, en su paternal desvelo por organizar, pautar y reglamentar la vida de los ciudadanos hasta en sus más recónditos aspectos, habían dispuesto que dedicáramos ese día a reflexionar sobre el proceso electoral y, a tal fin, lo habían declarado institucionalmente “jornada de reflexión”. Se trataba de evitar que anduviésemos despistados, cavilando en otros asuntos, en lugar de ocupar el magín con nuestros amados, admirados y nunca suficientemente bien ponderados políticos. No fuera a ser que al día siguiente, llegado el momento de la verdad, no tuviéramos aún decidido a cual de ellos dar nuestro ansiado y disputado voto.

Por uno de esos caprichos de la imaginación, me vino a las mientes el peculiar paralelismo con los ejercicios espirituales que, siendo niño, realizaba todos los años en el colegio. También durante aquellos días, las autoridades, religiosas en ese caso, se encargaban de decidir qué asuntos debían ocupar nuestras tiernas mentes. Solo que entonces no las llamaban jornadas de reflexión sino de meditación.

Y es que lo que de verdad ocupa y preocupa a las autoridades en todo tiempo, lugar y circunstancia, es mandar. Mandar, mandar y mandar. Mandar cuanto más mejor, que para eso son autoridades. Todo lo demás, ya se trate de actos religiosos, políticos, militares o administrativos, no es más que liturgia y parafernalia para arropar y justificar ese imponderable fin.

Puerto del Rey

Sea como fuere, el caso es que este leal y disciplinado súbdito de la Corona, ese sábado decidió ir de excursión a la montaña para así mejor cumplir con el mandato institucional. A tal fin, partiendo de Miranda, encaminé mis pasos y mis pensamientos hacia el Puerto del Rey y, pasado el “empedraillo”, tras ascender penosamente los tres o cuatro kilómetros de empinada cuesta que culmina en ese puerto de montaña, alcancé por fin mi objetivo. Ya me disponía a empeñar el caletre en sesuda y enconada reflexión, mientras disfrutaba de la espectacular panorámica de la manchega llanura que desde allí se ofrece al esforzado caminante, cuando llamó mi atención una lata de refresco vacía, primorosamente dispuesta sobre un montículo de rocas. Aunque pretendiera sugerir una suerte de estrambótica ofrenda a alguna deidad pagana, no era otra cosa que basura tirada en mitad del campo ¡Alguien se había entretenido en subir hasta allí para depositar desperdicios! Quiero pensar que ese fulano iba en coche, porque no acierto a imaginar quien puede realizar semejante esfuerzo a pie o en bicicleta de montaña solo para ensuciar ese enclave, habiendo otras zonas del Parque Natural mucho más accesibles e igualmente hermosas y susceptibles de ser envilecidas por la incuria de los desaprensivos.

El Empedraillo

Para facilitar y acelerar en la medida de lo posible, la desintegración de la lata en cuestión, la aplasté con una piedra. No obstante, conviene saber que estamos hablando de un proceso, cuya duración no baja de los trescientos años. Eso, en términos de tiempos geológicos, no es nada, apenas unas décimas de segundo en la historia del planeta, que abarca ya cuatro mil quinientos cincuenta millones de años, pero en la escala de tiempo humana, significa que nuestros tataranietos todavía tendrán que soportar la presencia de esa puñetera lata, afeando el paisaje y contaminando el terreno. Y aún peores son los recipientes de plástico. Se rompen, se desmenuzan, pero sus componentes no llegan a integrarse nunca en los ciclos naturales. Es primordial que seamos conscientes de ello, la próxima vez que decidamos degradar el campo, dejando a nuestro paso asquerosos rastros de nuestra ominosa presencia.

Con los españoles, se da la siguiente curiosa paradoja. Otra más. Somos los ciudadanos más aseados de la Unión Europea, es decir, los que nos duchamos más a menudo y los que nos cambiamos de ropa interior con más frecuencia. De hecho, estamos a la cabeza de Europa en consumo de agua por habitante, a pesar de ser uno de los países de la Unión con mayores problemas de sequía y desertización. Sin embargo, aunque sobre esto no conozco estadísticas concretas, tengo claro que, en nuestra conducta ciudadana, estamos entre los más sucios y negligentes. En ninguna de las ciudades de Europa y norte de América que he visitado, he visto las cosas que se ven en cualquier pueblo o ciudad de España: pintadas en las paredes, aceras llenas de chicles aplanchados y renegridos, bancos públicos rodeados de botellas, latas y envoltorios de comida, papeleras vacías o casi, pero con todo tipo de basuras esparcidas por el suelo en varios metros a la redonda, etc. etc. Y no me refiero al extrarradio sino a los centros de las poblaciones, es decir, a las zonas que visitan los turistas que representan el principal sostén de la economía nacional.

¿Por qué? ¿Cuál es la explicación a esta diferencia de comportamiento con nuestros vecinos del norte?  No creo que la respuesta esté en el número de policías ni en la cuantía de las multas, sino en la presión de la opinión pública. En el miedo al qué dirán. En esa serie de acuerdos o convenios no escritos, llamados convencionalismos sociales, que todos compartimos sobre lo que está bien y lo que está mal.

Un ciudadano francés, holandés o británico, puede llevar la misma muda durante una semana, porque de eso no se enteran sus vecinos ni sus compañeros de trabajo. Precisamente, para evitar que el olor los delate, se inventaron los desodorantes y los “salva-slips”. En cambio, se guardará muy mucho de tirar una bolsa de gusanitos en la acera, porque caería en el más absoluto de los descréditos y, para recuperar su buen nombre, tendría que mudarse de vecindario o de ciudad.

Un español por el contrario, queda fatal si lleva dos días seguidos la misma camisa, y si además huele a sudor, hasta lo pueden señalar con el dedo. En cambio, si está sentado en un banco público con un grupo de amigos y, tras esturrear varias docenas de cáscaras salivosas de pipas de girasol, se levanta para tirar la bolsa vacía a una papelera situada a cinco o diez metros de distancia, lo mínimo que piensan de él es que es “rarito”, y de ahí a que se difunda la sospecha de que es facha, impotente o cosa peor, no hay más que un paso. Por eso, a lo más que llevará su civismo a nuestro españolito, es a hacer una pelota con la bolsa vacía e intentar encestarla en la papelera sin moverse de su sitio; y cuando falle la canasta, cosa que sucede prácticamente siempre, se guardará muy mucho de levantarse a deshacer el entuerto ¡no vaya a ser que piensen mal de él!

La Mancha vista desde el Puerto del Rey

Ese español arquetipo, poco diestro en el bonito deporte de la canasta, es el mismo que cruza las calles a salto de mata, esquivando unos coches y obligando a frenar a otros, en lugar de recorrer los pocos metros que lo separan del semáforo más próximo. El mismo que, cuando no tiene más remedio que cruzar por un semáforo, procura saltárselo en rojo. El mismo en fin que, cuando cabalga por la ciudad, ya sea a lomos de una motillo, ya entronado en un lujoso todoterreno de importación, hace mangas y capirotes de todos y cada uno de los preceptos contenidos en el código de la circulación.

Si todo este despliegue de incivilidad es perverso por sí mismo, es aún peor considerado como síntoma del grado de salud de nuestra sociedad, pues hay una clara relación entre el nivel de bienestar social y el civismo de los ciudadanos. Veamos algunos ejemplos.

Shanghái es a día de hoy, un emporio de riqueza y un modelo de ciudad ordenada y eficaz. Con sus más de veinte millones de habitantes, es la ciudad más poblada de China y el puerto del mundo que mueve mayor volumen de mercancías. Allí, tirar un papel en la vía pública te puede costar, además de la correspondiente multa, pasar varios días en un calabozo.

Suiza es la nación más montañosa de Europa, y además de tener un clima demasiado frío, carece de salida al mar. Por todo ello, la agricultura, la ganadería o las comunicaciones son mucho más difíciles y rinden mucho menos que en sus llanas vecinas Francia o Alemania. Es decir, que los suizos llevaban todas las papeletas para que les tocara ser un país pobre. Sin embargo, a fuerza de ingenio, seriedad y eficiencia, han sabido darle la vuelta a su destino. Si visitas Suiza, guárdate de tirar ni una colilla al suelo, porque si lo haces, cualquier suizo que por allí pase, se sentirá autorizado a increparte agriamente en idiomas surtidos, y el sermón, al que se irán uniendo otros suizos igualmente indignados, no cesará hasta que te agaches y recojas la basura.

En el otro extremo están las ciudades del norte de África. En ellas es corriente ver que los ciudadanos se suenan sin pañuelo, de forma tal que los mocos vayan a parar directamente al pavimento. Tampoco resulta excepcional atisbar en cualquier rincón de cualquier plaza, a un fulano en cuclillas (ñangotado, dicen nuestros primos puertorriqueños) aliviando el vientre. En realidad, tampoco hay que cruzar el estrecho para contemplar tal espectáculo. Alguna vez en un lugar de la costa malagueña de cuyo nombre no quiero acordarme, he tenido ocasión de observar, entre el batiburrillo de restos, desperdicios y basuras que quedan cuando un mercadillo levanta el campo, algún que otro zurullo.

Para mi está claro. Hay una relación de proporcionalidad directa entre el respeto de los ciudadanos por lo que es común, y su “renta per cápita”. No es casualidad que los andaluces, cuya conducta cívica resulta manifiestamente mejorable en muchos aspectos, aunque en otros muchos sea encomiable, estemos entre los ciudadanos europeos con una renta media más baja. Todo va en el mismo paquete.

Y a todo esto, aún no he decidido el destino de mi voto en las elecciones generales de mañana. ¡Corpo di Bacco!

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