Reflexiones de un paseante: Homenaje al cocido, de Fernando R. Quesada Rettschlag

21.11.2013 20:41

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: HOMENAJE AL COCIDO

            

Fernando R. Quesada Rettschlag.

Noviembre 2013.

Estamos en otoño, tiempo de cielos en escala de grises, cambio horario, paraguas, setas… ¡y cocido! Ese plato que nos crió y que, después de siglos de vigencia, sigue siendo, en su simplicidad, una obra maestra de nuestra culinaria. Fuente de inefables placeres olfativos, gustativos y visuales, para todos los habitantes del solar hispano, sin distinción de economías, de autonomías, ni de ideologías. Quizás, el único asunto en el que estemos de acuerdo los españoles de izquierdas, de derechas o apolíticos; autonomistas, independentistas o centralistas; parados, rentistas o mileuristas; defraudadores, malversadores o sindicalistas; terroristas, asesinos o jueces… es en que el cocido es un plato sagrado; tanto, que ni siquiera el genio de Ferrán Adriá ha osado deconstruirlo. Tal vez, porque la deconstrucción del cocido ya la habían inventado las amas de casa desde los tiempos de Maricastaña, al ingeniárselas para dar de comer a su familia con los restos de un puchero, durante toda la semana: sopa, garbanzos con arroz, garbanzos fritos, croquetas, ropa vieja, bocadillo de pringá, jarrete encebollado, arroz al horno… ¿puede imaginarse deconstrucción más ingeniosa?

El cocido es algo tan genuinamente español como la fiesta de los toros. En ningún otro país de Europa se cultivan y consumen garbanzos como aquí. Hasta hace bien poco, ni tan siquiera se conocían, aunque ahora, con la globalización, eso está cambiando.

Cuando yo moceaba, oí contar a un catedrático de universidad, hoy jubilado, que tras terminar el doctorado, consiguió una beca para trabajar durante un año en una universidad inglesa. Pensó, con muy buen sentido, que ni él ni su mujer podían pasar un año entero sin comerse un cocido, así es que decidieron arriesgarse y metieron en la maleta un par de kilos de garbanzos. Aún no se había constituido la actual Unión Europea  y estaba terminante prohibido introducir cualquier tipo de alimento en un país. El aduanero inglés que les revisó el equipaje, quedó perplejo ante aquellas extrañas bolitas arrugadas y, tras flemática y concienzuda observación, llamó a su jefe para que asumiera la responsabilidad de la decisión. Éste, tan desconcertado como él, resolvió al cabo que aquellos objetos no eran peligrosos y permitió su entrada. Ninguno de los dos llegó ni a sospechar que fueran cosa comestible.

Años después un amigo, al igual que yo biólogo de profesión y cocinilla por afición, estuvo becado durante un curso en una universidad escocesa. Allí se vio en el compromiso de hacer un cocido para sus nuevos compañeros de trabajo, y consiguió encontrar garbanzos en una tienda especializada en alimentos de la India. Ya había comenzado la globalización.

Este desconocimiento europeo de un producto que, para los españoles, es casi tan corriente como el pan, tiene su explicación. Histórica ¡cómo no!

Los garbanzos son originarios de Turquía, desde donde se extendieron a la India y al norte de África. A Hispania fueron traídos por los cartagineses; concretamente a la Ciudad Nueva (la Cartago Nova de los romanos, nuestra Cartagena), que fue refundada en el año 229 a.C. por el general Asdrúbal el Bello, yerno de Amílcar Barca y cuñado de Aníbal, sobre la antigua ciudad íbera de Mastia. Los cartagineses la utilizaron como capital y centro de operaciones en la península, lo que supuso que un importante contingente de tropas estuviera allí estacionado durante periodos de tiempo prolongados. Fueron estos soldados los que trajeron garbanzos de su tierra y los cultivaron por primera vez en Iberia. Al igual que el profesor de la anécdota, no podían pasar tanto tiempo sin comerse un buen potaje de “gabrieles”.

En cuanto al origen de nuestra reverenda olla, aunque la tradición cristiana atribuye su invención nada menos que a Santa Ana, madre de la Virgen, los investigadores lo han visto en la adafina de la cocina Sefardí; aunque esta hipótesis tiene detractores que piensan que el acto de hervir las carnes para facilitar su digestión, debió de ser coetáneo al invento de la alfarería, y de ahí a añadir legumbres y verduras a la marmita, no había más que un paso.

Pero examinemos la tesis clásica que, a mi parecer, es más sugestiva. En la gastronomía hebrea hay dos grandes corrientes tradicionales: la asquenazí que predomina en Europa central y oriental, y en Estados Unidos, y la sefardí, de profunda raigambre hispánica. Ambas respetan las leyes kosher pero adaptándose a los alimentos del lugar. Uno de sus preceptos es que durante el Sabbat no se puede cocinar, por lo que las comidas de los sábados eran frías hasta que, durante la Baja Edad Media, los judíos españoles discurrieron la manera de cumplir la ley y comer caliente. Consistió en colocar carnes, garbanzos, verduras y agua, dentro de una olla de barro, y disponerla bajo las brasas, antes del ocaso del viernes. De este modo el sábado, los alimentos estaban cocinados y se mantenían aún calientes. Lo llamaron adafina, que significa tesoro enterrado, y al igual que hoy, se tomaba en tres vuelcos, con pan y vino bendecidos.

Encontramos mención de la adafina en los versos del Arcipreste de Hita (siglo XIV): “Algunos en sus casas pasan con dos sardinas, / en ajenas posadas demandan gollerías, / desechan el carnero, piden las adafinas.”

Es opinión extendida entre los historiadores, que la cristianización de la adafina ocurrió en tierras de Segovia hacia finales del siglo XV. Los primeros cristianos que incorporaron este plato a su menú, le añadieron los productos del cerdo que a los judíos les están prohibidos.

Ya sea la adafina la madre del cocido, ya sea al contrario, ya sean fórmulas independientes que se han asimilado por convergencia evolutiva, lo que no se puede negar es el sorprendente parecido entre ambas preparaciones. Juzgue si no el lector: para cocinar la adafina hay que poner en la olla aceite de oliva, garbanzos remojados desde la víspera, carne de cabrito, de cordero, de pollo o de vaca, ajos y cebollas picados, nabos, zanahorias, huevos duros haminados (cocidos durante 2 horas en agua con sal, pimienta y cáscaras de cebolla, para que presenten su típico aspecto marmóreo), caramelo líquido, sal, pimienta, clavo, azafrán, canela, nuez moscada y macis (corteza de nuez moscada). Se cubre con agua caliente y se dispone tapado bajo las brasas para que hierva muy lentamente durante toda la noche.

En nuestro puchero, el llamado relleno, bola o pelota, según regiones, es un lejano recuerdo de los huevos duros haminados de la adafina, a los que sustituye. Por lo demás, a pesar de los siglos transcurridos, la receta básica se ha mantenido con escasas variaciones, como la sustitución de berenjenas por patatas cuando llegaron de América, o pequeñas adaptaciones a los gustos de cada zona en su difusión por nuestra geografía.

Sí ha ido cambiando la denominación: olla, olla reverenda, olla podrida o “poderida” (poderosa), olla de tres vuelcos o tumbos como decía Cervantes, puchero que, según Covarrubias, era la olla en la que se cocían los puches y, más modernamente, cocido.

Fuera cual fuere el momento en el que  se maridaron los distintos componentes del cocido, lo cierto es que, desde los remotos tiempos de Aníbal, los garbanzos constituyeron alivio y sustento del estómago de los españoles, especialmente en las épocas en que arreciaban el frío y la miseria. Sus calorías y su aporte proteico, han sido esenciales para la subsistencia de la hispana grey, casi siempre instalada en tiempos de penuria. Así lo comprendió Felipe II, el rey Prudente que, al igual que su padre el Emperador, fue un devoto degustador de garbanzos. En 1569, adelantándose varios siglos a la “denominación de Indicación Geográfica Protegida”, dictó una ordenanza que protegía el garbanzo de Fuentesaúco, prohibiendo expresamente introducir en la villa variedades de cualquier otro lugar.

En el siglo XIX el puchero, con más o menos sacramentos según los posibles de cada cual, constituía el yantar cotidiano en la mayoría de los hogares españoles, razón por la cual “puchero” llegó a ser sinónimo de “comida principal del día”. Sin embargo, en ese calamitoso siglo durante el cual tantos y tan graves males se abatieron sobre España, hubo intelectuales que tuvieron la peregrina ocurrencia de culpar de tan aciago destino al consumo de garbanzos. Sorprendente pero cierto. Con cuanta razón decía D. José Ortega y Gasset que “lo que nos pasa a los españoles es que no sabemos lo que nos pasa y por eso nos pasa lo que nos pasa”.

D. Benito Pérez Galdós escribió en “Lo prohibido”: “… y ahora, voy a probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido.” ¡Casi nada! Probablemente trataba de sacudirse el mote de “Don Benito el garbancero” que, Valle-Inclán entre otros, utilizaba para martirizarlo y denostar el costumbrismo de su prosa. En realidad, Galdós era un gran aficionado al cocido madrileño, al igual que los protagonistas de sus novelas; como “El amigo Manso”, un catedrático de Instituto en el Madrid del XIX, que lo comía a diario para su deleite.

El genial don Benito con esa vana afirmación, no hacía más que sumarse a una corriente de opinión que pretendía estigmatizar el papel capital del garbanzo, para calmar las hambrunas de una España que vivía en ayuno forzoso casi permanente. Como muestra, la anónima “Oda (triste) al garbanzo”, recogida por el doctor Alfredo Juderías Martínez en su obra “Cocina para pobres”, en la que recopiló las recetas anotadas en sus peregrinaciones por pueblos, aldeas, monasterios y conventos, muchas de ellas en trance de desaparecer: “Si a pensar en los males de Castilla / y en su miseria y desnudez me lanzo, / como origen fatal de esta mancilla, / te saludo, ¡oh, garbanzo! / Tú en Burgos, y en Sigüenza, y en Zamora, / y en Guadarrama, capital del hielo, / alimentas la raza comedora, / y así le crece el pelo. / Esa tu masa insípida y caliza, / que de aroma privó naturaleza, / y de jugo y sabor, ¿qué simboliza? / Vanidad y pobreza. O estos versos que le dedicó al garbanzo el gaditano don José Joaquín de Mora: “Allí donde las razas miserables / viven de tu sustancia flatulenta, /  ¿habrá jamás ministros responsables / y libertad de imprenta? O estos otros de la zarzuela “El cocinero de S.M.”: “Ha venido a quedar el pueblo ibero / anclado entre la jota y el puchero.”

Yo, voraz e irredento degustador de garbanzos con su compaña, prefiero refutar a los decimonónicos detractores del más nacional de nuestros platos, con la sencilla y concluyente frase que don Francisco Quevedo pone en boca de su dómine Cabra: “Cierto que no hay cosa como la olla, digan lo que dijeren”.

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