Reflexiones de un paseante: Los conquistadores y los libros de caballerías. Segunda parte.

08.04.2014 19:51

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: LOS CONQUISTADORES Y LOS LIBROS DE CABALLERÍAS. SEGUNDA PARTE.

Fernando R. Quesada Rettschlag. Abril 2014.

 

…Continuación (donde por fin se justifica el título del artículo).

 

4 - El espíritu caballeresco y el afán de aventuras.-

El tercero de los motivos, la gloria, fue sin duda un acicate tan poderoso como la consecución de riquezas y el afán evangelizador, para que aquellos hombres atravesaran océanos procelosos y se aventuraran por territorios inexplorados y plagados de peligros desconocidos, en los que padecerían penalidades sin cuento. Y todo ello para mayor honra y grandeza de un lejano soberano.

Hugh Thomas escribe, refiriéndose a los 190 españoles que en 1513 «toman posesión para su Rey del Océano Pacífico y de todas las tierras que lo rodean»: “Al oír la fórmula por primera vez uno se ríe. La segunda vez uno se queda asombrado ante la audacia de Balboa y sus hombres”. Y es el caso que ni hablaban en vano, ni pronunciaban una mera fórmula vacía de contenido. Durante todo el siglo XVI el Pacífico solamente fue surcado por navíos españoles; por eso, durante siglos, fue conocido como “el lago español”.

Pero la empresa no fue cosa fácil. Las desventuras, las calamidades y las tribulaciones, fueron compañeras inseparables de “todos los que anduvieron en trabajo de conquista”. Los ejemplos son inagotables, aunque solo mencionaré dos. Sólo cinco de los quinientos cincuenta soldados que partieron de Cuba con Hernán Cortés, sobrevivieron para ver el final de la aventura. De los doscientos sesenta y cinco hombres que partieron de Sevilla con Magallanes, solo dieciocho lograron regresar con vida tras completar aquella primera circunnavegación del globo terráqueo. Entre ellos el cronista Antonio Pigafetta, que narra en su crónica los sufrimientos que padecieron: «El miércoles 28 de noviembre de 1520 nos desencajonamos de aquel estrecho, sumiéndonos en el mar Pacífico. Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta; ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, que lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completan­do nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al re­mojo del mar cuatro o cinco días y des­pués un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que tampo­co despreciábamos. Las ratas se vendían a medio ducado la pieza…». Aquellos hombres no se arredraban ante nada.

La inspiración para tanto atrevimiento, tal magnitud de sacrificio y tamaña capacidad de sufrimiento, hay que buscarla sin duda, en los ochocientos años de continuo batallar de sus antepasados. En 1492, cualquier adolescente estaba acostumbrado desde niño a contemplar como sus parientes y vecinos, tras acomodarse los atalajes de guerrear, marchaban a combatir con los sarracenos, como antes habían hecho sus abuelos, sus bisabuelos, sus tatarabuelos… y así hasta ocho siglos atrás. No cabe duda de que esta experiencia debió de imprimir carácter en aquellas generaciones. O, como diría un pedagogo constructivista, debió de facilitar el aprendizaje significativo de los conceptos, los procedimientos, y las actitudes que permitieron a aquel exiguo puñado de hombres, llevar a cabo la más impresionante conquista que han conocido los tiempos.

Pero no podemos dejar de considerar otro factor de importancia capital. En las postrimerías de esa decimoquinta centuria, una circunstancia única en la Historia de la Humanidad va a contribuir a modelar en no escasa medida, la ya peculiar idiosincrasia de aquellos españoles: el hecho de ser la primera generación de hombres y mujeres que pudieron leer libros como fuente de entretenimiento.

La nueva imprenta de reciente invención, permitía por vez primera en la Historia, disponer de libros, y a precios relativamente asequibles. Era el inicio de una auténtica revolución cultural y social de ámbito internacional que, andando el tiempo, iba a abrir de par en par las puertas de acceso a la cultura, a todas las clases sociales. Y todo empezó en 1455, cuando se publicaron con la máquina de imprimir ideada por Johannes Gutenberg, las 150 Biblias llamadas “de Gutenberg” o “de 42 líneas”. Había nacido la imprenta moderna y con ella, una de las mayores revoluciones que ha conocido la Historia.

En 1500 el negocio del libro había adquirido ya cierta importancia en toda Europa. Los relatos que inmediatamente gozaron de las preferencias del recién estrenado público lector europeo, fueron las novelas de caballerías. En España, este auge de los libros de caballerías, vino a coincidir con el descubrimiento y la conquista de América.

Ese mismo año se instaló en Salamanca Hans Gysser procedente de Seligenstadt (Maguncia), y en Sevilla Jacob Cromberger procedente de Nuremberg (Babiera). Ambos impresores hicieron fortuna publicando las famosas novelas de caballerías que en aquellos momentos hacían furor. Entre los clientes del último, estaban los aventureros, que las compraban antes de partir hacia las Indias. Hay que tener en cuenta que, aunque de todo hubo, la mayoría de los conquistadores no fueron ni bandidos ni criminales que huyeran de la justicia (lo prohibían las normas de la Real Casa de Contratación de Indias), sino hijos segundones de familias hidalgas, que habían recibido una buena educación. Hernán Cortés por ejemplo, carecía de formación militar, pero había estudiado leyes en la universidad de Salamanca y escribía con excelente estilo literario, como lo demuestran los más de quinientos folios de sus cinco “Cartas de relación” dirigidas al Rey. Uno de sus soldados, Bernal Díaz del Castillo, escribió un relato magistral sobre la conquista del Imperio Azteca, cuya lectura recomiendo encarecidamente.

Esos caballerescos relatos, ya fuera leídos en solitario, ya públicamente según arraigada tradición medieval, para disfrute y solaz de los soldados analfabetos y de los que no se los podían costear, se convirtieron en la forma más común de entretener los ratos de ocio durante las interminables jornadas de navegación o alrededor de los fuegos de campamento, antes del toque de retreta. Así, los valores de la caballería andante, el idealismo amoroso, el espíritu aventurero y la gloria como fin último, iban infiltrando el ánimo de los que decidían partir a la conquista y colonización. Una estructura narrativa muy amena y un mensaje ideológico asequible, fueron determinantes en el éxito popular de estas novelas.

Nosotros, acostumbrados a vivir en una época en la que los medios de comunicación nos proporcionan diariamente más información de la que podemos asimilar, somos incapaces de imaginar el efecto que esas lecturas causaron en aquella primera generación masivamente sometida al influjo de los libros. Prueba de esa influencia es el perdurable homenaje que les rindieron sus lectores en la geografía del Nuevo Mundo, con topónimos tales como California, Patagonia o Amazonas. También es patente su influencia en el nuevo género literario que se desarrolló como consecuencia del descubrimiento: las crónicas de Indias.

Los lectores y oidores de las aventuras acaecidas a los caballeros andantes, creían habérselas con historias reales. En el siglo XV como en toda la Edad Media, no se hacía distinción entre la crónica histórica y la narrativa de ficción. Las propias novelas afirman narrar acontecimientos verdaderos y, ya entonces, existía la tendencia a pensar que todo lo que está escrito en los libros es cierto, de igual manera que hoy tendemos a creernos todo lo que aparece en televisión. En consecuencia, los conquistadores de la primera mitad del siglo XVI, estaban imbuidos hasta la médula del espíritu caballeresco de la andante caballería. Don Francisco Morales Padrón escribió a este respecto: “como la actual novela policíaca, la fotonovela o cierto número de películas, la novela de caballería influyó en la sociedad trazando normas de conducta e incitando a las hazañas”. Por su parte, don Manuel Moreno Alonso escribe: “Los conquistadores serán auténticos Amadises de América, pues cualquiera de aquellos centenares de hombres que pasaron al Nuevo Mundo pudieron muy bien dar vida a una novela de caballería”.

Solo así se explican las empresas que acometieron y los principios que rigieron su comportamiento en la ejecución de las mismas. Así el “ardimiento”, cualidad caballeresca que combina el valor, la audacia, la sagacidad, el ingenio y la astucia, caracteriza por igual a Tirante el Blanco, a Francisco Pizarro o a Hernán Cortés. Tanto el caballero de ficción que enfrenta gigantes, dragones y maléficos encantadores, como el conquistador que enfrenta ignotos peligros en junglas, piélagos o desiertos, están acometiendo una labor similar por sus dimensiones sobrehumanas y por la estimación trascendental que ellos mismos realizan de su propia conducta. En ambos, el caballero andante que se mide con monstruos o el puñado de hombres que enfrenta poderosos imperios, la virtud medular es un coraje extremado, una heroicidad sin límites que sobrepasa la simple temeridad porque está motivada por un ideal, un sentido de misión que orienta, sostiene y justifica el acto de arrojo.

Don Fernando Carmona Fernández, en su ensayo “Conquistadores, utopía y libros de caballería”, escribe al respecto: “La gesta del descubrimiento de América ha suscitado la sensación de asistir a las hazañas de cantares de gesta o a las aventuras de un caballero artúrico, antes que a una sucesión de hechos realmente acaecidos. No ha dejado de sorprender a los historiadores la desproporción entre la hazaña y los medios humanos y materiales para llevarla a cabo”.

En este contexto, el Nuevo Mundo es, ante todo, un espacio que permite la encarnación de los valores medievales de la ficticia caballería andante, en un nuevo tipo de caballero de carne y hueso: el Conquistador. Tomemos como ejemplo al más famoso de todos ellos, D. Hernán Cortés Pizarro. Con solo diecisiete años, prefirió abandonar sus estudios en Salamanca y desdeñar la futura herencia de las haciendas paterna y materna que, como hijo único, le correspondían, para marchar a Las Indias en busca de aventuras y de gloria. Cuando por fin consiguió llegar a La Española, andanza no exenta de peripecias, el Gobernador D. Nicolás de Ovando y Cáceres, que era pariente lejano de su padre, le otorgó el cargo de notario de Azúa en atención a sus estudios, y le entregó veinte leguas de tierra. Esto hubiera colmado las aspiraciones de muchos, pero no de Cortés. Participó en cuantas campañas militares pudo, tanto en La Española como en la vecina Cuba. En pago a sus servicios fue secretario de D. Diego Velázquez de Cuéllar (conquistador de Cuba), alcalde de Baracoa y, por fin, magistrado en Santiago de Cuba. Además hizo fortuna como buscador de oro. Así, antes de cumplir 35 años, gozaba de una brillante posición social y de una más que aceptable economía, que hubieran sido suficientes para cualquiera, pero no para Cortés. Él había ido allí en busca de gloria y no pensaba conformarse hasta conseguir que su fama entrara en el Olimpo de la inmortalidad.

Uno de los compañeros de aventuras de Cortés y amigo íntimo ya desde España, fue Andrés de Tapia. Al final de la campaña mejicana era el cuarto en la cadena de mando. La admiración por el ideal caballeresco, impulsó a don Andrés a fundar una sociedad formada por doce caballeros, cuya finalidad era difundir y mantener vigentes las más nobles tradiciones de la caballería andante, dando ejemplo tanto en el combate como en su vida privada.

Todos los que participaron en la conquista, conquistadores, colonizadores, clérigos y funcionarios, compartían, como los caballeros artúricos, un mismo y doble ideal: a nivel social extender un nuevo orden, una suerte de arcadia pastoril llamada “Monarquía católica universal española”; y a nivel individual conseguir con su esfuerzo y por sus propios méritos, una situación destacada en la jerarquía política y social de los nuevos territorios conquistados.

Esta exaltación mística del ánimo creada por los valores de las novelas de caballerías, que caracterizó el entusiasmo de la conquista durante las tres primeras décadas, comenzó a desvanecerse en la segunda mitad del siglo XVI, dando paso al desengaño que desembocó en el XVII en una visión más prosaica de las cosas y en una sensación generalizada de decepción con los valores caballerescos. La cruda realidad de la conquista terminaría por imponerse a la ficción medieval. Literariamente, el fenómeno alcanzó su culminación en la inmortal novela de D. Miguel de Cervantes. Su “Sancho Panza” acabó con “Amadís de Gaula”.

El nicho ecológico que dejó vacío la extinción de este género literario, fue rápidamente ocupado por otro que había nacido tímidamente en 1554 con la publicación de “El lazarillo de Tormes”: la literatura picaresca. En ella el protagonista es un pícaro, personaje genuinamente español que representa la antítesis del caballero andante. Durante un tiempo coexistieron especímenes de ambos géneros, hasta que la grosera picardía, mejor adaptada a las características del medio ambiente, terminó desplazando a la elevada caballerosidad, que se extinguió.

El que no se extinguió fue el negocio editorial que, muy al contrario, fue ganando importancia en España a lo largo de todo el siglo XVI, y uno de sus pilares sería la creciente demanda americana. Si bien los primeros libros llegaron a este continente en las mochilas de los conquistadores, muy pronto pasaron a formar parte de la mercancía ordinaria que transportaban los navíos en sus bodegas. Cristóbal Colón poseyó sólo unos pocos ejemplares mientras que Hernando, el hijo natural que tuvo con doña Beatriz Enríquez de Arana y autor de su primera biografía, llegó a reunir la biblioteca particular más rica de su tiempo: una colección de más de quince mil volúmenes. Además los libros gozaban de especiales exenciones fiscales. El único impuesto que tenían que pagar era la avería.

En el siglo XVI se publicaron en España 316 ediciones sólo de libros de caballerías, a las que hay que añadir las de libros de jurisprudencia, teología, ciencias, etc. De ellos, 751 títulos se publicaron en Sevilla, sobre todo por la casa Cromberger, que en 1525 consiguió el monopolio del comercio de libros con Nueva España. Una partida realmente excepcional fue la que se despachó en febrero de 1601: diez mil volúmenes se enviaron a Las Indias de una sola vez.

Paradójicamente, el creador de todo este monumental negocio, Johannes Gutenberg, el orfebre que inventó los tipos móviles de hierro, había muerto en 1468 completamente arruinado.

5 - Epílogo.-

Algo parecido a esta evolución de los valores en la España del siglo XVI, ha vuelto a ocurrir en la España actual. En otras tres décadas, hemos pasado del entusiasmo desbordante que provocó la ejemplar transición del franquismo a la democracia, a una decepción profunda y generalizada. Las ilusiones que despertaron los primeros caballeros que reconquistaron el sistema democrático de gobierno y las expectativas que crearon, se han visto defraudadas, traicionadas y envilecidas por los pícaros que los han sucedido. De nuevo la miserable realidad ha terminado por desterrar la utopía de nuestro ánimo en otro ciclo de treinta años; y de nuevo, la ruindad, la rapacidad y la bajeza de miras de nuestros mandatarios, ha sumido a la nación en el desencanto y la miseria moral.

6 - Corolario.-

La frase “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”, la pronunció don Nicolás Avellaneda, presidente de Argentina (1874-1880), y se suele atribuir a su caletre. En realidad don Nicolás citaba a Marco Tulio Cicerón: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetir sus tragedias”. No fue el único; don Salvador Allende Gossens, en un discurso parlamentario pronunciado en 1939, también expuso su propia versión de la misma idea: “Los hombres y pueblos sin memoria de nada sirven, ya que no saben rendir culto a los hechos del pasado que tienen transcendencia y significación; por esto son incapaces de combatir y crear nada grande para el futuro”. Sin embargo, a mi entender, fue don Marcelino Menéndez Pelayo quien expuso el concepto de un modo más prolijo y categórico: “Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión, de ingenio y hasta de género, y serán como relámpagos que acrecentarán más y más la lobreguez de la noche”.

Sitio de búsqueda

Contacto

Revista de La Carolina @La_Carolina
www.facebook.com/noni.montes
https://pinterest.com/teatiendo/
https://storify.com/La_Carolina
revistalacarolina@gmail.com
+34 668 802 745

Follow me on App.net

LOS ARTICULOS DE ALTERIO

 

 

DIABÉTICOS DE LA CAROLINA

+INFO

Follow Me on Pinterest Seguir a La_Carolina en Twitter LINKEDIN LOGO
      LOGO STORIFY      

 

HOSPITAL VETERINARIO SAN FRANCISCO

ORELLANA PERDIZ

 

 

ASESORÍA BERNABÉU TORRECILLAS

 

LIBRERÍA AULA

LOS ALPES 1924

FEDERÓPTICOS OPTIDOS

MESÓN CASA PALOMARES

MIMO

VOLUNTARIADO CRUZ ROJA