Reflexiones de un paseante: los españoles y el globo terráqueo (Fernando R. Quesada Rettschlag)

10.12.2013 18:37

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: LOS ESPAÑOLES Y EL GLOBO TERRÁQUEO 

Primera parte.

Fernando R. Quesada Rettschlag. Diciembre 2013.

1 – INTRODUCCIÓN

“¿Qué ha hecho España por Europa? ¿Qué le debe a España la cultura universal?” Esto se preguntaba y le preguntaba al mundo en sus escritos, el enciclopedista francés Nicolas Masson de Morvilliers en el siglo XVIII. Su artículo “Espagne” publicado en la “Encyclopédie métodique” provocó una de las polémicas más célebres del siglo y originó un conflicto diplomático entre España y Francia. Obviamente la respuesta implícita que pretendía inducir en la mente del lector era “nada”, y a tal fin hablaba de la carencia de industrias, de la ociosidad de las clases altas, del poder de la Iglesia, y de la Inquisición, al tiempo que cifraba las esperanzas de nuestra patria para salir de su ostracismo, en la entonces recién instalada dinastía de los Bourbon (ahora Borbón); gabacha como él, claro. En realidad, su francesa mentalidad de francés, albergaba la íntima convicción de que la cultura universal se lo debe todo a “La France”, motivo por el cual no puede deberle nada a otra nación, y menos que a ninguna, a esa España repleta de bárbaros del Sur, sobre la que los franceses cultivaban ya por entonces, un tan ilusorio como gratificante sentimiento de superioridad. Ellos son así.

Pero el de Francia no es un caso aislado. No es más que otro engranaje de la conjura internacional que urdió y continúa tejiendo con esmero la aciaga Leyenda Negra, que pretende eliminar o al menos, desacreditar, todo lo que la cultura universal y la historia de Europa y del mundo le deben a España, que es muchísimo más de lo que el común de los españoles, cerriles y ovinos acólitos de la luctuosa Leyenda, llegamos siquiera a sospechar. Nosotros somos así. Es grotesco, que sea un alemán, el gran filólogo Karl Vossler, el que tenga que aclararnos las ideas. En su obra “España y Europa” escribe: “Este belicoso y devoto pueblo de señores fue tan admirado como odiado y temido mientras fue poderoso, y cruelmente olvidado tan pronto como decayó su poder. El racionalismo francés, el deseo de libertad de los flamencos y el espíritu comercial anglosajón le dieron el golpe de gracia.” Por eso, yo a mi entretenimiento favorito, que no es otro que abochornar a los iletrados adeptos de la Patraña Azabache.

El Renacimiento, ese periodo en el que estalló la lenta evolución que había ido fraguándose a lo largo de toda la Edad Media y que culminó con la Reforma del siglo XVI, representó el cambio más decisivo de la historia universal desde la llegada del cristianismo. En este cambio, el peso fundamental e indiscutible correspondió a la nación española. Los historiadores foráneos, no obstante, han conseguido difuminar el papel de España, ensalzando el protagonismo de Italia. Curiosa manipulación, porque a Italia le faltaban varios siglos para constituirse como nación. El estado italiano no existía. Lo que sí existía era la península itálica y una parte importante de ese territorio pertenecía a la corona española. Así, los libros de Historia, en su afán por eliminar las palabras España y español, llaman italianos a muchos participantes en el descubrimiento y colonización de América, cuando en realidad eran españoles nacidos en la península itálica. Esta malintencionada y contumaz “confusión”, sería equivalente a llamar españoles a los emperadores romanos nacidos en la península ibérica. Craso error, puesto que España no existía. Eran ciudadanos romanos nacidos en una región del Imperio llamada Hispania. Pues eso.

En este año en el que celebramos el tricentésimo aniversario del nacimiento del ilustre marino Jorge Juan, no se me ocurre mejor ejemplo de lo que España y los españoles hemos aportado a la Humanidad, a la Ciencia, a la Cultura y a la Historia, que el conocimiento del planeta Tierra, este diminuto pedacito de Universo que constituye el hogar de nuestra especie.

 

2 - JUAN SEBASTIÁN ELCANO

 

Cuando el gabacho Julio Verne escribió su novela “La vuelta al mundo en 80 días”, eligió como protagonista no a un viajero español, por supuesto, sino a un inglés del siglo XIX al que llamó “Hijo de la niebla” (Phileas Fogg). En el desenlace, le hace descubrir con estupor que, viajando hacia el Este, al finalizar el periplo había ganado un día con respecto al calendario del lugar de partida.

La realidad es que los primeros en circunnavegar el globo terráqueo y demostrar que la Tierra es esférica fuimos los españoles en el primer cuarto del siglo XVI, y en ese viaje ya constatamos tan curioso fenómeno: viajando hacia el Oeste, perdimos un día.

Si la primera parte de esa odisea constituye la más grande gesta de la historia de la navegación y una de las más grandes de la Historia a secas, la segunda parte no le anduvo a la zaga. Comenzó el quince de febrero de 1522 en las Molucas. Fernando de Magallanes había muerto combatiendo contra los nativos en Filipinas y Juan Sebastián Elcano había asumido el mando de la nave Victoria. La ruta a seguir era conocida desde principios del siglo por los portugueses, que habían establecido factorías en la India, África, Malaca, Mozambique y Cabo Verde. En ellas los navegantes podían hacer paradas y encontrar provisiones y repuestos. Pero la inmensa dificultad que Elcano tuvo que afrontar, fue la de evitar esas estaciones e incluso el encuentro con navíos portugueses, puesto que en la isla Tidore (Molucas), se había enterado de que el rey Manuel de Portugal, había mandado una escuadra para interceptar los barcos de Magallanes y había dado orden de apresarlos y de aplicar a sus tripulantes tratamiento de piratas. La nao de Elcano era un barco viejo, pequeño (85 toneladas) y cargado de mercancía hasta los topes. De él, tres años antes, en el puerto de Sevilla, el cónsul portugués Sebastián Alvares había afirmado que no serviría ni para ir a las Canarias. No obstante, la nave hizo honor a su nombre. Elcano atravesó con ella todo el océano Índico de un tirón, dobló el cabo de Buena Esperanza y rodeó toda África, sin hacer escala ni en un puerto siquiera. ¡Apabullante! Conviene seguir la ruta sobre un mapa para comprender en toda su magnitud la dificultad de la empresa. Aún hoy, casi quinientos años después, resultaría algo extraordinario para un barco moderno y bien equipado.

La sed y el hambre resultaban ya intolerables, y su inseparable cómplice el escorbuto, se cobraba nuevas vidas cada día. De los sesenta que embarcaron en las Molucas, cuarenta y siete europeos y trece indígenas, quedaban solo un puñado de espectros macilentos que se arrastraban por cubierta realizando penosamente sus tareas, cuando una tempestad arrancó el palo de proa y rompió el palo mayor. Sin embargo, como después narró Elcano al Emperador: “Decidimos antes morir que entregarnos a los portugueses”. Típica orgullosa tozudez hispana.

Cuando avistaron el archipiélago portugués de Cabo Verde el día 9 de julio, después de cinco meses de navegación ininterrumpida, solo sobrevivía la mitad de la tripulación. A pesar de estar ya tan cerca de casa, no tenían ni alimentos ni agua suficientes para llegar y Elcano decidió atracar en el puerto Río Grande de la isla de Santiago, e intentar engañar a los portugueses contándoles que una terrible tormenta los había arrastrado hacia los dominios españoles. El estado deplorable de la nave contribuyó a reforzar el engaño y, sin realizar ninguna comprobación, les permitieron arriar un bote para cargar agua y víveres frescos. El esquife dio varios viajes, pero tras su última partida, pasaba el tiempo y no regresaba. Alguno de los doce marineros se había ido de la lengua. Elcano lo comprendió cuando avistó una embarcación que se les aproximaba costeando. Los dieciocho hombres que quedaban a bordo, muy pocos en verdad, para llevar la nave hasta España, dieron la talla una vez más. Levaron anclas, izaron velas y escaparon de allí justo a tiempo.

En esos días, del nueve al quince de julio de 1522, fueron los primeros en observar un fenómeno sorprendente en extremo. Los hombres que habían ido a por víveres trajeron, asombrados, la noticia de que en Cabo Verde era jueves; sin embargo a bordo, Pigafetta, el cronista de la expedición que había llevado su diario con toda exactitud, les aseguraba que era miércoles. El piloto, que llevaba también un registro minucioso en su libro de a bordo, lo confirmó; él también tenía aquel día registrado como miércoles. No cabía duda, en su vuelta al mundo, navegando siempre hacia el Oeste, habían perdido un día, por razones entonces inexplicables.

Tan singular fenómeno, que la fecha y las horas fueran diferentes en las distintas partes del mundo, provocó entre los sabios de la época una conmoción tan grande, como la que siglos después provocarían la evolución, la relatividad o la tectónica de placas. Don Pedro Mártir de Anglería, consejero de Indias, cronista del reino y autor de la primera “Historia general de América”, consultó el enigma con los más doctos eruditos, y comunicó la explicación al Emperador y al Papa.

Aquellos dieciocho héroes que el ocho de septiembre del año 1522, saludados por el atronador retumbar de las salvas de bienvenida, entraron en Sevilla remontando el Guadalquivir con su destrozada nave Victoria, habían coronado la hazaña más extraordinaria, admirable e incomparable, de la navegación y una de las mayores gestas realizadas por la Humanidad. En el camino, a lo largo de los tres años que duró la aventura, quedaron cuatro barcos y doscientos cuarenta y siete compañeros.

 Habían logrado lo que parecía el sueño de un loco: llegar al país de las especias navegando hacia Poniente. Y tuvieron su premio: las veinticuatro toneladas de especias que trajo la pequeña nave, cubrieron los ocho millones de maravedís invertidos en la empresa, y dejaron una ganancia neta de quinientos ducados oro. Sin embargo, esta fortuna no era nada comparada con la gloria que catapultó su hazaña al Olimpo de la inmortalidad: eran los primeros hombres que habían dado la vuelta al mundo y que habían medido su orbe, demostrando que la Tierra es esférica y que gira de Oeste a Este sobre su eje N-S.

Ningún otro acontecimiento desde el viaje de Colón causó tanto entusiasmo en toda Europa. Se había probado incontestablemente que la Tierra es una esfera giratoria y que todos los mares forman un solo mar continuo. Por fin quedaba superada la cosmografía del mundo clásico y rendida la oposición de la Iglesia.

En esa histórica jornada, la entonces admirada y ensalzada nación española, alcanzó las más altas cotas de orgullo. Bajo pabellón español había emprendido Colón el descubrimiento del mundo, y bajo el mismo pabellón lo había completado Elcano. En un cuarto de siglo, la Humanidad había aprendido más sobre su planeta que durante tres millones de años de prehistoria y cinco mil quinientos años de historia. Esta generación de españoles abrió las puertas a un tiempo nuevo: la Edad Moderna.

 

… Continuará

         

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