Reflexiones de un paseante: los españoles y el globo terráqueo. Segunda parte.

22.01.2014 14:23

REFLEXIONES DE UN PASEANTE: LOS ESPAÑOLES Y EL GLOBO TERRÁQUEO.

Segunda parte.

             

Fernando R. Quesada Rettschlag. 

Enero 2014.

 

Leer parte I

3 – JORGE JUAN Y ANTONIO DE ULLOA

Demostrada por Elcano la esfericidad de la Tierra, conocido su perímetro, faltaba determinar con precisión la forma exacta del planeta. El asunto fue objeto de enconado debate durante parte del siglo XVII, pero no se resolvería hasta la primera mitad del XVIII, gracias a una iniciativa francesa que contó con la imprescindible colaboración española, fraguándose así la más importante expedición científica de un siglo pródigo en ellas. Y a propósito de expediciones científicas, deberíamos saber que las inventamos los españoles. La primera que registra la Historia, fue la realizada por Francisco Hernández de Toledo a Nueva España entre 1570 y 1577. Don Francisco, médico de Felipe II y experto ornitólogo y botánico, fue comisionado por el Rey para que estudiara la “Historia Natural” de los territorios conquistados por Hernán Cortés, y trajera a España muestras y dibujos de animales, plantas, semillas y minerales de todo tipo, como así hizo. Además estudió la arqueología y las prácticas médicas locales, y aprendió náhuatl.

Pero centrándonos en el asunto de este artículo, la aportación de los españoles al conocimiento del globo terráqueo, sucedió que en el año 1734, Luis XV de Francia, solicitó a su primo Felipe V, primer rey de la Casa de Borbón en España, permiso para que una expedición científica de la “Real Academia de Ciencias de París”, pudiera viajar a Quito, en el virreinato del Perú.

Felipe V, que admiraba la Academia parisina fundada por su abuelo, aceptó encantado, pero a condición de participar en la que se llamó “Expedición Geodésica franco-española”. A tal fin sufragó la mitad de los gastos y aportó dos barcos: el navío de línea “El Conquistador” y la fragata “El Incendio”.

En Real Orden de 20 de agosto de 1734, ordenó elegir a sus dos mejores oficiales en los que concurriesen, además de la necesaria pericia como navegantes, la instrucción científica precisa para ejecutar todas las observaciones e investigaciones, con independencia de las realizadas por los sabios franceses. Debían colaborar competentemente con ellos e incluso, en caso necesario, poder suplirlos y realizar por sí mismos las mediciones proyectadas.

Las tareas encomendadas eran como para no tener ni un momento de descanso: llevar diario del viaje; registrar las medidas físicas y astronómicas, así como los cálculos de longitud y latitud; trazar cartas de navegación; levantar planos y describir detalladamente puertos y fortificaciones; consignar observaciones etnográficas y realizar estudios de botánica y de mineralogía. También llevarían el encargo secreto de controlar la información a la que accedieran los franceses de los que el Rey no se fiaba ni un pelo, si lo sabría él, e indagar sobre la situación social y administrativa del entonces inmenso virreinato del Perú. Y por si todo esto fuera poco, debían hacer llegar sano y salvo a don Antonio José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía, que acababa de ser nombrado virrey del Perú.

Para general sorpresa, don José Patiño y Rosales, Secretario de Marina e Indias, designó a dos jóvenes y brillantes Guardias Marinas de la Academia de Cádiz: el alicantino Jorge Juan y Santacilia, de veintiún años, y el sevillano Antonio de Ulloa y de la Torre-Giral, de diecinueve. Carentes aún de graduación, fueron ascendidos para la ocasión al empleo de tenientes de navío, el tres de enero de 1735. Jorge Juan sería el astrónomo y matemático y viajaría en “El Conquistador” acompañando al Virrey; Antonio de Ulloa sería el naturalista y viajaría en “El Incendio”. Partieron de Cádiz el 26 de mayo de 1735.

Desde el primer momento surgió entre ellos una profunda compenetración, que cimentó la entrañable amistad que mantendrían durante el resto de sus vidas. Juan era serio, comedido y reflexivo, y su talento matemático era tan patente, que sus compañeros de la Academia gaditana lo llamaban “Euclides”. Ulloa era menudo, delgado, de inteligencia viva y carácter abierto, con esa mezcla tan sevillana de gracejo y picardía, que hacía su trato simpático y cordial. A pesar de su naturaleza enfermiza, vivió hasta 1795.

Entre ambos, el entendimiento y la buena armonía eran tales, que muchos los tomaban por hermanos, creyendo que el primer apellido de Jorge Juan era su segundo nombre de pila. A pesar de ello, o tal vez por ello, siempre se trataron de “vuestra merced”.

 

Justo lo contrario ocurría con los científicos franceses, que se trataban a cara de perro... rabioso. Louis Godin, prestigioso astrónomo, era el arquetipo de sabio despistado, siempre abstraído en sus meditaciones. De talante amistoso, era el más equilibrado y sensato y fue el que mejores relaciones mantuvo con los españoles. De hecho, concluida la misión, se quedó como profesor de Matemáticas en la Universidad de San Marcos de Lima y, años después, dirigió la academia de Guardias Marinas de Cádiz, a propuesta de Jorge Juan. Charles Marie de La Condamine era geógrafo y un intrépido viajero; de temperamento inquieto, de ingenio agudo y de ambición desmedida, no pensaba más que en su propia fama. Sentía poco aprecio por España y por los españoles a los que en sus memorias llamará “ignorantes”, y trataba a nuestros oficiales con especial desdén a causa de su juventud. Pierre Bouguer, excelente geómetra e hidrógrafo, tenía un carácter obstinado e irascible, acentuado por un padecimiento crónico de estómago. Compartía con La Condamine su desprecio por España. Discutía constantemente con sus compañeros y no soportaba a los jóvenes oficiales españoles, a los que llamaba “pigmeos”.

Así las cosas, empezaron por llegar a Cartagena de Indias con cinco meses de retraso. Nuestros diligentes oficiales, aprovecharon la espera para iniciar los profusos trabajos encomendados, y los americanos, que los veían apuntar al cielo con sus instrumentos geodésicos durante horas, dieron en llamarlos “Los caballeros del punto fijo”.

Cuando por fin llegaron los científicos franceses y se inició la dificultosa marcha hacia Quito, las desavenencias llegaron a un punto tal, que recorrieron la última parte del camino en tres grupos separados. Los españoles permanecieron con Louis Godin por ser el jefe de la expedición.

El objetivo de la empresa era medir, en el Ecuador, la longitud del arco de meridiano terrestre generado por un ángulo de un grado, para comparar su valor con el medido en Laponia, cerca del Polo Norte, por otra expedición similar encabezada por Pierre Louis Moreau de Maupertuis. Esto permitiría conocer definitivamente la forma de la Tierra.

Desde 1672, las sucesivas mediciones de distancias en los meridianos terrestres, arrojaban valores distintos según la latitud. Por otro lado, los valores de la gravedad diferían de unas regiones a otras. Además, la frecuencia de oscilación del péndulo, también variaba de unos lugares a otros. Todos estos datos evidenciaban que la Tierra no era una esfera perfecta y, en consecuencia, los principios de la cartografía y de la navegación se apoyaban en supuestos falsos que originaban cálculos erróneos. Pero ¿cómo estaba deformado el planeta? ¿Estaría achatado por los polos como una naranja o por el ecuador como un limón? La polémica llegó a adquirir tintes de enfrentamiento nacional entre Francia e Inglaterra.

Los partidarios de la mecánica cartesiana, como el director del Observatorio de París Jacques Cassini y los ilustrados españoles con Benito Feijoo a la cabeza, eran partidarios del limón (escuela francesa), mientras que Newton, Halley, Huygens y los que con ellos se apoyaban en la teoría de la gravitación universal, eran partidarios de la naranja (escuela inglesa).

Serían los trabajos de la expedición francesa a Laponia y de la franco-española a Quito, los que zanjarían definitivamente la cuestión.

Lógicamente, en una esfera perfecta, si elegimos un meridiano y medimos la longitud del arco que corresponde a un ángulo de un grado, el valor va a ser igual en cualquier tramo de su recorrido. En cambio, si la esfera está deformada, el valor será distinto. Si la Tierra estuviera achatada en el ecuador (limón), el valor en Quito sería mayor que en Laponia. En cambio, al estar achatada en los polos, el arco correspondiente ha de ser mayor en Laponia, como así se comprobó: la Tierra resultó tener forma de naranja o, dicho más técnicamente, de geoide. En Francia se dijo que los académicos habían aplastado a la Tierra y a Cassini.

Veámoslo gráficamente:

 

El misterio estaba resuelto. El exacto conocimiento de la forma y las medidas de la Tierra, permitió cartografiar sin error, situando con precisión las longitudes y las latitudes. De hecho, Jorge Juan y Antonio de Ulloa realizaron cuarenta de las cien cartas modernas del mundo.

Este fue el primer gran beneficio que la expedición aportó a la Ciencia y a la Humanidad, pero no el único. Otra de sus consecuencias fue la implantación a medio plazo, de un sistema universal de medidas: el sistema métrico decimal.

Los expedicionarios empleaban la toesa, unidad francesa equivalente a 1’94 metros actuales. El cálculo más preciso, del grado de meridiano contiguo al ecuador, resultó ser el realizado por Jorge Juan en solitario, cuando al regresar de la guerra del Asiento para reincorporarse a sus trabajos, ya los franceses habían partido. Se trataba de una medición extremadamente compleja, tanto por los instrumentos necesarios, como por los cálculos a realizar, mezcla de trigonometría esférica y de astronomía. Jorge Juan, siempre brillante, ingenió un recurso geométrico para simplificar la resolución de triángulos esféricos, y obtuvo una longitud de 56.767,788 toesas o 132.203 varas castellanas. Este fue el cálculo más exacto de todos los realizados por los expedicionarios y fue el primer valor que se usó para establecer la medida del metro: “la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre”, cuyo patrón sería la famosa barra de platino iridiado. Por cierto, el platino fue descubierto por Antonio de Ulloa durante sus investigaciones en esta expedición, aunque él lo llamó “platina” por su semejanza con la plata, con la que se había confundido hasta entonces.

Otra productiva sorpresa, fue la que depararon las mediciones de la fuerza de atracción gravitatoria. A pesar de la enorme masa de la cordillera andina, el valor de la gravedad resultó ser considerablemente menor que el calculado teóricamente. Investigaciones posteriores demostrarían que lo mismo sucede en todos los macizos montañosos del planeta. En cambio, sobre los océanos ocurre justo lo contrario: el valor real de la gravedad es mayor que el calculado teóricamente. La explicación de estos sorprendentes datos, no llegaría hasta el siglo XIX con el “principio de la Isostasia”. La fuerza de atracción gravitatoria depende de la masa, y ésta se obtiene multiplicando el volumen por la densidad. Según la Isostasia, en las cordilleras el enorme volumen sobre el nivel del mar, se compensa con materiales de densidad pequeña por debajo, en cambio en los océanos, la deficiencia de volumen sobre el nivel del mar se compensa con materiales de elevada densidad por debajo. Así, a una cierta profundidad, en el llamado “nivel de compensación”, las masas se igualan.

 

Once años duró esta fructífera, pero ardua, extraña y formidable aventura que se desarrolló entre las ciudades de Quito y Cuenca. Los expedicionarios tuvieron que sufrir condiciones extremas que convirtieron sus trabajos en una prolongada sucesión de adversidades y padecimientos. A la ciclópea orografía se sumaba una climatología inhumana. Calor y humedad insoportables en los valles, frío glaciar en las cumbres, temporales interminables con lluvias torrenciales, nevadas intensísimas y vientos huracanados, durante los cuales no cabía sino permanecer refugiados en sus frágiles tiendas hechas de pieles, temiendo que las fuertes ventiscas los dejaran a la intemperie en cualquier momento. Los sabios franceses trabajando en tres equipos separados para evitar males mayores. En numerosas ocasiones los indígenas contratados como ayudantes, que no veían motivos para soportar tantas penalidades, desertaron abandonándolos a su suerte…

 

Y como las desgracias nunca vienen solas, encontrándose a punto de completar sus trabajos, los marinos españoles fueron requeridos por el Virrey para tomar parte en la Guerra del Asiento provocada por Inglaterra. Entre 1740 y 1744 mejoraron las defensas de puertos y fortificaciones, y patrullaran las costas de Chile y el archipiélago Juan Fernández al mando de sendas fragatas, para prevenir las asechanzas del comodoro George Anson. En esa guerra, el engreído almirante Vernon al mando de 186 naves, la mayor flota que vieran los mares hasta el desembarco de Normandía, fue aplastado por Blas de Lezo, antiguo profesor de Juan y de Ulloa en Cádiz, que contaba con… ¡seis navíos de línea!

Una curiosidad colateral: en una de las islas de Juan Fernández, paró el náufrago escocés Alexander Selkirk entre 1704 y 1709. Su historia inspiró a Daniel Defoe su “Robinson Crusoe”.

Al igual que hicieran desde su salida de Cádiz, mientras participaron en la guerra del Asiento, nuestros marinos fueron anotando rumbos, derroteros, corrientes y vientos; realizando observaciones astronómicas, barométricas, de latitud y del péndulo; y levantando planos de las costas, bahías y ciudades por las que pasaban. El resultado final fue un trabajo impresionante que desbordó cualquier expectativa. Así lo comprendió el marqués de la Ensenada, nuevo Secretario de Marina que, tras el regreso de los jóvenes científicos, consiguió que con cargo al erario real, se publicaran en 1748 sendas memorias titulados “Observaciones Astronómicas y Physicas hechas de orden de S. Mag. en los Reynos del Perú” (Jorge Juan) y “Relación Histórica del viaje a la América Meridional” (Antonio de Ulloa), aunque ambas aparecieron firmados por los dos amigos.

 

Estas memorias, pusieron de manifiesto la distancia entre la labor realizada por los científicos españoles y la de los académicos franceses. Su repercusión fue enorme en toda Europa. Las tradujeron las academias científicas de Francia (tres ediciones), Inglaterra (cinco ediciones), Alemania y Holanda (una edición). En 1773 volvieron a ser reeditadas en español. 

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